Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera. Leandro Vesco
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Juan Emilio y María Margarita son la pareja más vieja del pueblo. Su casa está en el borde del trigal, frente a la plaza. Rosas de todos los colores y tamaños florecen en la entrada; cada lugar es ocupado por una maceta y dentro de cada una de ellas hay una flor. La vida en esta casa no se oculta. Juan tiene ochenta años, nació en el pueblo, y junto con su compañera ya pasaron una eternidad bajo el mismo techo. Fue domador toda su vida. “Tenés que tener paciencia, el caballo se da cuenta de todo, pero con paciencia le ganás”, aclara. Tienen siete hijos. Está cansado don Juan, pero nos muestra con orgullo la sede de la Peña Nativista Amigos de Aparicio, que funciona en la estación de trenes. Todo es melancolía y sentimiento en este hombre que ha vivido con la solemnidad del trabajador rural. Son solitarios los domadores. Nos cuenta que, antes, el pueblo era tan grande que hasta había dos diarios. “Vinieron los políticos para hacer ese barrio nuevo –nos señala una serie de casas iguales–. Demolieron el correo, yo les pedí que me lo dejaran, había recibido tantas cartas lindas…”. Por esta razón, asegura, guarda “nuestra tradición”: en las paredes cuelgan cuadros con escenas gauchescas, recortes de viejos diarios, cucardas, recados, poesías, fotografías de paisanos sonriendo alrededor de un costillar. “No se pueden perder, todos esos días que pasaron no se pueden perder”.
Huele a confín, Aparicio. Cuando los almanaques se queden sin días, acá estarán guardados los mejores.
Santo Domingo, un pueblo donde fabrican agua
La entrada de Santo Domingo es una postal: un espejo de agua refleja una guarda amarilla de flores, cortaderas, pastizal y la ondulante presencia de un pato que picotea la aguada. A un costado, las vías del tren, y más allá, el caserío abrazado por una ronda de árboles. Es mediodía, y el sol nos recibe alto y fuerte. Atrás quedó la Autovía 2 y, con ella, el mundo.
No se ve a nadie en las calles. Un avión sobrevuela el espacio aéreo del pueblo. Me pregunto qué pensarán los pasajeros al ver desde lo alto el íntimo diseño de las calles del pueblo. Detengo la marcha en un almacén. “No hay muchas historias para contar”, anticipa un vecino, que lleva una soda y algo de fiambre. “Anotame esto”, se despide. Un afiche adelanta una jineteada en General Pirán; otro, la presencia del Gato Peters en General Guido. Dos pecheras de chorizo seco descansan colgadas de la pared.
Camino por el pueblo, los pasos por la calle de tierra producen un sonido analgésico. Una pareja de chanchos jabalíes cruza por la plaza, un empleado municipal que corta el césped los mira como si fueran dos vecinos que van diligentemente a algún lugar. El corazón del pueblo se desnuda en esta imagen. Sí, había algo para contar: los chanchos tienen sus ocupaciones.
“Dentro de todo, tenemos un pueblito”, aclara con satisfacción Nidia, quien trabaja en la Delegación de Santo Domingo, partido de Maipú, y es descendiente de búlgaros. Al lado, la mira Clara, quien ofrece un refresco; la oficina es luminosa. Hay 130 habitantes. Hace el recuento. “Dos almacenes y una carnicería. Dos bares de copas, sala sanitaria, escuela –a la noche, de adultos–, el club y… ¿qué más?”. Nidia completa la descripción de la comarca: “No tenemos agua potable”, así, como si fuera algo común y asumido. “Un empleado hace el agua”, dicen y señalan al encargado de mantener los tanques comunitarios que están a la vuelta de la Delegación.
Todos los días y a cada momento, los habitantes de Santo Domingo tienen que ir a llenar bidones para consumo personal. “En la plaza también hay una canilla que es de todos y sale potable”. La debilidad, aquí, se convirtió en fortaleza.
Clara cuenta que para bañarse hay que hacer todo un ritual, pero ya están acostumbrados: tienen un calefón portátil. “Hay que bañarse rápido, nomás”. Así como 2001, 2014 se recordará como el año del agua. Ese invierno marcó la vida de los pueblos bonaerenses, con lluvias apocalípticas que serán difíciles de superar. La única fiesta que se hacía en el pueblo no se pudo hacer. La jineteada reunía a las familias de acá, de Guido y de Maipú, las dos ciudades más cercanas. Los años de mucha lluvia se recuerdan como los velorios.
La ausencia de la fiesta se siente todo el año. “Antes todos tomábamos el agua que ahora le dicen ‘mala’ y tan mal no salimos. Yo junto agua de lluvia, es la que tomo”, cuenta Marta, la dueña del bar que está frente al lugar donde los vecinos van a buscar el agua potable. “Ahora dicen tantas cosas que no hay que hacer ni comer. Carne, azúcar y vino, nada de eso te puede hacer mal”, resume. Dos parroquianos baten un sifón de soda. “Queda un chorrito, servime otro trago”, le pide. No sea cosa que quede soda sin tomar. El mediodía llama a apurar las cosas, pronto la siesta abrirá la puerta a la inquisición del silencio.
Los chanchos siguen en la plaza: esta vez cruzan a la Delegación y se pierden en la esquina. Los pocos que se le animan al sol son los niños, algunos ya han salido de la escuela. Saben que minutos después del almuerzo vendrá su época, mientras los padres descansan. Ni el Viejo de la Bolsa ni la Solapa los detendrán para ser los dueños de las calles y los baldíos del pueblo. “Los jóvenes tienen poco que hacer, se juntan en la plaza, y los más grandes van al bar a jugar al pool o a las cartas. Por suerte tenemos un remisero”, cuenta Nidia. De capital importancia, es la única conexión comunitaria con el mundo, es decir, con la ruta y con otros pueblos. Se juntan entre varios para ir a bailar o hacer alguna salida. “Hacen una vaca y, entre todos, le pagan”.
Santo Domingo una vez fue noticia nacional. Hasta hace muy pocos meses el pueblo era una suerte de agujero negro no tenido en cuenta por ninguna compañía de telefonía celular; la poca señal que había aparecía como esos duendes curiosos que saltan y se ocultan. “Había una escalera en el medio de la plaza y hacíamos cola para subir, a veces teníamos señal”, recuerda Nidia. Llegaron los canales de televisión y con la trascendencia en los medios, las soluciones. “Ahora tenemos hasta internet”.
El teléfono ahora acompaña a los vecinos. “Yo tengo uno viejo, prefiero ir a las casas y tocar el timbre, si están, están. Ese es mi mensaje”, comenta Teófilo Ferreira, dueño de uno de los almacenes del pueblo. Los chanchos jabalíes ahora caminan por una de las calles laterales de la plaza, donde está uno de los almacenes. “El problema de Santo Domingo es el polvo, pero fuera de eso estamos bien, hasta tenemos una zona de bares”, señala con su mirada a la otra parte del pueblo. Néstor, un cliente que entra, reflexiona: “La vida acá es hermosa” y nos aconseja ir al bar del Pulga y al de Marta.
Santo Domingo llegó a tener hotel cuando el tren pasaba. El calor se siente en la desolación; el pueblo se encuentra a varios kilómetros de la ruta y la estación está bien mantenida, pero hay una sensación de melancólica soledad que trasciende y recorre las calles, dejándose ver de a ratos en las ruinas de algunas casas abandonadas.
El bar de Marta es oscuro, pero fresco; parece estar ahí desde el principio del tiempo. Marta, que lo atiende desde 1942, nos da una radiografía de la vida pueblerina. “Antes había más gente, y todos se quedaban en el pueblo, cuando pasaba el tren era una fiesta. El problema fue el auto, cuando comenzaron a aparecer los autos, todos se fueron y el pueblo perdió gente. Acá no hay trabajo, hay poco sueldo”.
Luis,