La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson

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La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson Clásicos

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he cogido —dijo, poniéndose en pie de un salto.

      —Y yo tomaré esto para completar la cuenta —dije yo, echando mano al envoltorio de hule.

      Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque habíamos olvidado la vela junto al cofre vacío y, sin perder tiempo, abrimos la puerta y escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido fatal para nosotros, porque la niebla iba aclarando más que deprisa y la luna ya iluminaba las zonas más altas, sólo por la hondonada del barranco y en torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la huida. Pero antes de llegar a mitad de camino del caserío, casi al final de la cuesta, la niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y forzosamente teníamos que pasar por allí. Además, escuchamos rumor de gente cada vez más cerca y vimos una luz que oscilaba entre la bruma y que indicaba que uno de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de aceite.

      —Hijo mío —dijo mi madre—, toma el dinero y escapa tú. Creo que voy a desmayarme.

      Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su codicia, por su pasada temeridad y ahora por su desfallecimiento. Casi habíamos llegado al puente pequeño, y había un terraplén que bien podía servirnos, por lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos, al dejarla apoyada en el talud y con un suspiro, se desplomó sobre mi hombro. No sé cómo tuve fuerzas para conseguirlo, me temo que usé cierta brusquedad, pero logré arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo el puente. No pude hacer más, porque el arco era tan bajo, que no me permitió más que reptar y, aunque mi madre quedaba casi a la vista de aquellos desalmados, allí permanecimos tan cerca de la hostería, que pudimos ver todo cuanto en ella ocurrió.

      La muerte del ciego

      La curiosidad fue más fuerte que mis temores y abandoné mi escondite. Me arrastré hasta la cima del talud, y desde allí, ocultándome tras un matorral de retama, pude observar a todo lo largo de la carretera hasta la puerta de nuestra casa. No tuve que aguardar mucho, pues de inmediato empezaron a llegar mis enemigos, al menos siete u ocho, corrían hacia la casa y el ruido de sus pasos resonaba en la noche. Uno llevaba una linterna y marchaba delante, otros tres corrían juntos, cogidos por las manos y, a pesar de la niebla, vi que el que iba en medio del trío era el mendigo ciego. Un instante después escuché su voz.

      —¡Echen abajo la puerta! —gritaba.

      —¡Échenla abajo! —contestaron otras voces.

      Y vi cómo se lanzaban al asalto de la «Almirante Benbow», mientras el que sostenía la linterna avanzaba tras ellos. De pronto se detuvieron y hablaron en voz baja, como si les hubiera sorprendido encontrar abierta la puerta. Pero, acto seguido, el ciego volvió a darles órdenes. Su voz sonó estentórea y aguda, como si ardiera de impaciencia y rabia.

      —¡Entren! ¡Entren! ¡Entren! —gritaba, maldiciendo a sus compinches por su indecisión.

      Cuatro o cinco de ellos obedecieron en seguida y dos permanecieron en la carretera junto al fantasmal mendigo. Hubo un gran silencio. Después oí una exclamación de sorpresa y una voz gritó desde la casa:

      —¡Bill está muerto!

      El ciego rompió otra vez en juramentos.

      —¡Regístrenlo! ¡Gandules! ¡Y los demás que suban a por el cofre! — volvió a gritar.

      Hasta mí llegaba el estruendo de sus carreras por nuestra vieja escalera, la casa parecía temblar con sus pisadas. Después escuché nuevas voces de sorpresa, la ventana del cuarto del capitán se abrió de golpe, con gran estrépito de vidrios rotos, y un hombre asomó iluminado por la claridad de la luna y llamó al que estaba abajo en la carretera.

      —¡Pew! —gritó—, nos han tomado la delantera. Alguien ha limpiado ya el cofre; todo está patas arriba.

      —¿Y lo que buscamos? —preguntó Pew.

      —Hay dinero.

      El ciego maldijo el dinero.

      —¡El escrito de Flint es lo que importa! —gritó.

      —No lo vemos por aquí —repuso el otro.

      —¡Eh, los de abajo, registrad bien a Bill! —vociferó de nuevo el ciego.

      Salió entonces a la puerta uno de los que se habían quedado abajo para registrar al capitán.

      —A Bill ya lo han cacheado —dijo—. No lleva nada.

      —¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese chico! ¡Ojalá le hubiera sacado los ojos! —exclamó Pew—. No hace ni un minuto que aún estaban ahí dentro; el cerrojo estaba echado cuando yo intenté abrir la puerta. ¡Vamos! ¡Registren todo! ¡Encuéntrelo!

      —No pueden andar lejos —gritó el que asomaba por la ventana—, aquí hay una vela que todavía está encendida.

      —¡Búsquenlos! ¡Hay que dar con ellos! —aullaba Pew, mientras golpeaba furiosamente su báculo contra la carretera.

      Entonces comenzó un gran desconcierto en nuestra vieja hostería: carreras y ruidos por todas partes, muebles que se volcaban, puertas abiertas a patadas, el estruendo parecía resonar en las cercanas montañas. Luego empezaron a salir los asaltantes, uno a uno, asegurando que ya no nos encontrábamos allí. En ese momento, el mismo silbido que antes nos alarmara a mi madre y a mí cuando estábamos contando el dinero del capitán, se escuchó de nuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche. Ahora sonó dos veces. Al principio creí que se trataba del ciego, que de esta forma llamaba a su tripulación al abordaje, pero reparé en que el sonido venía desde la cuesta que conducía al caserío y, al ver el efecto que tuvo sobre aquellos bucaneros, comprendí que se trataba de un aviso de peligro.

      —Es Dirk —llamó uno de los maleantes—. ¡Dos toques! Tenemos que largarnos, compañeros.

      —¡Lárgate tú, inútil! —clamó Pew—. Dirk siempre ha sido un miserable cobarde… ¡No le hagan caso! ¡Busquen al chico y a su madre, no pueden estar lejos! ¡Dispérsense y encuéntrelos, perros! ¡Maldita sea mi alma! —juró—. ¡Si yo tuviera vista! Esta arenga produjo su efecto, sin duda, porque dos o tres empezaron a buscar aquí y allá en la leñera, aunque desde luego sin excesivo entusiasmo, ya que les preocupaba más su propio peligro. Los demás permanecían indecisos en la carretera.

      —Tienen una fortuna en sus manos, imbéciles, y se asustan de su propia sombra. Pueden ser tan ricos como reyes, si logramos encontrar ese papel. Sabemos que está aquí y todavía se hacen los haraganes. Cuando ninguno de ustedes se atrevía a encararse con Bill, yo lo hice… ¡yo, un ciego! ¡No voy a perder mi parte por su culpa! ¿Es que voy a reventar como un miserable pordiosero arrastrándome mendigando un poco de ron, cuando podría ir en carroza? ¡Si tuvieran las agallas de una pulga, los encontrarían!

      —Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemos los doblones —refunfuñó uno de ellos.

      —Habrán escondido el escrito —dijo otro—. Coge estas guineas, Pew, y deja de aullar.

      Aullidos era verdaderamente la palabra más exacta, y a tal punto llegó la cólera de Pew al oír a su compañero, que su ira estalló y empezó a dar golpes de ciego con su bastón a diestro y siniestro, y en las costillas de más de uno los oí resonar.

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