Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco

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Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera - Leandro Vesco

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la gente se acerque a Santo Domingo. Siempre se han hecho buenos bailes o la jineteada, asegura, pero el problema es grande y hay que asumirlo: “No sabemos qué nombre ponerle a esa fiesta que no existe aún”. Un muchacho que barre el andén, aconseja: “La Fiesta del Chorizo Seco”. Luis, enfático, critica: “Necesitamos ser más imaginativos“.

      Al salir del pueblo, la calma y las voces bajas me despiden. Los niños ya comienzan a correr por las calles desoladas. El pato que estaba en el espejo de agua sigue allí: la belleza no se mueve en Santo Domingo.

      Tres Picos, un pueblo que vive del sol

      “Nosotros acá no contamos las horas, vivimos nomás”. Es la reflexión más verdadera para definir la realidad en la que está inmerso este pueblo melancólico, recostado en la serranía bonaerense. La pureza de la soledad y el aire abrazan al visitante. Se accede por la Ruta Nacional 33, en el partido de Tornquist. Viven menos de 100 habitantes que no necesitan mucho, la belleza de su entorno alimenta un carácter soberano a los trespiquenses. El pueblo vive alrededor de una estación de tren solitaria que ve pasar el tren, aunque ya no para. “Estoy casado, pero separado. Me han cambiado por otro”, confiesa Rubén Maccari, sin ningún problema; su casa está rodeada de animales y vegetación nativa. “Prefiero vivir solo, total tengo las sierras bien cerca”, señala el horizonte.

      Rubén ha perdido la cuenta de cuántos años tiene (supongo unos ochenta para arriba), pero recuerda el día en que nació: un 12 de octubre. “Colón me trajo”, bromea. Tiene la vitalidad de un joven y un total control de su campo, además del don de comunicarse con los animales. Hasta las aves parecen oírlo y seguir alguna directiva que él dicta. En un lenguaje hermético y telúrico, les habla a las ovejas y ellas vienen como si fueran hijas llamadas por su padre para oír alguna lección. Dos perros escuderos lo ayudan, pero, con un gesto y una orden, corren hacia alguna parte del campo, donde siempre hay tareas por hacer. Rubén es una extensión de esta tierra; el viento y el frío han curtido su piel. La nieve es común en los inviernos.

      Es soguero en sus tiempos de ocio, que son pocos en el campo: a las ovejas, las gallinas, los perros y los chanchos hay que darles de comer todos los días, arrearlos, curarlos. A un costado de su casa, está su taller. Un pequeño galponcito donde se arriman miles de cueros y elementos rurales. Mientras me muestra un tiento, recuerda los días en los que había 600 habitantes en el pueblo, donde hoy quedan tan pocos. Tren, hotel y tres almacenes de ramos generales. Todo eso había. Hoy, las ruinas de aquello y algunas casas. Pero de a poco la paz de esta aldea atrae a los que quieren cambiar de vida. Bahía Blanca está a una hora, al sur. La calidad de vida de Tres Picos es única. El pueblo verdaderamente parece haber salido de una postal alpina. Los inmensos terrenos ferroviarios producen un efecto sedativo. No se ven los límites del pueblo. Parece infinito, como inconmensurable es su encanto. No se perciben rasgos del mundo urbano. Aquí son tan pocos los seres humanos que caminan que podría bajar un ser de otro mundo o tiempo y, si se le preguntara qué especie es la dominante, dudaría entre los perros, los árboles, los humanos y las ovejas. Algo es constante: el viento del sur provincial que peina los pastizales. A pocos metros de aquí, baña y refresca la tierra el arroyo Napostá Grande; el agua, cristalina, que baja de las sierras, se traslada salpicando el pasto en un lenguaje mesurado y secreto.

      “Ahora tenemos más fauna que gente”, resume Rubén. En su valle, este caserío amplio y dilatado, que está dividido por las vías del tren, es una agraciada comunidad en donde es inevitable no sentirse intimidado por la omnipresencia de esos cerros bañados por la luz dorada del atardecer. Tres Picos es un pueblo con espacio. La naturaleza tiene una fuerza propia acá. El Tres Picos, que se ve cerca desde aquí, es el cerro más alto de la provincia, con 1.329 metros de altura. Es el Everest de Buenos Aires.

      Las casas del pueblo, en contraste, son bajas, lindas y llamativas. Cada una tiene un jardín florido y los fondos dan directamente a las sierras. Graciela Berth es una vecina que ama a su pueblo. Me espera sin apuro en la Delegación Municipal. Me dice su edad, pero parece mucho menor. “Es el viento serrano”, me explica. Algo de verdad debe de haber. Desde que llegamos a Tres Picos nos sentimos más livianos. “Todos los habitantes tienen agua caliente por energía solar. Es el primer pueblo ciento por ciento termosolar”. Graciela señala con orgullo los techos, en cada casa hay instalado un termotanque solar. “Acá tenemos mucho sol, todo el año. No tienen costo de mantenimiento, y dan muy buena agua caliente, gratis. Están todos contentos”, sostiene. La idea debería imitarse en todos los pueblos del mapa, provincial y nacional.

      En Tres Picos, como en todos los pueblos, está el Club Sportman. Una vez al año se realiza una jineteada. Hay una escuela con jardín, primaria y los dos primeros años de la secundaria, y un transporte escolar gratuito lleva a los jóvenes a Tornquist todos los días para continuar sus estudios. En Tres Picos hay un par de negocios que proveen de todo aquello que una persona necesita para vivir. “No tenemos por qué salir”, me dice Graciela. Caminamos por el pueblo. Es imposible dejar de ver las sierras, con su ondulante encanto, y también, más allá de las vías del tren, el fondo de la provincia, donde la llanura patagónica se avecina y asume su inmenso dominio. Entramos a la estación de tren, donde funciona una biblioteca. Moderna. Cómoda y muy luminosa. En sus estanterías están las últimas novedades de la industria editorial. Los socios pueden llevarse los libros a su casa. Hay servicio de internet. Tres Picos podría aislarse del mapa y continuar siendo el pueblo ideal.

      “Revisando papeles encontré los planos originales. Son de Salamone”, me comenta Graciela. Si algo le faltaba al pueblo era tener una obra de Salamone. Su pequeña Delegación es de él. Acaso se trate de su diseño más pequeño. Es una perla que hace brillar más al pueblo que vive del sol, donde el aire puro de las sierras hace rejuvenecer y en donde quedan cada vez menos terrenos a la venta; se corre la voz de que es uno de los lugares más bellos de la provincia. Esa voz dice la verdad.

Mujeres de temple bonaerense

      Las fabricantes de alfajores de Estaful que endulzan a un pueblo

      Las mujeres están cambiando la realidad de los pequeños pueblos. Son ellas las que motorizan la recuperación. Fulton es una pequeña localidad de Tandil, de poco más de 80 habitantes, y un ejemplo de cómo la revolución silenciosa que se está gestando en pequeños puntos del mapa se produce en soledad y amparada por un inclaudicable amor por el lugar en el mundo donde ha tocado vivir. Es un progreso lento que se comunica con el lenguaje del arraigo. En el cándido pueblo de Fulton pasan cosas buenas. Tres amigas y vecinas decidieron superar el miedo y hacer realidad su sueño: recuperar la sala de encomiendas de la estación de trenes para montar allí su fábrica de alfajores. Lo lograron: hoy Estaful es un emprendimiento exitoso. Todo comienza dando el primer paso; superado ese movimiento, las decisiones se presentan más claras dentro del ritmo de vida en una pequeña localidad. Son pocas las trabas cuando el sol en su nacimiento y su caída diaria acompaña una idea.

      El proceso de recuperación de un pueblo tiene un momento exacto en el que sucede algo (es el resplandor del nacimiento de una idea) que provoca una reacción positiva en la comunidad. Yanina Loustaunau, Peri Santamaría y Marta Ojeda supieron que era el momento. Las tres viven en Fulton, sus maridos pasan la mayor parte del día en el campo y sus niños van a la escuela del pueblo; allí estaba la estación de trenes sin uso y tenían tiempo. Un vecino habló con el intendente y este contacto les posibilitó la cesión de la antigua sala de encomiendas. No hubo vuelta atrás. Modificaron su agenda, privilegiando su desarrollo personal. “Dejamos a nuestros maridos en casa y nos vinimos a trabajar”, resume Yanina, acaso mejor que nadie, el proceso de cambio que la mujer rural ha tenido en los pueblos. De ser testigos o acompañantes en el trabajo y dedicar su tiempo casi exclusivamente a las labores hogareñas, a convertirse en emprendedoras y protagonistas. Estaful resulta un arquetipo de este cambio silencioso, pero acometido por sólidas estructuras de voluntad.

      Fulton es un pueblo hermoso. No hay otra forma de definirlo. Pegado a la ruta provincial 74, está a 40 kilómetros

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