Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera - Leandro Vesco страница 11
La actividad en un hotel de pueblo es silenciosa, pero continua. Siempre hay alguien que necesita pasar una noche. “Tengo gente fija, por lo general viajantes que se quedan. O gente que no puede salir por la lluvia”, explica Irma mientras otea el humo que sale de una olla. La cocina está en el medio del edificio, entre el comedor y el salón del fondo, que es un espacio donde se distribuyen las cinco piezas que tiene el hotel; en un rincón hay un mueble de cocina con una colección de Selecciones que termina en la década de los setenta. A un costado, con pulcritud, sobre una mesa, están ordenados tazas y vasos, que brillan. Una fuente, servilletas y el atrayente murmullo de un cuchillo picando –acaso perejil, morrón– en una tabla, que se oye como un mantra criollo. Un almanaque de mayo de 1984 todavía está vigente en la pared.
El hotel posee el ritmo del pueblo. Las Marianas tiene 500 habitantes, y el movimiento se acelera al mediodía y a la tardecita, cuando la gente sale a comprar provisiones; luego, las palomas bajan a las veredas a pellizcar algo que nunca se ve y el estridente ruido de los ciclomotores se oye cruzando por la plaza. “Somos muy unidos, nos conocemos todos”, afirma Irma, quien recuerda que al hotel lo compró su suegro, lo atendieron junto con su marido, pero, con la ausencia de él, solo están ella y su hijo. Toda su vida estuvo consagrada a la cocina. Los pasajeros reciben pensión completa, desayuno: café con leche, pan con manteca y dulce de leche. Mucho pan. Almuerzo y cena, lo que Irma decida. Ella es el menú. Su cocina está bien consagrada en recetas familiares.
Los viajantes, principales clientes del hotel, son una raza de hombres de la que se nutren los pueblos. Estos vendedores son el puente entre la comunidad y el mundo exterior, ellos traen los rumores que luego serán temas obligados en el almacén La Media Luna, a pocas cuadras de aquí, y en la panadería. El viajante es un comunicador social que transmite una certeza aunque no sea verdad. Muchas veces y durante décadas hacen las mismas rutas, entregando los mismos productos que cambian de etiqueta con los años. Irma tiene varios que se quedan para probar los ravioles, que tienen fama regional. A pesar de que nadie conoce mucho de sus vidas, ellos conocen todas las de sus clientes. Su oficio los obliga a tener una libreta, una birome azul de trazo grueso y un sobre de cuero con alguna calcomanía publicitaria.
Cuando el sol baja, las luces del hotel se encienden; suaves, con poca intensidad, muestran lo necesario; a veces la soledad es ciega. En estos hospedajes el pasajero disfruta del techo y la cama, comodidades que en un pueblo saben a mucho. “Si el camino está bueno y no ha llovido, por ahí viene gente, comen algo y se van a caminar por el pueblo. Pero a veces no anda nadie”. Irma tiene que dejarnos: el estofado es un lenguaje riguroso que solo ella entiende; la llama. La olla tiene una prioridad aquí, la conversación puede esperar. Oímos que vendrán dos viajantes, afuera la noche es cerrada y estrellada.
Acaso ese almanaque que mostraba el mes de mayo de 1984 tenga razón. En estos viejos hoteles el tiempo es un pasajero perezoso, que gusta de servirse de la tranquilidad que florece en las esquinas del pueblo.
Karina Graff, la directora de la escuela que mantiene vivo a un pueblo
¿Cómo poner en imágenes el silencio, la soledad y la belleza, y a la vez magnificar la alegría y el bienestar? La respuesta está en darse una vuelta por D’Orbigny, un pequeño, típico y colorido pueblo de la pampa gringa bonaerense, situado en el partido de Coronel Suárez, allí donde el sol baña con una luz dorada las cortaderas y los pastizales. En esta pequeñísima comunidad viven apenas 10 habitantes que negocian con este horizonte extraviado. Queda poco y nada de lo que alguna vez fue un pueblo con algo más de 100 habitantes, dos almacenes, el tren y todo el horizonte por delante. Los 8 kilómetros que lo separan de la ruta provincial 85 son de tierra, el último tramo complicado cuando llueve. “Son caminos difíciles, con barro, tierra, espinas, pero siempre hay un gaucho amigo que te ofrece un mate amargo en el trayecto”, comenta Karina Graff, directora del jardín de infantes de la escuela del pueblo, adonde asiste un puñado de niños. La verdad es esta: son los niños quienes sostienen una comunidad, haciendo la matrícula de una escuela que constituye el pilar de un pueblo olvidado como D’Orbigny. “Quiero tener esperanzas, que mi pueblo vuelva a vivir”, sostiene la mujer nacida en este solar.
Hasta hace algunos años había un pequeño boliche, pero, como todo, desapareció. El nombre del pueblo es un homenaje al naturalista francés Alcides Dessalines de D’Orbigny, quien anduvo por nuestro país haciendo trabajos antropológicos y de geología. Incluso en su mejor época, no tuvo más de un centenar de habitantes, pero los viejos recuerdan y atestiguan el pasado del pueblo: carnicerías, ferretería, ramos generales y hasta un hotel con restaurante, todo eso tenía. Hoy solo queda el recuerdo. Viven pocos, y dos instituciones sostienen el esqueleto de la localidad, el Club Social y Deportivo D’Orbigny y la escuela Dr. Ángel Gallardo. Esta última genera el poco y vital movimiento que queda.
La escuela parece estar dentro de un cuadro; en el fondo, el horizonte se recorta onduloso con el cordón serrano de la Ventania; más acá, el edificio con tejas anaranjadas, rodeado de cortaderas y juegos infantiles. No es difícil creer que aquí los niños no solo aprenden, sino que tienen una infancia plena y completa. Sus risas se pierden en el viento. Subir a los árboles, jugar a la pelota, a la payana, o abrir el silencio con charlas sobre chanchos que quieren entrar a comer a la escuela. Ocurre una vida sencilla en D’Orbigny.
Karina y Mariana Rovai son las maestras que atienden el jardín y la primaria, respectivamente. “Acá trabajamos de un modo especial, en forma individual con los chicos”, aclara la primera, que se encarga de describir la vida en el pueblo y los proyectos en la escuela. “Tenemos 10. Estamos bien este año”. Los hubo con dos o tres alumnos. La realidad del campo es cambiante, el trabajo escasea y los servicios son pocos; las familias deben irse, pero de a poco las cosas parecen cambiar. “No ha quedado nada de lo que fue el pueblo, pero tenemos para ofrecer paz y tranquilidad”, bienes que escasean en el mundo. El oro y el petróleo no son tan valiosos como aquellas dos. Los sentimientos son esenciales y puros en pueblos así. Lo que es evidente, lo que abunda, es el tesoro de todos. El viento acompaña, al igual que las mariposas, que tratan de sostenerse entre las ramas de los altos eucaliptos.
El pueblo a la tarde tiene mucha actividad, porque la escuela da clases en este horario. En las comunidades pequeñas la escuela es el eje de todo el movimiento. La familia rural va y viene, se acercan los padres o hermanos de los alumnos, siempre hay algo que hacer en un lugar en donde todo está por hacer. El campo ofrece actividades en forma permanente. A pesar de que la realidad de D’Orbigny hoy es desoladora, alrededor del edificio escolar la vida se agita y late. Pueblos enteros como este han desaparecido, como el vecino Quiñihual, que fue más grande que D’Orbigny y del que solo han quedado el almacén de ramos generales de Pedro Meier, las ruinas de una escuela y la estación. Parajes como El Triunfo y El Relincho aún están habitados, quién sabe hasta cuándo, pero las casas allí todavía despiden humo de sus salamandras. Queda muy poca gente en el campo; el asfalto de la ruta 85 prometió progreso, pero nadie avisó que iría a matar a estas pequeñas poblaciones. El viejo camino de Coronel Suárez a Coronel Pringles pasa por D’Orbigny, como pasaba por otros pueblitos que han quedado alejados del asfalto y de la vida. “Antes, con el tren llegaban hasta los diarios de Buenos Aires”, se oye decir a un viejo poblador.
Las