Reclamada por el jeque. Pippa Roscoe

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Reclamada por el jeque - Pippa Roscoe Miniserie Bianca

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quizá debería haberse limitado a hacer botas –farfulló Mason en voz baja.

      –¿Cómo dices?

      –Da igual.

      –Mira, pequeña, ya sé que te bajaste del barco hace cuatro meses…

      –Era un avión.

      –Y que Estados Unidos no es Australia y que Nueva York no es ese sitio pueblerino de Nueva Gales del Sur de donde vienes, pero ya va siendo hora de que te adaptes a tu entorno.

      Mason se puso tensa y sacó pecho por ese comentario sobre su tierra, pero se relajó cuando vio el brillo burlón en los ojos de Francesca.

      Sin embargo, volvió a mirar alrededor y le pareció que ese no era su mundo, que podría echarse a perder si se quedaba demasiado tiempo.

      Cuando el autobús que las llevó desde la pista de entrenamientos las dejó delante del Langsford, uno de los hoteles más famosos de Nueva York, miró el imponente edificio y pensó que no la dejarían entrar.

      Entre los zapatos de tacón que le había obligado a ponerse Francesca y el suelo de mármol blanco y negro del vestíbulo, estuvo a punto de romperse el tobillo mientras se dirigía hacia la escalera de caracol más grande que había visto en su vida. Hasta Francesca dejó escapar un leve silbido cuando vio el salón que habían reservado para ese acto organizado por los propietarios de caballos más ricos de Estados Unidos.

      Unos ventanales del suelo al techo daban sobre el Washington Square Park y los alrededores y se podía ver a algunos valientes que se arriesgaban a morirse de frío en las calles cubiertas de nieve.

      Un camarero impecablemente uniformado pasó una bandeja con copas de champán y Francesca tomó dos. Le dio una tan precipitadamente que casi la volcó y, ante el pasmo de Mason, tomó una tercera antes de que el camarero pudiera moverse. Francesca se bebió la primera de un sorbo, la dejó en una mesa auxiliar, y dio un sorbo de la segunda con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces, clavó los ojos en algo que Mason tenía detrás y se alejó apresuradamente, susurrando una excusa. Mason se dio la vuelta y vio que Harry, su entrenador, se acercaba a ella.

      –¿Qué tal?

      –Estoy… adaptándome –contestó ella al amigo de su padre.

      –Estás haciéndolo mejor de lo que lo habría hecho Joe.

      –Es verdad –Mason sonrió con cierta tristeza y dio un sorbo de champán, que sería caro, pero no le gustó–. Papá no se habría adaptado bien a todo esto.

      Harry sonrió. Era un hombre grande con una sonrisa amplia y una risa sincera que entrenaba a sus jockeys hasta el límite de sus fuerzas.

      –Es una oportunidad para que conozcas a algunas de las cuadras que podrían contratarte en el futuro.

      –Creía que estabas contento con O’Conner –replicó ella con un gesto de perplejidad.

      –Lo estoy y estoy ansioso por que llegue la primera carrera de la temporada, pero eso no quiere decir que tú y yo vayamos a montar o entrenar para él el resto de nuestras vidas. Nunca se sabe, el año que viene podrías estar montando para alguna de las personas que están en esta habitación.

      Mason miró alrededor con unos ojos distintos. Esa vez vio a personas que no solo coqueteaban o charlaban de cosas intrascendentes, eran personas que invertían en sus futuros. Entonces, se fijó en una figura que estaba un poco al margen y apoyaba un codo en la barra. Era, como mínimo, una cabeza más alto que quienes lo rodeaban.

      Transmitía un poder palpable.

      Eso fue lo primero que pensó cuando lo vio. Aunque su cuerpo mostraba cierta indolencia y parecía casi aburrido, estaba conteniendo algo. La tensión le vibraba por el cuerpo y le extrañaba que no la notaran los que estaban con él. Ella sí la percibía desde el extremo opuesto de la habitación.

      El pelo, tupido, moreno y ondulado, le caía alrededor de un rostro tan hermoso que podría haber sido una escultura cincelada en mármol. La piel estaba bronceada, tenía el color del whisky añejo y era igual de tentadora. Se quedó un instante mirando sus pómulos prominentes y su leve barba incipiente hizo que sus manos quisieran acariciarla, que quisiera oír el sonido que haría al rasparle la palma de la mano.

      Se maldijo a sí misma por pensar esas sandeces, pero no pudo dejar de mirarlo. Parecía como si estuviera escuchando a un grupo de hombres, pero había algo que le decía que no estaba prestando atención. Eran sus ojos. No miraban al hombre que hablaba sino a algo que estaba detrás de él. Entonces, giró lentamente la cabeza, no miró alrededor sin ningún objetivo, le miró directa y fijamente a ella, le clavó la mirada en los ojos y no se los soltó.

      Notó inmediatamente que le ardían las mejillas. Bajó la mirada por la descarga eléctrica que sintió en la espalda y que le llegó hasta en pecho. Volvió a mirar, por el rabillo del ojo, al hombre que le había provocado esa reacción tan intensa y volvió a sentirla cuando sus miradas se encontraron.

      ¿Había contenido la respiración?

      Fue a mirar a Harry para cortar esa conexión, pero Harry había desaparecido y se había quedado sola. Esa vez, el rubor fue de bochorno. Tenía que parecerle exactamente lo que era: una paleta, una pueblerina, como había dicho antes Francesca.

      Entonces, oyó una carcajada claramente femenina que le llegó desde algún sitio cercano a ese hombre que la había estremecido como si la hubiese atravesado un rayo. Volvió a mirar y vio que Francesca se había unido al grupo y que él ya no la miraba a ella, que miraba a su hermosa y risueña amiga.

      –Hola.

      Una voz conocida llamó la atención de Mason. Scott estaba dirigiéndose hacia ella con unos pasos algo inestables. ¿Cómo era posible que hubiese bebido tanto en tan poco tiempo?

      –Me espantan estas cosas –añadió él.

      Mason resopló y agradeció la aparición del aprendiz de jockey, y que la distrajera de lo que acababa de pasar, fuera lo que fuese. No era tan ingenua como para no saber qué era, pero era la primera vez que sentía algo parecido a lo que había leído en esas novelas románticas que había dejado su madre, lo único que había dejado.

      –Tampoco es lo mío.

      Mason dio vueltas a la copa de champán medio vacía, hizo un gesto de desagrado al pensar en el alcohol que ya estaría caliente y la dejó al lado de la de Francesca.

      –¿Quieres que nos vayamos?

      –El autobús no vendrá hasta dentro de tres horas y media como mínimo, Scott.

      –Aire puro. Hay una terraza que rodea el edificio por detrás.

      Dominó las ganas de volver a mirarlo porque no quería volver a sentir esa descarga, tomó el brazo que le había ofrecido Scott y dejó que la sacara de la habitación.

      La risa de la chica americana estaba crispándole los pocos nervios que le quedaban a Danyl. Toda la velada había sido un desastre y estaba empezando a pensar que quizá debería haber vuelto a Ter’harn, con sus padres. Hasta que se fijó en una morena menuda que estaba en un rincón. Había notado que lo miraba desde el extremo opuesto de la habitación. Fue como

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