Reclamada por el jeque. Pippa Roscoe

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Reclamada por el jeque - Pippa Roscoe Miniserie Bianca

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purasangre. Sin embargo, esperaba tener la ocasión de averiguarlo. Le bulló la sangre solo de pensarlo y se maldijo a sí mismo. Debería haber escarmentado, pero, aun así, sintió unas ganas casi incontenibles de apartarle de la cara un mechón de pelo castaño dorado que se le había escapado del cuello del abrigo, donde lo había metido.

      Dejó que lo llevara por las calles aunque estaba seguro de que no tenía ningún destino pensado. Sobre todo, cuando se paró en un cruce, miró a todos lados, y, de repente, giró hacia la izquierda.

      –¿De qué parte de Australia eres?

      –Enhorabuena. En Estados Unidos suelen confundir mi acento y creen que soy inglesa. Soy del valle del rio Hunter, en Nueva Gales del Sur.

      Ella contestó con una añoranza en la voz que forzó la pregunta siguiente.

      –¿Lo echas de menos?

      Ella lo miró con una sonrisa triste y radiante a la vez.

      –Sí –ella encogió los pequeños hombros dentro del enorme abrigo invernal–. Esto es… raro y… desconocido. Aunque, por otro lado, parece curiosamente conocido. Supongo que es por la televisión…

      Ella arrugó la nariz mientras elegía las palabras y a él le gustó. Era… graciosa, aunque no recordaba que antes le gustaran las… graciosas.

      –Nueva Gales del Sur es preciosa, es abierta, no como…

      Ella hizo un gesto con las manos para señalar los edificios que los rodeaban.

      –Cuesta un poco adaptarse.

      –¿Es muy distinto a tu país? –preguntó ella ladeando la cabeza como si quisiera adivinar de dónde era.

      –Sí, es muy distinto a Ter’harn –contestó él poniendo énfasis en el nombre de su país.

      –¿Y dónde está Ter’harn?

      –Ter’harn está en África, pero tiene la ventaja de estar en la costa; tiene desierto, montañas y litoral.

      –¿Qué más se puede pedir? –preguntó ella con una sonrisa que lo alteró por dentro.

      Él podría pedir no tener que volver, no tener que subir al trono. Sin embargo, no lo dijo, nunca decía esas cosas.

      –Entonces, ¿por qué estás en Nueva York? –le preguntó él para no tener que decir sus preocupaciones más íntimas.

      Le daba miedo, sinceramente, que ella pudiera sacárselas de la caja de caudales donde las tenía guardadas.

      –Para estudiar, para entrenar y para aprender. Voy a ser una amazona –contestó ella con orgullo, sin el más mínimo bochorno–. Mi padre ha entrenado a algunos de los mejores jinetes del mundo.

      –¿Te ha entrenado a ti?

      –¡No! –ella volvió a reírse con espontaneidad–. Quería que me alejara todo lo posible de la hípica profesional. Sin embargo, tenía el gusanillo… y sigo teniéndolo. Él renunció a muchas cosas por mí y puedo ver lo orgulloso que está cuando gano, aunque no quisiera que fuese amazona. Es un legado y quiero estar a la altura.

      Él, por un instante, llegó a preguntarse si alguien del palacio podría haberle puesto al tanto de todo eso, pero solo veía sinceridad en sus ojos. Entonces, de repente, se sintió un poco envidioso. Daría casi cualquier cosa por sentir lo mismo que ella en lo relativo a ser rey; desearlo y desear hacerlo bien. Se preguntó si le pasaría alguna vez.

      Doblaron una esquina y se encontraron en Washington Square Park, que estaba abierto a esas horas de la noche y donde solo seguían los incondicionales. Estaba a punto de preguntarle por su madre cuando ella se dio la vuelta para mirarlo de frente.

      –Entonces, ¿cómo tengo que llamarte? ¿Majestad? ¿Señor? ¿Alteza? –le preguntó ella antes de empezar a cruzar la calle y dejándolo con ese tono burlón y simpático.

      –Danyl está bien –contestó él riéndose mientras la alcanzaba–. ¿Y a ti?

      –Mason.

      Ella lo dijo por encima de hombro mientras cruzaba una cancela de hierro para entrar en el parque. Había ido tan deprisa que él estuvo a punto de chocar con ella cuando se paró para mirar a una pareja que estaba jugando al ajedrez.

      –¡Ajedrez! Siempre he querido jugar y nunca he tenido tiempo de aprender con todo lo que hay que hacer en el criadero de caballos.

      –Qué suerte –replicó Danyl–. Mi padre me obligaba a jugar casi todas las noches. Se pasaba horas explicándome la importancia de todas las piezas, sobre todo del caballo, y cómo podían hacerme un mejor gobernante.

      Ella lo miró con los ojos entrecerrados. ¿Había captado cierta amargura que él había querido que no se notara en sus palabras?

      Mason volvió a mirar a los jugadores, dos ancianos que sujetaban unas tazas humeantes, y Danyl sintió cierta nostalgia.

      –Mi padre me regaló un tablero y unas piezas cuando vine aquí.

      –Qué bonito –comentó ella con delicadeza.

      –Se quedó el caballo negro.

      –Me parece precioso –añadió ella.

      –A mi me parece absurdo –replicó él acercándose más a ella.

      Sintió el calor que emanaba Mason y captó el ligero olor a lima y laurel que había captado antes.

      * * *

      Mason miró al príncipe que tenía delante y le maravilló que se sintieran tan cómodos. Los recuerdos y la risa que le provocaba. Normalmente, era mucho más reservada, más cerrada, como le había reprochado Francesa alguna vez. Sin embargo, al pasear con él, al hablar con él… se sentía como si fuera una persona distinta, como si fuera ella misma, pero mejor. Era una sensación muy rara.

      Se oyeron voces que llegaban de las calles y de los edificios cercanos. Había empezado la cuenta atrás de Nochevieja. Empezó a subir el volumen de los gritos y rompieron ese silencio que ella habría conservado para siempre. Estaban tan cerca que ella notaba la calidez de su cuerpo.

      Diez, nueve, ocho…

      Era mucho más alto que ella y tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo. En vez de sentirse diminuta, como solía sentirse, se sentía protegida, rodeada por él.

      –¿Estaría mal que te besara a medianoche? –preguntó él.

      Su voz fue más grave y más ronca que antes y ella notó, no vio, que él tenía las manos apretadas contra los muslos, como si quisiera evitar tocarla hasta que ella le diera permiso.

      Mason se encogió de hombros a medida que la ligera tensión que había vibrado entre ellos cuando se marcharon del Langsford empezaba a subir de voltaje. Tenía el corazón acelerado. ¿Iba a dejar que un príncipe la besara?

      Siete, seis, cinco…

      –No

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