Ricos y despiadados. Cathy Williams

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Ricos y despiadados - Cathy Williams Bianca

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haciendo algo que jamás hubiera hecho en circunstancias normales, es decir, espiar a un vecino.

      –¿Qué hago aquí? –el hombre reflexionó con intensidad unos instantes y luego su rostro se iluminó como ante una revelación–. ¡Oh, ya me acuerdo, vivo aquí!

      Una ráfaga de viento hizo que el pelo de Sophie le tapara el rostro y lo retiró con rabia mientras replicaba:

      –Me dijeron que estaba en Londres.

      –No hay que fiarse mucho de los chismes, ¿verdad? –la miró con comprensión fingida mientras el rostro de Sophie se volvía granate–. Pues sí, tenía que estar en Londres hasta mañana, pero cambié una cita para volver hoy y comprobar cómo va la obra.

      Sophie pudo observar que llevaba un traje gris bajo el abrigo y que el atuendo urbano parecía aumentar su estatura y fuerza, haciéndolo aún más impresionante.

      –Siento haber entrado en su propiedad –dijo Sophie con rigidez y buscó con la mirada su bicicleta.

      –Pero resulta que pasaba por aquí… ¿no?

      –No.

      –Entonces quiere decir que ha venido especialmente a ver qué pasaba.

      –Eso es –ahora que no se movía le parecía que hacía mucho más frío de lo que había creído en un principio. Estaba helada.

      –No vi un coche en la entrada.

      –He venido en bicicleta –hizo un gesto en dirección a la abandonada bicicleta y reprimió el deseo de correr hasta ella y salir huyendo.

      –Hace frío aquí fuera –el hombre miró a su alrededor, disfrutando, pensó Sophie con rencor, del mal rato que estaba pasando su víctima. El viento obedeció a su indirecta y una ráfaga más violenta sacudió los árboles cercanos–. ¿Por qué no entramos en la casa? Puedo enseñarte qué estamos haciendo con todo detalle y colmar así tu curiosidad.

      –No siento tanta curiosidad, gracias.

      –Oh, por Dios, pero, ¿qué te pasa?

      –No me pasa nada, y hace demasiado frío para seguir aquí, discutiendo. Si me lo permite, me marcharé…

      –No seas ridícula –la cortó con impaciencia–. Todo el pueblo siente curiosidad por la reforma y es lo más normal. Si no lo reconoces, eres una maldita hipócrita.

      Sophie abrió la boca por la sorpresa.

      –¿Quién se cree que es usted para hablarme así? –su voz sonó aguda por la indignación.

      –El propietario de esta casa y un hombre que no soporta a las mujeres cabezotas que ocultan sus sentimientos.

      Sophie lo miró, atónita.

      –Puede que suela hablar con las mujeres que conoce de ese modo, señor Wallace, pero yo no…

      –Oh, por favor. Es la segunda vez que te veo en mi vida y empiezo a creer que nunca he conocido a nadie tan cabezota. Qué te cuesta dejar esa actitud de dignidad ofendida, dejar de pasar frío y entrar a ver la casa. No hay peligro. Está llena de trabajadores.

      Su mirada decía que, aunque la casa hubiera estado completamente vacía, ella no hubiera tenido nada que temer de él, y Sophie lo sabía.

      También sabía la imagen que estaba dando. Aún más, contaba con su imagen de provinciana y mojigata para defenderse. No llevaba ni una gota de maquillaje, tenía el pelo revuelto por el viento, la ropa ocultaba perfectamente sus curvas, y para completar la imagen erótica, llevaba leotardos de lana, botas e incluso una camiseta térmica. Los mitones eran el toque final a tan hermosa estampa.

      –Si no es molestia –dijo al fin Sophie, sonando pueril.

      –Si me molestara –replicó el hombre acercándose a ella–, no te lo habría dicho.

      Sophie se encogió de hombros y miró al jardín, preguntándose si también pensaría en arreglarlo. Quizás pensaba poner alguna fuente, o una estatua entre los árboles. A saber en qué pensaba aquel hombre.

      Pero claro que le interesaba ver el interior de la casa. Había estado en varias ocasiones y siempre le había entristecido su decadencia.

      ¿Acaso no daría Kat su ojo derecho por ese privilegio?, pensó con una repentina sonrisa. Y acompañada por el señor importante en persona.

      –Has sonreído –dijo Gregory a su lado, mostrando que la estaba observando–. Empezaba a preguntarme si sabías hacerlo.

      –¿Qué quiere decir, señor Wallace?

      –¿No te parece que es hora de dejar las formalidades? –caminaron alrededor de la casa, hasta llegar a una parte donde trabajaban varios hombres. Algunos eran de la zona y Sophie les saludó y se detuvo a charlar con uno que conocía bien.

      –James, ¿puede saberse por qué nunca trabajaste con este ahínco cuando me arreglaste la cocina? –sonrió ampliamente al hablar, sujetándose el pelo con una mano. James tenía su edad y habían ido juntos al colegio.

      –No parabas de ofrecerme tazas de té y me hacías perder la concentración –rió el hombre.

      –¿Cómo están Claire y los niños?

      –Ten cuatro hijos y no tendrás que hacer esa pregunta –de nuevo rieron,

      –Me habías mentido sobre tu incapacidad genética –dijo Gregory con seriedad cuando entraron en la casa.

      –¿De qué hablas?

      –Eres amable. Así que sólo te molesto yo –se detuvo en la puerta y miró a su alrededor, captando todos los detalles.

      Sophie ignoró su comentario, se olvidó de él y se puso a pasear, asombrada por los cambios. Las viejas alfombras raídas habían desaparecido. El suelo de baldosas blancas y negras ampliaba enormemente el vestíbulo. Las paredes estaban preparadas, aún sin cubrir de papel, y la escalera central rehecha.

      –Te enseñaré todo esto –dijo Gregory y la tomó del brazo. Con educación y firmeza, Sophie se apartó.

      –No pensaba molestarte –dijo el hombre con un gesto burlón.

      –No pretendía indicar que así fuera –replicó Sophie fríamente, mirándolo sin pestañear–. Pero prefiero caminar sola.

      El hombre masculló algo inaudible y comenzó a guiarla por la obra. La casa era una hermosa mansión victoriana, amplia y algo siniestra. La reforma se estaba haciendo con gusto impecable y cuidado de los detalles. Ya había varias habitaciones completas y el resto avanzaba velozmente.

      –¿No es mucha casa para una persona sola? –preguntó Sophie mientras entraban en un salón cuya alegría contrastaba agudamente con el oscuro y decrépito lugar que ella recordaba. Reconoció sin embargo algunos muebles pertenecientes a la antigua propietaria, sin duda demasiado voluminosos para caber en su nueva y más modesta residencia–. A menos –continuó Sophie, mirándolo todo y reconociendo a pesar suyo el acierto de los cambios– que seas muy ambicioso en cuestión de hijos.

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