Ricos y despiadados. Cathy Williams

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Ricos y despiadados - Cathy Williams Bianca

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–Kat la miraba con emoción–. Vas a asistir, ¿verdad?

      –No.

      Katherine se llevó las manos a la cabeza y gimió teatralmente.

      –¿Se te ha ocurrido alguna vez que tener cierta vida social sería bueno para ti?

      –Ya tuve una vida social, Kat. En Londres descubrí que era algo opuesto a mi forma de ser –Alan era un animal social. Y no le faltaban las invitaciones. Sophie se había visto arrastrada a un torbellino de fiestas, que al principio encontró excitantes, luego aburridas y al final monstruosamente falsas y casi abyectas.

      Había odiado la falsa alegría de la gente que le era presentada, la competencia entre mujeres, la falta de tiempo para uno mismo o para la intimidad. Aquello había sido un tema de continua disputa entre ellos. La sola idea de volver a retomar esa clase de vida la llenaba de espanto.

      –Además –añadió, ya que su amiga la miraba en silencio–, tengo una vida social. O algo así.

      –Es verdad. De vez en cuando comes con la madre de una compañera de Jade.

      –A veces ceno –protestó Sophie, sabedora de que su argumentación estaba perdida de antemano.

      –Oh, vamos. Me sorprende que puedas soportar tanta variedad y diversión.

      –No seas injusta –se quejó Sophie.

      –Nunca vas a Londres. ¿Cuándo viste por última vez a tus amigos?

      –Hace meses –admitió Sophie, probando el arroz.

      –Antes solías invitarlos a pasar algún fin de semana. Otra cosa que has dejado de hacer.

      –Es que resulta cansado. Soy madre, Kat. ¿Qué quieres que haga con Jade?

      –Buscar alguien que la cuide, como todo el mundo.

      –¿Quién? Oh, vale, sé que hay gente, pero…

      –Pero nada. ¿Tienes algo qué hacer la noche del treinta de noviembre?

      –No lo creo –suspiró Sophie.

      –Pues entonces te espero en la fiesta y punto. ¿Con quién quieres que hable toda la noche en la casa de Annabel? Sabes que la casa estará llena de toda esa gente elegante de Londres. Me sentiré como un pez fuera del agua.

      –¡Oh, vamos! –rió Sophie–. Tú nunca te sientes como un pez fuera del agua. Eres capaz de hablar con cualquiera de cualquier cosa, aunque no sepas nada del tema. ¿Por qué crees que eres tan buena vendiendo casas? Puedes convencer a alguien que tiene cinco casas de que se muere por tener la sexta.

      –Entonces, ¿vendrás?

      –¿Qué celebran exactamente? –preguntó Sophie sin ceder, mientras recogían la mesa. Miró la vajilla sucia amontonada en el fregadero y decidió dejarlo para la mañana siguiente.

      –La habitual excitación prenavideña –respondió Kat con ligereza–. Una ocasión para que Annabel y sus amigas se pavoneen en sus fantásticos trajes de diseño y aprovechen para mostrarnos a las chicas de aquí lo provincianas que somos.

      –Oh, bien, suena como la clase de fiesta por la que yo me muero.

      –La del año pasado no estuvo mal –dijo Kat preparando la cafetera con gestos precisos–. Hubo champán a raudales. Bebí para los doce meses siguientes –dio un bocado a una chocolatina y sonrió–. Me parece que también es para dar la bienvenida al nuevo chico de la zona.

      –¿Nuevo chico?

      –El divino Gregory Wallace. Lo recordarás. Ya sabes, el que te enseñó su choza.

      Sophie se sonrojó y deseó que su amiga dejara de mirarla con unos ojos que contenían un centenar de preguntas sin respuesta.

      –Otro motivo para que no vaya a esa fiesta.

      –¿En serio? ¿Te importaría explicarme por qué?

      En realidad, sí le importaba, pues no era capaz de explicárselo a sí misma.

      –No me cayó bien –dijo con languidez hipócrita–. Me da mala espina. Se parece demasiado a Alan.

      –No se parece en nada a Alan. Vale, admito que tienen en común el estar forrados, pero ahí termina el parecido. Alan, si no te importa que hable de tu ex, estaba enamorado de sí mismo. Se creía el astro rey y pensaba que todo el mundo giraba a su alrededor. Y no perdía un minuto por nadie que no halagara su ego, lo cuidara, le hiciera quedar bien o tuviera algo que ofrecerle.

      –¿Y Wallace es distinto? –preguntó Sophie, amargamente consciente de que las críticas a Alan, aunque perfectamente acertadas, todavía le hacían daño.

      –Ven y descúbrelo. Por otra parte –Katherine dedicó a su amiga una mirada larga, especulativa–… podría malinterpretar tu actitud.

      –¿Cómo?

      –Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. Él podría llegar a pensar que tiene un efecto excesivo en ti si no te comportas con indiferencia.

      Aquello había sido un golpe bajo, pensó Sophie mientras, más tarde, se desnudaba para acostarse. ¿Cómo podía rebatir el comentario de su perspicaz amiga? Le daba rabia que Gregory Wallace llegara a pensar que ella estaba interesada por él y el tipo era demasiado guapo para no pensarlo si no actuaba con normalidad.

      Y por aquel motivo, en la tarde del treinta de Noviembre, Sophie se encontró en su habitación, mirando con desconsuelo los pocos vestidos que había conservado del periodo de su matrimonio. La mayor parte de su ropa frívola había sido regalada cuando aún actuaba con rabia y dolor. Después, sólo se había ocupado de su hija, y su colección había sido olvidada en varias cajas y maletas guardadas en el ático.

      Jade estaba tumbada sobre su cama, vestida con un camisón antiguo, color crema, que su madre había rescatado de un rastrillo, y contemplaba cada prenda con mirada crítica.

      Señaló un vestido negro escotado, tan breve que parecía caber en una polvera y su madre hizo un gesto negativo:

      –Demasiado pequeño –comentó y ambas rieron a un tiempo.

      –¿Y esto? –dijo mirando a su hija y poniéndose ante el cuerpo un vestido verde, largo, y algo menos provocativo que el resto.

      –Aburrido –escribió Jade en un papel–. Pruébatelo –añadió y firmó–: Te quiero, mami –a eso siguió un ristra de corazones y besos que fueron convirtiéndose en flores mientras Sophie pensaba que si a su hija le parecía aburrido, estaría bien para ella.

      Al menos no olía ya a cerrado. Había llevado al tinte algunos de los trajes, aquél entre otros. Annabel y sus amigas la consideraban ya una loca sin necesidad de que llegara oliendo a moho.

      Se metió en el vestido, sin ni siquiera mirarse en el espejo del dormitorio y se sentó ante el tocador, pensando en qué hacer con su pelo. Jade se sentó a su lado y su madre reconoció el brillo en sus ojos. Comenzaba la operación peluquería, uno de sus juegos favoritos de

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