La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson

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La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson Clásicos

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recriminarlo. La noche antes del funeral estaba tan borracho como siempre y no respetó el duelo que nos acongojaba, sino que le escuchamos cantar su odiosa y vieja canción marinera. Aunque aún se le veía muy débil, todos lo temíamos, y tampoco estaba el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que acudir a un enfermo a muchas millas de distancia. Ya he dicho cuán débil parecía el capitán, y a lo largo de la noche incluso pareció ir apagándose lentamente aún más. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, iba de una habitación a la otra y de vez en cuando asomaba las narices a la puerta como para oler el mar, luego volvía apoyándose en los muros y respirando trabajosamente como el que sube por una montaña. No parecía reparar en mí y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus confidencias. Su temperamento, veleidoso, más fuerte que su falta de vigor, le arrastraba a violentas actitudes, y no era más tranquilizadora su costumbre de desenvainar su largo cuchillo, cuando más ebrio estaba, y ponerlo delante de él sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba mucha atención a la gente y parecía sumido en sus meditaciones e incluso como perdido en ellas. De pronto, con gran asombro nuestro, empezó a cantar una canción que jamás le habíamos escuchado, una especie de canción de amor campesina, que debía recordarle su juventud antes de hacerse a la mar.

      Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de las tres de una tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la puerta, vi lejos en el camino a alguien que se acercaba despacio. Sin duda se trataba de un ciego, porque iba tanteando el suelo con un palo y llevaba un gran parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvado como por la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de marino, viejo y desastrado, con una capucha que le daba un aspecto deforme. En mi vida había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó ante la hostería, se detuvo y, alzando una voz que parecía salir de un muerto, habló como dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:

      —¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha perdido la preciosa luz de sus ojos en defensa de Inglaterra, y ¡que Dios bendiga al rey George!, en qué lugar de su patria se encuentra?

      —Está en la posada del «Almirante Benbow», junto a la bahía del Cerro Negro, buen hombre —le dije.

      —Oigo una voz —dijo él—, la voz de un mozo. ¿Quieres darme tu mano, mi generoso amigo, y llevarme adentro?

      Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blanco como la niebla y sin ojos, la asió de pronto, apretándome como una tenaza. Yo me asusté tanto, que intenté soltarme, pero el ciego, dando un tirón, me arrastró tras él.

      —Ahora, muchacho —me dijo—, vas a llevarme a donde está el capitán.

      —Señor —le supliqué—, no puedo.

      —¿No? —dijo con sorna—. ¿De veras? ¡Llévame o te rompo el brazo! Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que grité de dolor.

      —Señor —le dije—, es por su bien. El capitán ya no es el que era. Tiene siempre su cuchillo delante. Otro caballero…

      —¡No repliques! ¡Vamos! —dijo interrumpiéndome; y jamás he oído una voz tan cruel, fría y estremecedora como la de aquel ciego.

      Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y no tuve más remedio que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta de la sala, donde nuestro viejo y enfermo bucanero estaba sentado adormecido por el ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con una mano de hierro y apoyando todo su peso sobre mis hombros.

      —Llévame derecho a su lado y, cuando lleguemos, grita: «Aquí está su amigo, Bill». Si no obedeces… —y volvió a retorcerme el brazo con tal fuerza, que creí desmayarme.

      Todo esto hizo que el miedo al ciego fuera mayor que el que sentía por el capitán, así que abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo que se me había ordenado.

      El capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los efectos del ron y para que recobrase su lucidez. Se quedó atónito. La expresión de su cara no era tanto de terror como de un mortal abatimiento. Intentó levantarse, pero no creo que le quedaran suficientes fuerzas ya en su cuerpo.

      —Quédate donde estás, Bill —dijo el mendigo—. No puedo ver, pero mi oído siente un solo dedo que se mueva. Vamos al negocio. Alarga la mano izquierda. Muchacho —me llamó—, sujétale la mano por la muñeca y acércamela, ponla en la mía.

      Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de la mano en que tenía el palo a la palma de la del capitán, que inmediatamente apretó aquello que le habían entregado.

      —Y ahora ya está hecho —dijo el ciego. Y diciéndolo, me soltó de pronto y con una increíble seguridad y ligereza salió de la habitación y corrió a la carretera, donde, y antes siquiera de que yo pudiera reaccionar, ya escuché el toc toc toc de su báculo en la lejanía.

      Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviésemos de nuestro estupor; entonces, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún tenía sujeta, y él acercó la mano a sus ojos y contempló lo que en su palma aferraba.

      —¡A las diez! —gritó—. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos! Y se levantó como un rayo.

      Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se llevó la mano a la garganta, permaneció unos segundos como un barco escorándose y después, con un extraño gemido, cayó al suelo cuan largo era.

      Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba a voces a mi madre. Pero todo fue inútil. El capitán había muerto atacado por una apoplejía fulminante. Y quizá sea difícil de entender, pero, aunque jamás me había gustado aquel hombre, a pesar de que al final hubiera comenzado a inspirarme lástima, verlo allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas inundaran mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera estaba aún fresco en mi corazón.

      El cofre

      No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y que sin duda hubiera debido poner mucho antes en su conocimiento. Inmediatamente nos dimos cuenta de lo difícil y peligroso de nuestra situación. Parte del dinero que aquel hombre pudiera esconder —si es que algo guardaba— nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable que los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo había visto, Perro negro y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a perder una parte del botín para saldar las cuentas del difunto. Tampoco podía yo cumplir el encargo del capitán de cabalgar en busca del doctor Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni siquiera nos parecía posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El chisporroteo de los leños en el fogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba de espanto. Por todas partes nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban. El cuerpo muerto del capitán seguía tendido en el suelo de la habitación. Yo no paraba de pensar en el siniestro ciego, al que suponía rondando la casa y pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había que tomar una decisión inmediatamente y se me ocurrió como única salida que nos marcháramos de la hostería para buscar auxilio en el cercano caserío. Dicho y hecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo echamos a correr en la oscuridad, cada vez más densa, de aquel helado atardecer.

      El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de que, en cuanto traspusiéramos la ensenada, ya no se nos vería. También me tranquilizaba que se hallara en dirección opuesta a aquella por donde había venido el ciego y por la que probablemente se había marchado. Recorrimos el camino en pocos minutos,

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