Ricos y despiadados. Cathy Williams

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Ricos y despiadados - Cathy Williams Bianca

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compulsivo –replicó Sophie.

      Gregory rió de buena gana y continuó mirándola, lo que no la molestó lo más mínimo. Podía mirar lo que quisiera mientras no pretendiera tocar. No se sentía amenazada porque sabía que el hombre la miraba con abierta curiosidad, como un espécimen perfecto de pueblerina. Sin duda, él creía que el maquillaje o la peluquería eran lujos sofisticados que nadie podía obtener fuera de Londres. Ya cambiaría de opinión cuando conociera a las joyas sociales de Ashdown, las damiselas residentes de fin de semana.

      –Bueno –comentó cuando regresaron al vestíbulo–. Muchas gracias por la visita guiada. Ha estado muy bien.

      –¿Por qué no tomas una taza de té antes de marcharte? –y añadió como explicación–. La cocina es lo primero que terminaron los obreros, como podrás comprender.

      –Les gusta hacerse un té –confirmó educadamente Sophie. Miró el reloj y declaró que tenía que irse.

      –¿Adónde?

      –¿Cómo que adónde? –aquel tipo era un impertinente. ¿A él qué le importaba lo que tuviera que hacer?

      –¿Vas a la biblioteca?

      –No –estuvo a punto de añadir que no era asunto suyo, pero mientras él permanecía con la cabeza ligeramente ladeada a la espera de una respuesta, decidió morderse la lengua–: Tengo mucho que hacer en casa.

      –¿Y las tareas no pueden esperar media hora? –comenzó a avanzar hacia la cocina, y Sophie lo siguió a su pesar. Cuando llegaron, le pareció inútil perder diez minutos discutiendo, así que se sentó a la mesa de madera y esperó a que le preparara el té.

      –¿Dónde vives? –preguntó Gregory sentándose frente a ella. Se había quitado el abrigo, pero seguía teniendo un aspecto incongruente con el traje de ejecutivo en la cocina semiacabada. Habían quitado los muebles viejos sin colocar los nuevos, salvo la cocina y un aparador que mostraba las huellas de los trabajadores: la cafetera sobre la alacena, el enorme paquete de café, azúcar, leche, todo de tamaño gigante.

      –Estoy a la distancia justa para ir en bici –respondió Sophie–. Como todo el mundo en el pueblo.

      –¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

      –Mucho –bebió de la taza, disfrutando del calor que emanaba de ésta, y deseó que abandonara esa línea de conversación, o tendría que pararle en seco. Era obvio que no le interesaba ella como mujer, pero cualquier clase de interés sobraba. No tenía ganas de ponerse a hacer confidencias sobre su vida privada.

      –Eso lo aclara todo.

      Sophie no respondió.

      –No pretendes vivir aquí todo el tiempo, ¿verdad? –preguntó a su vez, sin pedir perdón por su reserva.

      –Puede que lo haga –fue la respuesta de Gregory–. ¿Por qué? ¿No te parece buena idea?

      Sophie se encogió de hombros.

      –Puedes hacer lo que quieras, pero francamente, no creo que este pueblo sea adecuado para una persona como tú –frase que sonó, a sus propios oídos, mucho más impertinente de lo que pretendía. Por su expresión, podía verse que a él tampoco le había gustado el comentario.

      Pero, ¿por qué debía disimular lo que sabía? Los hombres como Gregory, como Alan, no estaban hechos para lugares tranquilos y aburridos. Alan la había acompañado tres veces a Ashdown y lo había odiado.

      –Esto es como vivir en el cementerio –había dicho. Tumbada en la cama junto a él, llena de la energía y la sorpresa de su nueva vida en Londres, de su nuevo trabajo, de su nueva relación con un hombre del que había desconfiado al principio para luego dejarse embaucar, Sophie había enterrado la sensación de malestar que aquel comentario poco benévolo le produjo.

      Salvo tres años en la universidad y seis meses en Londres, había vivido en Ashdown toda su vida y lo amaba. Si odiaba Ashdown, ¿qué pensaría de ella? Cuando pudo descubrirlo, ya se había convertido en la señora Breakwell.

      –¿Una persona como yo? –preguntó con frialdad Gregory.

      –Oh, perdona –Sophie se terminó el té y se puso en pie–. No quería ser grosera.

      –¿Pero? –él no se levantó y, cuando sus ojos se encontraron, Sophie pudo ver que toda huella de humor había desaparecido de su semblante. De pronto, vio al hombre que había ganado millones y levantado una empresa. Se preguntó a cuántas mujeres habría roto el corazón, cuántas se habrían enamorado de aquel aire duro y voluntarioso bajo la capa de encanto mundano. Aunque era inmune a esa mezcla, Sophie no era idiota. Sabía que el hombre la atraía, y la tensión brillaba como un faro en la noche.

      –Pero –dijo, dejando el bolso sobre la mesa, pero sin sentarse– pareces la clase de hombre que vive intensamente. Ashdown no ofrece oportunidades. La vida es lenta y previsible, señor Wall…, perdón, Gregory. No hay diversión, ni teatro, ni restaurantes de moda.

      –¿Y por qué vives aquí? Eres una mujer joven y soltera. ¿No te atraen las luces de la gran ciudad?

      Sophie lo miró con seriedad.

      –Eso es asunto mío. Gracias por enseñarme la casa y por el té. Me marcho.

      Antes de que pudiera responder, Sophie se dio la vuelta y salió de la casa.

      Mientras pedaleaba hacia su casa, intentó reunir sus pensamientos fantasiosos y encerrarlos en el fondo de su mente. Se puso a pensar en las comidas de Navidad, en la invitación de Kat para pasar con ella y sus padres alguna fiesta, en si debía o no aumentar sus horas en la biblioteca ahora que Jade tenía una jornada escolar completa.

      Pero Gregory Wallace volvía a su mente una y otra vez. «Admítelo», se decía, «ese hombre te ha gustado y te da rabia, pues no sentías algo así desde Alan». Y esto era diferente. El señor Wallace no sólo le gustaba, sino que además la sacaba de quicio. Su bien armada desconfianza hacia los hombres, nacida de la amarga experiencia, le servía para plantar cara a la fuerte personalidad de Gregory, pero sabía que ésta seguía ahí, dispuesta a saltar sobre ella y dominarla, si es que bajaba la guardia.

      Pasó la siguiente semana manteniendo ocupada su mente con diferentes asuntos. Había empezado a reunir regalos para Jade y para sus amigos. Iba guardando los juguetes de Jade en el desván, y cada vez que subía, le asombraba comprobar la cantidad de cosas que había comprado. Por fortuna, la Navidad se acercaba. De lo contrario, tendría que abrir una tienda para dar salida a tanto capricho.

      Sabía de sobra que mimaba demasiado a Jade, intentando compensar así que no tuviera padre, pero nunca logró dominarse a la hora de los regalos. La Navidad era un momento para el exceso.

      Un día, al salir de casa, se encontró con una carta en su buzón y al abrirla descubrió que se trataba de una invitación.

      Cualquiera hubiera pensado que ya la habrían dejado por imposible, se dijo mientra se guardaba la carta y pedaleaba hacia la biblioteca. Hacía tanto frío que no sentía las mejillas, y pensó que tendría que haber sacado el coche, que sin duda no arrancaría por la falta de uso.

      Cuando llegó a la biblioteca, ya había olvidado la invitación, y no volvió a recordarla hasta la noche, cuando Katherine

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