Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco

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Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera - Leandro Vesco

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pintadas y cada una con su jardín florecido. El almacén Adela es un punto de encuentro para aquellos que vienen en busca de la comida típica de pueblo, con sabores puros y aromas olvidados en las ciudades. Acá también se produce miel orgánica y se la defiende como si fuera un tesoro. Amasan su pasta y cosechan sus tomates para hacer salsa.

      Estaful nació como nace un sueño: de forma natural. Las tres amigas entendieron que debían hacer algo, y esa fuerza las impulsó. “Nos anotamos en un curso de confitero y luego de alfajores regionales. Queríamos hacer el alfajor de Fulton. Nos pusimos a estudiar el tema y supimos que los primeros alfajores eran cuadrados, de tamaño grande, y luego se compartían”. La semilla creció y el primer brote fue cuando el municipio les cedió la vieja sala de encomiendas de la estación de trenes, un edificio señorial, grande y dominante, que nos recuerda la importancia que tuvo en su momento el pueblo, cuando el modelo de país era más justo y las venas ferroviarias palpitaban con vida. Trabajaron cinco meses en ponerla en valor, y una vez que lo lograron, comenzaron a hornear las tapas y a hacer los alfajores. Los hicieron cuadrados, respetando su origen.

      El emprendimiento le dio a Fulton mayor presencia en la región y, fundamentalmente, movimiento al pueblo. “Vendemos mucho en el invierno. Ayuda a lo que es la economía de la casa. Trabajar acá es muy lindo. Nos organizamos, venimos a la hora que queremos, nadie nos manda”. Cuando la escuela, que está cruzando las vías, entrega los alumnos, las madres buscan a sus hijos y al otro día siguen con sus tareas. Esto se llama independencia económica y laboral. En los pueblos como Fulton es posible tenerla y por eso cada vez son más las familias que quieren dejar su vida en la ciudad para formar parte de una comunidad rural, donde la vida camina con el ritmo de los aleteos de las mariposas.

      Estos alfajores, además de emancipadores, son deliciosos. Se hacen con amor, tienen un gusto diferente y en cada uno de ellos se nota la elaboración manual, la fina trascendencia de lo que está hecho con tiempo y ganas. Fabrican de varios gustos, pero sobresale el de chocolate relleno con dulce de leche y pasas embebidas en licor. No hace falta mucho para alcanzar la felicidad en el ámbito rural. Las tres amigas se reparten el trabajo, una hace los alfajores de limón, otra los que llevan nuez, y el viernes es el día de repartir los pedidos.

      En la soledad de la recuperada habitación de las encomiendas, el tren ya no pasa para dejar paquetes, pero hay un horno que emana calor y aroma a esencia, el chocolate aporta su sugerente perfume. De esta pieza ahora salen paquetes con alfajores que se han convertido en la esperanza de un pueblo y en el trabajo de un grupo de amigas que en el valle tandilense decidió cambiar la historia.

      Stella Maris y las mermeladas de Las Flores

      Cuando la ciudad ya no les daba felicidad, Stella Maris y Guillermo decidieron hacer lo que muchísimos sueñan, pero hacerlo de verdad: comprar un pedazo de tierra e irse a vivir al campo. Tardaron siete años en construirse su casa algunos kilómetros antes de llegar a Pardo, en el partido de Las Flores, bajo el reparo de los árboles y el canto de los jilgueros. Un buen día tuvieron que tomar la decisión: decirle adiós al cemento y darle la bienvenida al rocío. Este matrimonio que ya cumplió treinta y cinco años de casados hizo un cambio de vida. Hoy, viven de la venta de productos envasados; ella hace mermeladas y conservas con los frutos del campo, y han dado algunos otros pasos para conseguir su soberanía rural: restauraron una casa en el vecino pueblo de Pardo, que ofrecen a turistas que buscan el silencio, y abren sus tranqueras para ofrecer un típico día campestre, donde la actividad más importante es sentir el sol y el aire balsámico.

      Los comienzos no fueron fáciles. Abandonar la ciudad con su comodidad, con las soluciones en cada esquina, lleva tiempo y alma. Es un proceso anímico, el alma debe mudarse primero, pero también es la que más tarda en anclar en el puerto de destino, aunque uno esté allí un tiempo. La mudanza física se hizo y lo que parecía imposible y lejano se transformó en real y cercano: la vida rural los abrazó. Esta etapa de transición pasó rápido, el rocío, el canto de las aves y las actividades propias de las nuevas mañanas ayudaron. Stella Maris es una mujer que habla pausado, pero con determinación: “Yo quería hacer algo, y se me ocurrió hacer mermeladas, no tenía ningún conocimiento, pero aprendí”, dice. El campo donde viven ella y Guillermo en Las Flores tiene 150 hectáreas y es un verdadero paraíso, han plantado allí 4.000 árboles, muchos de ellos frutales. Caminar por el parque es hacerlo en una frutería a cielo abierto: durazneros, cítricos, nogales, ciruelos y toda clase de árboles frutales. Detrás hay dos cerdos y un gato: “Son amigos, están siempre juntos”. Los animales de granja espían los movimientos. Dicen que las rutinas y la forma de ser de los hombres se reflejan en los animales que tienen a cargo; pues aquí la teoría se confirma: nadie está apurado, todos entienden que el espacio que les ha tocado compartir es grande y que la comunitaria es la única forma de vida que se acepta.

      Con la primera etapa lista, la siguiente fue hallar una casilla para poner en la entrada del campo, a un costado de la Ruta Nacional 3, para poder vender la producción. Son todo un mundo aparte los puestos en la ruta. “Hay fidelidad en los clientes, algunos te dicen que pasan en quince días y hasta te dan el número de teléfono y cuando están a unos kilómetros llaman y yo los espero con mis productos”, explica Stella. Los primeros años se hicieron conocidos así. La ecuación es simple: la naturaleza les da frutos y tranquilidad, y ellos retribuyen, cuidan sus árboles como si fueran familiares, hasta las liebres –animal huidizo– se acercan a la pulcra casa de Stella Maris y Guillermo: “Saben que nosotros cuidamos y protegemos la tierra. Ellas se dan cuenta”, asegura el segundo, quien tuvo en la ciudad un accidente cardiovascular y al que el campo le mejoró la salud.

      “Tiene que ver mucho la calidad de vida que uno lleva acá. No se puede comparar con nada, manejar tus tiempos, estar en convivencia con la naturaleza te hace bien”, razona Guillermo, y Stella Maris completa con una mirada femenina acerca de la vida en el campo: “Vivís más descontracturada. No te importa si tenés una cana más o una menos. Acá estás tranquila, cómoda, con ropa que te permite estar ágil. Si una remera tiene una mancha o se te enganchó en una rama es lo normal, lo que importa es que esté limpia. Todos los días te llama la atención una cosa nueva. El amanecer cambia, y siempre hay un ruido diferente, los pájaros que llegan, otros que se van. Desde 2009 un cardenal copete amarillo viene al mismo árbol y nos canta al lado de la ventana”, manifiesta. Los misteriosos códigos naturales se manifiestan de graciosas formas.

      La producción de conservas y mermeladas, más la actividad en la casa que alquilan en Pardo y las visitas al campo, le permiten al matrimonio vivir en calma y soñar nuevos proyectos. La energía solar les da electricidad y la posibilidad de tener independencia energética. “Acá bajás la velocidad, incluso vas más lento en la ruta, y esto te cambia a vos internamente. Vivís a la velocidad que la naturaleza te pide, que es lenta. No tiene sentido correr, el día es largo. Pelamos ciruelas, hacemos dulce entre los dos. A la noche nos sentamos a mirar las estrellas”, resume Guillermo un día en el campo.

      En un mundo en donde tanta gente no sabe qué hacer en departamentos pequeños y amurallados, Stella Maris y Guillermo hicieron un trato con las semillas y la tierra, con las aves y las ovejas, las liebres y los cascarudos: todos se respetan y todos se ayudan para vivir. Mal no les va.

      Doña Irma y su hotel de pueblo

      En los hoteles de pueblo siempre hay aroma a café con leche, pero hay uno que solo es posible sentir dentro de estas paredes acostumbradas a recibir viajantes que hojean cuentas que nunca cierran en libretas de espiral o novios que visitan a sus prometidas con las horas contadas, antes de regresar al cruce a esperar el colectivo. Doña Irma hace cincuenta y nueve años que atiende este hotel que lleva su nombre, y que está en Las Marianas, Navarro. Recibe peregrinos de todas partes para probar los ravioles caseros que hace los domingos, porque lo que más le importa es eso: dar de comer a sus pasajeros y, de paso, a todo aquel que se arrime. León Gieco fue uno de sus ilustres comensales. Una vieja radio emite unas canciones acorazadas en la melancolía. El tiempo, tal

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