Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco
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Federico y Carolina nacieron en Entre Ríos, hace veinticinco años que están juntos y llevan en su vida diecisiete mudanzas: han trabajado siempre de caseros en estancias. Estuvieron algunos años en la misteriosa Montelén, donde la presencia de un alma en pena desvela a los curiosos. “He sentido el llanto de una niña”, recuerda Federico, quien conoce como nadie el trabajo en el campo. Hace cinco años, buscando un lugar donde vivir, llegaron a San Emilio. Era una casa linda, antigua, con un tesoro detrás de los yuyos: la cuadra centenaria de la panadería del pueblo. “Estaba toda abandonada, no tenía agua ni luz. Yo no quería saber nada”, afirma. Pero Carolina tenía una visión: instalar a todos sus hijos aquí y comenzar una nueva vida. Por un tiempo, Federico continuó trabajando en el campo, mientras su esposa y sus hijos limpiaban y ponían a punto el sueño de recuperar la panadería. El trabajo familiar lo concretó. Invirtieron muchas horas, el poco dinero que tenían y las ganas que identifican a San Emilio. “Mi compadre me enseñó a hacer pan, lo hizo una vez y lo filmamos. Usamos ese video para seguir cocinando pan y ahora tengo la receta en mis ojos”, sostiene Federico. “No podemos creer lo bien que le sale el pan, teniendo en cuenta que nunca antes había hecho”, sonríe Carolina. Juntos atienden y crían a sus hijos. “San Emilio nos dio la oportunidad. Es impagable poder tener a toda la familia junta. Nos costó mucho, pero tenemos el trabajo en casa”, sintetiza.
La panadería es el alma del pueblo. Les costó tres meses poner en condiciones el horno y ese tiempo duró el proceso de calentamiento. La leña descansa al lado de la puerta de hierro, de donde sale un calor envolvente. A las seis de la tarde Federico comienza a prenderlo y termina de llegar al punto justo de calor a las diez y media de la noche. Todos los días, mucho antes de que salga el sol, comienza el horneado. Hace 50 kilos de pan a diario, y dos veces a la semana, facturas. El aroma del pan horneándose a leña inunda todo el pueblo y llega lejos. Cada vez son más los clientes que recorren grandes distancias para probarlo. “Ya no quedan muchos hornos a leña. Me han ofrecido repartir en otros pueblos, pero la panadería es de San Emilio”, afirma Federico.
Una de sus hijas abrió una pizzería en la entrada al pueblo. Es una luz hermosa que se ve en la noche; en sus mesas, recibe gente. Qué bueno saber que está ahí, construyendo su sueño. En el club se hacen pastas, y los viernes el asado atrae. Otro aroma más que se refleja en el humo que se ve por las calles. Manda a domicilio las porciones de asado que uno quiera.
Martín Bonamino tiene treinta años y hace algo que muy pocas personas en el país realizan: forja cuchillos con acero de Damasco. Usa una técnica nacida en Medio Oriente y que aprendió de la mejor manera: mirando. Es autodidacta, nacido aquí, y tiene un taller en su casa. Diseña sus cuchillos, los forja, templa y finalmente los termina con un acabado maravilloso. Con material que encontró a su alcance y con un talento inmenso, hizo con sus manos un horno que llega a superar los 1.300 grados. Allí es donde las distintas capas que componen una pieza de acero de Damasco se funden produciendo una textura única sobre el metal. A simple vista, la hoja se asemeja a una pluma; cuando fijo la mirada y alcanzo a percibir el acero, entiendo que este arte es un tesoro. Martín fue hasta los Estados Unidos para reunirse con cuchilleros de todo el mundo que trabajan esta técnica. “Estaba caminando por Nueva York, pero al segundo día ya extrañaba la tranquilidad de San Emilio; ese mundo no es para mí”, resume. Con sus perros, en su taller, desde este pueblo de corazón abierto, hace cuchillos que durarán siglos.
Así es como San Emilio se fabrica su futuro, a paso lento, con aromas, hornos, leña y muchas manos que eligen quedarse en la tranquilidad, con su camino de tierra, lejos de la ruta.
Aparicio, donde una escuela es el motor del pueblo
Para llegar a Aparicio hay que pasar el arroyo Pescado Castigado, seguir unos kilómetros por la Ruta Nacional 3, en el sur de la provincia de Buenos Aires, pasar grandes plantaciones de olivos… Dentro del partido de Coronel Dorrego, un cartel lo anuncia y es motivo suficiente para entrar; en estas soledades los pueblos no abundan y los que están tienen una personalidad callada que invita a conocerlos. Casillas de madera de antiguos trabajadores ferroviarios se hallan en la entrada. El tren aquí se vio en 1891, cuando aún estos territorios estaban inexplorados. Con la muerte del sistema ferroviario, el éxodo provocó lenta y trágicamente la partida de gran parte de los habitantes. Llegó a tener cerca de 500, hoy son 80. Una calle principal nos muestra algunas casas ordenadas y lindas, todas tienen jardín delantero; las retamas, verbenas y margaritas iluminan la visión. Una fila de árboles, algunas acacias, aseguran la sombra en las veredas solitarias. Las tardes de verano son frescas y las reposeras, el termo y unas facturas son un estandarte. Un perro y un policía nos detienen, ambos tienen cara de pocos amigos. Les decimos que queremos conocer el pueblo. Enseguida uno y otro cambian de postura. “Vayan a la escuela, los están esperando”. Aparicio huele a confín.
La escuela secundaria es el CEPT N° 35 (Centro de Educación para la Producción Total), un sistema de educación rural de alternancia: los alumnos pasan un tiempo en sus casas y otro en la escuela, y siempre son seguidos de cerca por sus profesores. Para entrar tienen que rendir un coloquio, y cada alumno debe presentar un proyecto de impacto local. Emanuel es uno de los profesores, hace poco pudo comprar una casa en Aparicio y traer a su familia; está contento de haber logrado esto. Nos muestra la escuela. “La casa nos la donó una familia”. Aparicio tuvo mucho que ver con la creación del CEPT. El pueblo se unió y juntos gestaron la idea; hubo una investigación del medio, un plan de búsqueda. El pueblo, que moría, necesitaba un engranaje; el CEPT vino a ocupar ese espacio. “Acá no entran alumnos, entran también las familias”, nos explica Hugo, el secretario.
Mientras caminamos hacia la huerta, pisamos un colchón de ciruelas, hay frutales en el fondo de la escuela. Acelga, cebolla, puerro, menta, romero, albahaca... El aire está invadido de aromas profundos y sugerentes, la huerta es un enorme bouquet que tiene la consistencia de un sueño, además de ejercer un efecto sedante y educativo. Todos los años se hace en la vecina Coronel Dorrego la Fiesta de la Llanura, allí venden la producción. También hay otro anhelo que han cumplido: luego de superar la burocracia, les han permitido tener un puesto en la ruta para vender sus pickles y los vinagres aromatizados. Todo lo hacen juntos. Emanuel nos cuenta que quieren agrandar la matrícula, hoy solo pueden contener a 30 niños; buscan trasladarse al antiguo almacén de ramos generales, hoy vacío y con más espacio. La Cooperativa Agraria de Tres Arroyos tiene en mente cederles un nuevo lugar. La escuela lo merece: ha hecho posible que el pueblo no desaparezca.
Fileno y Marta son los panaderos, ocupan una cuadra de ciento