La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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"Postscriptum: Me había olvidado decirle que Blandly, quien ha prometido enviar un barco en nuestra busca si no recibe noticias para finales de agosto, ha encontrado un sujeto admirable para capitán: es algo reservado, sin duda, lo cual lamento, pero como marino no tiene precio. John Silver «el Largo» ha desenterrado también a un hombre muy competente para segundo, que se llama Arrow. Y tengo un contramaestre, mi querido Livesey, que toca la gaita. No dudo que todo va a ir tan bien a bordo de la Hispaniola como en un navío de Su Majestad.
"Se me olvidaba deciros que Silver no es un ganapanes; me he enterado que tiene cuenta en un banco y que jamás ha estado en descubierto. Deja a su esposa al cuidado de la taberna y, como es una negra, creo que un par de viejos solterones como nosotros podemos permitirnos pensar que es tanto esa esposa como la falta de salud lo que empuja a nuestro hombre a hacerse de nuevo a la mar.
P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche con su madre.
J. T."
Puede el lector imaginar fácilmente la conmoción que esa carta me produjo. No cabía en mí de lo contento, si alguna vez he mirado a alguien con desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que no hacía sino gruñir y lamentarse. Cualquiera de los otros guardabosques a sus órdenes se hubiera cambiado gustoso por él, pero no era ésa la voluntad del squire, y sus deseos eran órdenes para todos. Nadie, a no ser el viejo Redruth, se hubiera atrevido a rezongar.
Con el alba ya estábamos él y yo en camino hacia la «Almirante Benbow», y allí encontré a mi madre con la mejor disposición de espíritu. El capitán, que durante tanto tiempo había perturbado nuestra vida, estaba ya donde no podía hacer daño a nadie. El squire había mandado reparar todos los desperfectos — la sala de estar y la muestra en la puerta aparecían recién pintadas— y vi algunos muebles nuevos y, sobre todo, una buena butaca para mi madre, junto al mostrador. También le había procurado un mozo con el fin de que ayudase durante mi ausencia.
Fue al ver a aquel muchacho cuando me di cuenta de que algo había cambiado. Hasta ese instante tan sólo pensé en las aventuras que me aguardaban y no tuve ni un pensamiento para el mundo que abandonaba, pero entonces, a la vista de aquel desconocido, que iba a ocupar mi puesto, junto a mi madre, no pude reprimir el llanto. Creo que me porté mal con él, y como en una especie de venganza, aproveché todas las ocasiones que me dio —y fueron muchas al no estar habituado a aquellos menesteres— para abochornarlo.
Pasó aquella noche, y al día siguiente, después de comer, Redruth y yo nos pusimos en camino nuevamente. Dije adiós a mi madre y a la ensenada donde había vivido desde que nací, y a nuestra querida «Almirante Benbow», que recién pintada no era ya tan grata para mis ojos. Uno de mis últimos pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto vagar por aquella playa, con su sombrero al viento, su cicatriz en la mejilla y el viejo catalejo bajo el brazo. Un instante después el camino torcía, y perdí de vista mi casa.
Alcanzamos la diligencia en el «Royal George». Fui todo el viaje como una cuña entre Redruth y un anciano y obeso caballero, a pesar del vaivén y del aire frío de la noche, me adormecí en seguida y debí dormir como un leño, a través de montes y valles y parada tras parada, pues, cuando al fin me despertaron dándome un codazo en las costillas, y abrí los ojos, estábamos parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el día ya muy avanzado.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En Bristol —dijo Tom—. Baja.
El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del muelle, con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos dirigimos y tomamos, con gran alegría por mi parte, a todo lo largo de las dársenas donde amarraban multitud de navíos de todos los tamaños y arboladuras y nacionalidades. Cantaban en uno los marineros a coro mientras maniobraban; en otro colgaban en lo alto de las jarcias, que no parecían más gruesas que hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido desde siempre junto al mar, me pareció contemplarlo por primera vez. El olor del océano y la brea eran nuevos para mí. Vi los más asombrosos mascarones de proa y pensé por cuántos mares habrían navegado; miraba atónito a tantos marineros, viejos lobos de mar que lucían pendientes en sus orejas y rizadas patillas, y me fascinaba con su andar hamacado forjado en tantas cubiertas. Si hubiera visto, en su lugar, el paso de reyes o arzobispos, no hubiera sido mayor mi felicidad.
Y yo también iba a ser uno de ellos, yo también iba a hacerme a la mar, en una goleta, y escucharía las órdenes del contramaestre, a nuestro gaitero, y las viejas canciones marineras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar! ¡Y en busca de una isla ignorada y para descubrir tesoros enterrados!
Aún seguía perdido en mis fantásticos sueños cuando me encontré de pronto frente a un gran edificio, que era la residencia del squire, y lo vi aparecer vestido por completo como un oficial naval, con el glorioso uniforme de recio paño azul. Se nos acercó con una amplia sonrisa y remedando perfectamente el andar marinero.
—Ya estás aquí —exclamó—. El doctor llegó anoche de Londres. ¡Bravo! ¡La dotación está completa!
—Señor —le pregunté—, ¿cuándo izamos velas?
—¡Mañana! —repuso—, ¡mañana nos hacemos a la mar!
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