Ricos y despiadados. Cathy Williams
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Eran las cinco de las tarde y ya había anochecido, de modo que la biblioteca estaba prácticamente vacía. Ella misma saldría en pocos minutos a buscar a su hija y ambas dedicarían la tarde a decorar la casa para las navidades.
Dentro de pocos días, llegaría un regalo para Jade de parte de su padre, un presente extravagante y caro comprado en Nueva York que colocarían bajo el árbol. Aquella era la rutina de cada navidad, el regalo, la nota seca dando las gracias a un hombre sobre el que su hija nunca preguntaba. Jade tenía sólo cinco años y no había conocido a su padre, de manera que no hacía preguntas. Eso llegaría más adelante.
Sophie se disponía a marcharse y estaba cerrando los cajones de su mesa cuando observó que había alguien junto a la puerta de entrada. Ya había apagado casi todas las luces y en la penumbra sólo pudo distinguir que la forma era masculina y fuerte, lo que provocó en ella una reacción de temor.
–Estoy a punto de descolgar el teléfono –dijo en voz alta y clara que rebotó en la sala vacía y la hizo sentirse como la protagonista de una mala película de terror–. Si se acerca más, le aseguro que llamaré y la policía estará aquí en un instante.
Fuera quien fuera, era alto y fuerte. Su figura destacando en la penumbra lo decía y Sophie sintió que su corazón latía dolorosamente mientras se preguntaba si la policía no se habría marchado ya a casa.
–Qué dramático –comentó la voz masculina, una voz grave con una nota de ironía que la hacía no sólo interesante sino descaradamente sexy. Salió de las sombras y la voz se materializó en un hombre cuyo físico resultaba tan poderoso que entraba en la categoría de hipnótico. El cabello muy negro, los ojos negros, y un cuerpo, que incluso cubierto por el abrigo largo, mostraba ser fuerte, elástico, y lleno de gracia.
Conocía aquella clase de hombre. Le recordó mucho a su ex-marido, un hombre cuyo atractivo y encanto le habían hecho perder la cabeza. Comenzó a ponerse el abrigo tras guardar las últimas fichas.
–Es más dramático ser detenido por la policía –replicó secamente.
–¿La policía? ¿Se refiere a ese simpático agente que trabaja ahí cerca y hace de Santa Claus en la representación anual? –rió con ganas y siguió avanzando hacia la mesa de Sophie.
–¿Quién es usted? La biblioteca está cerrada. Si busca un libro, puede venir mañana –recogió su bolso y, como siempre, echó un vistazo alrededor para comprobar que todo estaba en orden.
–Soy Gregory Wallace –dijo el hombre y Sophie le dedicó una mirada de curiosidad sincera durante unos segundos. Después, se dirigió a la puerta.
–Pues yo me marcho, así que, si no le molesta, puede seguirme o quedarse aquí hasta las nueve de la mañana –al pasar a su lado, captó un aroma leve e intensamente masculino, y le sorprendió comprobar lo alto que era. No era habitual para ella encontrarse con un hombre al que no pudiera mirar a los ojos.
–He venido a por un libro –dijo el hombre y no la siguió, obligándola así a volverse, irritada porque la retrasara cuando tenía que recoger a Jade.
–Ya lo había supuesto –dijo con educada irritación–. La gente suele buscar libros en las bibliotecas –así que aquel era el hombre que había logrado convertir su tranquilo pueblo en un circo. Mirándolo con objetividad, era comprensible. Era guapo, nadaba en dinero y, si los chismes no mentían, estaba soltero. Si la gente pensara un poco más, podría ver los corazones rotos que aquel tipo había dejado en el camino.
–Y en general, esperan que les atiendan –dijo con ironía el hombre–. Ni siquiera sé su nombre.
–Soy la señora Turner –dijo Sophie sin molestarse en sonreír–. Y como ya dije, la biblioteca cierra a las cinco.
–Seguro que no le molesta buscarme un libro. Algo sobre la historia del lugar.
–Esto es demasiado pequeño para tener una historia. Si quiere saber algo, hable con el reverendo Davis –giró de nuevo, sacó las llaves y fue hacia la puerta sin volverse, apagando luces a su paso. Pensó que el hombre no iba a seguir hablando ante la evidencia de que Sophie lo encerraría dentro si no se daba prisa, y estaba en lo cierto. Pero no había previsto que se acercara tanto a ella: de pronto, el lugar le pareció claustrofóbico. Sophie no era una persona táctil por naturaleza. Odiaba que invadieran su espacio e, instintivamente, intentó poner distancia entre ellos.
–Es usted la primera persona que conozco que no se ha mostrado hospitalaria –comentó Gregory, mirándola a los ojos y obligándola de algún modo a sostener su mirada.
–¿Quiere decir aquí o en la vida en general?
–¿Le han dicho alguna vez que no parece una bibliotecaria?
–Aunque me encantaría seguir aquí charlando con usted, señor Wallace, tengo que irme –salió y cerró la puerta, asegurándose de girar la llave, aunque Ashdown no era precisamente un lugar con altos niveles de criminalidad. Era imposible asaltar a alguien que tomaba el té con tu madre los jueves y te había cuidado de pequeño, pensó Sophie.
Comenzó a caminar hacia su coche, aparcado a pocos metros, siempre con el hombre siguiendo sus pasos.
–¿Supongo –dijo Wallace mientras Sophie abría la puerta– que habrá oído que he comprado la casa Ashdown?
–Lo he oído –asintió Sophie sin comentar el hecho–. Bueno, adiós. Espero que encuentre lo que busca sobre el pueblo –se deslizó en el asiento, recogió su abrigo para que no lo pillara la puerta al cerrarse, algo que le sucedía a menudo, y encendió el motor.
El hombre golpeó la ventanilla y Sophie se vio obligada a bajarla.
–¿Puedo preguntarle algo? –dijo, inclinándose sobre el coche y provocando que el corazón de Sophie saltara alarmado, y esta vez no por temor. Su propia reacción la asustó. No le gustaba que los hombres se acercaran demasiado a ella. Deliberadamente, emitía toda clase de señales sobre su indisponibilidad para el amor y el sexo, y esperaba que los hombres las captaran y actuaran en consecuencia. Gregory Wallace le pareció entonces un hombre carente de sensibilidad hacia las señales que emiten los demás… la clase de hombre que sabe lo que quiere y lo persigue sin preocuparse por los sentimientos que pueda pisotear.
–¿Qué?
–¿A qué se debe esta manifestación tan clara de hostilidad?
–Es genético –replicó Sophie sin inmutarse.
–En otras palabras, ¿es usted así con todo el mundo?
–En otras palabras, tengo que irme, así que sea tan amable de apartarse de mi coche.
Obedeció. Sin perder tiempo, Sophie subió la ventanilla, maniobró para salir y se dirigió hacia la guardería de su hija. Llevaba casi media hora de retraso, y cuando entró se encontró a Jade sentada en el suelo del vestíbulo, dibujando felizmente con lápices de colores, totalmente inconsciente del retraso materno.
–¿Cómo se ha portado? –preguntó a Sylvia.
–Ha sido muy buena, como siempre. La pequeña Louise la ha invitado a tomar el té el viernes, y está nerviosísima.
Sophie