La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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Dicen que la cobardía es contagiosa, pero la discusión, por el contrario, enardece. Y así, después que cada uno expresó sus opiniones, mi madre les lanzó una arenga declarando que no estaba dispuesta a perder un dinero que pertenecía a su hijo.
—Si ninguno de ustedes se atreve —les dijo—, Jim y yo sí nos atrevemos y no los necesitamos para encontrar el camino de vuelta. Les agradezco mucho a todos, manada de gallinas, su amparo. Nosotros abriremos ese cofre, aunque nos cueste la vida, y le agradecería a usted, señora Crossley, que me preste una bolsa para traernos el dinero que nos pertenece.
Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre. Todos intentaron convencernos de nuestra temeridad, pero ni aún entonces hubo alguno que decidiera venir con nosotros. Lo único que hicieron fue darme una pistola cargada, por si nos atacaban, y prometernos tener caballos ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos al regreso. También enviarían a un muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro de gente armada.
El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna llena empezaba a levantarse e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de la niebla. Aligeramos el paso, pues muy pronto todo estaría bañado por una luz casi como el día y no podríamos ocultarnos a los ojos de cualquiera que estuviera vigilando. Nos deslizamos silenciosos y rápidamente a lo largo de los setos sin que escuchásemos ruido alguno que aumentara nuestros temores, hasta que con sumo júbilo cerramos tras de nosotros la puerta de la «Almirante Benbow».
Corrí inmediatamente el cerrojo, permanecimos unos instantes en la oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en aquella casa con el cuerpo del capitán. En seguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano entramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado, tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.
—Baja las persianas, Jim —susurró mi madre—, no sea que estén ahí fuera y nos vean. Tenemos que encontrar la llave de eso —dijo, cuando yo acabé de cerrar—, pero ¿quién se atreve a tocarlo? —y al decir esto no pudo reprimir un sollozo.
Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un redondel de papel ennegrecido por una de sus caras. No dudé de que aquello era la Marca Negra, y cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con letra muy clara y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta noche».
—Tenía hasta las diez, madre —dije yo.
Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las horas. Las campanadas nos sobrecogieron de terror, pero al menos contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.
—Vamos, Jim —dijo mi madre—. La llave.
Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes, un trozo de tabaco mordido por una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y yesca. Yo ya empezaba a desesperarme.
—Acaso la tenga colgada del cuello —sugirió mi madre.
Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de su cuello, en un cordel embreado, que cortó con su propia navaja, estaba la llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo al cuarto donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su llegada permanecía su cofre. Era un cofre igual que tantos otros de los que suelen usar los navegantes, tenía la inicial B marcada en la tapa con un hierro al rojo vivo y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el largo y tempestuoso servicio.
—Dame la llave —dijo mi madre.
Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la tapa.
Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madre aventuró que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más heterogéneos objetos: un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de tabaco, una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de plata, un antiguo reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas en latón y cinco o seis conchas de caracoles de las Antillas. Muchas veces después he recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las llevara con él a través de su errante, criminal y aventurera existencia.
Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero ni uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo de todo había un viejo capote marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi madre tiró de él, encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles, y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.
—Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada —dijo mi madre—. Tomaré lo que se me debe y ni una perra más. Sostén la bolsa de la señora Crossley —y empezó a contar las monedas hasta sumar la cantidad que el capitán nos había dejado a deber.
La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y qué se yo cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre únicamente sabía ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las más escasas.
Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto, en el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos de mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida por el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta de la hostería y oímos levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable tratara de abrir; luego hubo un largo y terrible silencio. Después el toc toc toc se escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada vez más lejano, hasta que se perdió en la noche.
—Madre —le dije—, cojamos todo y vámonos.
Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada por dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la cuadrilla; aun así me alegré de haber echado el cerrojo, pues tal era el espanto que me producía aquel pavoroso ciego.
Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un penique más de lo que se le debía, y se obstinaba también en no contentarse con menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete. No estaba dispuesta