Ricos y despiadados. Cathy Williams
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–Todo el mundo necesita descansar entre emporio y emporio –dijo el hombre y su boca ocultó la risa.
–No he dicho nada gracioso, señor Wallace.
–Por favor, deja de llamarme «señor Wallace». Ni siquiera mi gerente del banco me llama así.
Porque querrá hacerse el simpático con su mejor cuenta, pensó malévolamente Sophie. Alan tenía el mismo efecto en las personas, recordó. Todo el mundo parecía halagar su vanidad. Se estremeció interiormente, recordando su ingenuidad al principio de su relación, cuando estaba en las nubes, y pensaba tontamente que era su personalidad lo que le había atraído de ella.
Hasta que se dio cuenta de que había buscado un objeto ornamental que llevar del brazo. Todavía se ponía enferma de rabia al pensar en lo manejable que había sido entonces. Le había permitido que decidiera cómo debía vestirse, con vestidos que le parecían casi indiscretos y zapatos que la hacían sentirse como una gigante frente a otras mujeres.
–Te he perdido –dijo de pronto Gregory apoyándose en el mostrador, con una mano en el bolsillo.
–¿Qué? –Sophie volvió al mundo y se fijó en el hombre que la miraba. Ojalá no hubiera hablado nunca con él. La idea la asustó, y tuvo que recordarse que no tenía ninguna relación con él y que era imposible que aquel perfecto extraño tuviera el menor impacto en su regulada vida. Pero, de todos modos, se sentiría más tranquila si no exudara aquel increíble carisma.
–Estabas a cientos de kilómetros de aquí.
–Aquí está –Sophie ignoró el comentario y le tendió un carnet de la biblioteca que se guardó en la cartera.
–Y ahora que hemos dejado claro que no tienes que trabajar a mediodía, ¿aceptarás mi invitación?
Escuchó el encanto y la persuasión en su voz y se estremeció de terror.
–No.
Gregory la miró con impaciente perplejidad.
–¿Cuándo tengo que devolver el libro? –dijo, poniéndose recto y sin sonreír.
–Dentro de dos semanas como máximo o tendré que poner una multa.
–¿En qué consiste?
–No me acuerdo. Todo el mundo devuelve los libros a tiempo.
–Qué pueblo tan virtuoso.
–Es una comunidad virtuosa –dijo Sophie sin ironía aunque alzó las cejas.
–¿Tú incluida? –dijo él suavemente.
Sophie sintió que se sonrojaba y luchó contra el impulso de abofetearlo. No había dicho nada desagradable, pero el solo hecho de hacerla sonrojarse la irritó sobremanera.
–Yo especialmente –dijo, mirándolo sin pestañear–. Le conviene recordarlo –tras varios segundos en silencio, se dio la vuelta y comenzó a colocar libros sobre una bandeja para guardarlos.
Capítulo 2
CUATRO días más tarde, Sophie decidió ver con sus propios ojos qué estaba pasando en la mansión Ashdown.
No paraba de escuchar comentarios sobre la remodelación de la vieja casa y se dijo que la curiosidad la obligaba a comprobar los rumores. Por otra parte, razonó, tenía un día libre, Jade estaba en el colegio, y aunque hacía frío, el día era soleado, e invitaba a pasarlo fuera de casa.
Y para más seguridad, Gregory Wallace estaba en Londres, según los informes ofrecidos por Kat, que parecía estar al tanto de su vida íntima mejor que su propia secretaria. Lo que no era extraño en Ashdown, donde la intimidad era inexistente y la vida secreta una ilusión.
Tras dejar a Jade en la guardería, volvió a su casa y sacó de inmediato la bicicleta. Se puso cuantas capas de ropa era posible añadir sin entorpecer los movimientos del cuerpo y se dirigió alegremente hacia la casa.
El lugar no estaba alejado del pueblo, pero se situaba en un paraje pintoresco, en la cima de una colina que dominaba los campos adyacentes, ofreciendo una hermosa vista del conjunto.
En su día, había sido el lugar más importante del pueblo. Ángela Frank había vivido allí con su marido y su hijo. Hermosos cuerpos jóvenes habían desfilado por aquellos jardínes, bebiendo champán y vistiendo a la última. Habían organizado partidas de croquet seguidas de fiestas que duraban hasta el amanecer. A Sophie las historias le habían llegado de segunda o tercera mano, por lo cual no les otorgaba demasiada credibilidad.
Lo único que sabía con seguridad era que el día en que el marido y el hijo de Ángela Frank murieron en un accidente de coche, la vida social de Ashdown se detuvo dramáticamente. Aquello había sucedido treinta años atrás, y hasta el día en que decidió vender la propiedad, Ángela había vivido sola, rodeada de sus recuerdos, con la casa semi abandonada y cada vez más triste y decadente.
Hasta el presente, pensó Sophie pedaleando colina arriba. El viento enredaba su cabello, y la joven sabía que tardaría horas en desenredarlo. Hasta que el caballero de la armadura brillante, Gregory Wallace, se dignó aparecer en el pueblo, despertó al bello durmiente a la vida, y ahora se disponía a hacerse el amo del lugar.
Ante la idea, frunció el ceño instintivamente, y siguió con gesto de censura hasta llegar a la casa por la parte trasera, dejando tras ella los vastos campos que la rodeaban.
Oyó los ruidos de la obra, pero en lugar de dirigirse directamente a la parte frontal, dejó la bicicleta sobre la hierba y siguió a pie. Paseó por la fachada trasera, mirando por las ventanas abiertas y comprobando que, efectivamente, las cosas estaban cambiando.
No podía ser de otro modo, con un hombre rico y experto en construcción. Probablemente bastaba con que chasqueara los dedos para tener el mejor equipo trabajando para cumplir sus deseos, pensó mientras procuraba ver el interior entre los maderos apoyados en la ventana. Porque lo cierto era que él era el dueño.
El tipo se comportaba como la encarnación misma del encanto y la seducción, pero ella sabía de sobra que aquella imagen no hacía sino ocultar la determinación egoísta de los oportunistas de nacimiento. Podía ser divertido y cálido con el mundo exterior, pero cuando cerraba las puertas y se quitaba la máscara, no era más que otro hombre capaz de pisar a los más cercanos con tal de permanecer arriba.
Se rodeó el cuerpo con los brazos, repentinamente helada, y miró por otra ventana a un cuarto en el que los hombres trabajaban con eficacia. Estaban empapelando las paredes y los rollos de papel pintado descansaban en una esquina de la habitación. Intentó ver el dibujo, pero no lo logró.
Katherine no había mentido al decir que el lugar estaba viviendo una revolución. Evitó una mata de flores bajo una ventana y se apoyó en el alféizar de la siguiente, mirando al interior sin disimulo, cuando una voz sonó a su espalda.
–¿Te diviertes?
La sorpresa de ser descubierta cuando se creía sola, casi la hizo caerse sobre las matas de lilas. Pero