La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson
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La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agradable, por lo que pensé que el forastero no decía la verdad. Pero pensé que no era asunto mío; además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se apostó en la entrada de la hostería, acechando como gato que espera al ratón. Cuando se me ocurrió salir a la carretera, me ordenó que entrase inmediatamente y, como no obedecí con la presteza que él esperaba, un cambio terrible se produjo en su rostro blanquecino, profirió un juramento tan terrible que me heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él entonces se me acercó, recobrando su aire zalamero, y dándome una palmadita en el hombro me dijo que yo era un buen muchacho y que se había encariñado conmigo.
—Tengo yo un hijo —me contó— que se parece a ti como una gota de agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero los muchachos necesitan disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubieras navegado con mi compadre Bill, no necesitarías que te lo dijera dos veces para entrar en casa, no… No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él. ¡Pero, mira! ¡Ahí viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill. ¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meternos, hijo, y nos esconderemos tras la puerta; vamos a darle a Bill una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!
Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto a la puerta. Yo estaba, como es de suponer, inquieto y alarmado, y el miedo que sentía aumentaba al ver que el forastero también daba muestras de temor. Acarició la empuñadura de su machete y empezó a sacarlo de su vaina, y todo el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de tragar saliva, como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada, se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
—¡Bill! —llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y resuelta.
El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando. El color había desaparecido de su rostro y hasta su nariz se tornó lívida; tenía el aspecto del que ve a un aparecido o al mismo diablo o incluso algo peor, si es que existe. Cómo me sobrecogió verlo así, porque fue como si en un instante envejeciera cien años.
—Vamos, Bill… Ya me conoces… ¿O es que no te acuerdas de tu viejo camarada? —dijo el forastero.
El capitán ahogó un grito de asombro y exclamó:
—¡Perro negro!
—¿Y quién si no? —contestó el otro, ya más tranquilo—. El mismo Perro negro de siempre, que viene a saludar a su antiguo camarada Bill a la posada del «Almirante Benbow». Ah, Bill, Bill…. ¡Las cosas que hemos visto los dos desde que yo perdí estos garfios! —y levantó su mano mutilada.
—Está bien —dijo el capitán—, al fin me has pillado, ya me tienes; bien, echa fuera lo que tengas que decir. ¿Qué quieres?
—Siempre el mismo, ¿eh, Bill? —respondió Perro negro—. Tienes toda la razón. Ahora este buen mozalbete nos va a traer un trago de ron y vamos a sentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar mano a mano, como viejos camaradas.
Cuando yo regresé con el ron, estaban los dos sentados en la mesa del capitán, uno frente al otro. Perro negro se había situado cerca de la puerta y con la silla algo separada de la mesa, como para poder al mismo tiempo vigilar a su antiguo compinche y, supongo, tener pronta la huida.
Me mandó que me retirara y que dejara la puerta abierta de par en par, añadió:
—No se te ocurra espiar por el ojo de la cerradura, hijo. Así que, dejándolos solos, me retiré.
Durante largo rato, y aunque me esforcé por escuchar, no pude entender más que apagados susurros; pero después, empecé a oír sus voces, cada vez más altas, y entonces pesqué alguna palabra, principalmente juramentos del capitán:
—¡No, no, no, no! ¡Y basta! —gritaba—. ¡Si hay que acabar colgados, a la horca todos! —chilló.
Y de repente estalló en juramentos horribles y escuché ruido de golpes: la mesa y las sillas rodaban por el suelo con gran estrépito, oí chocar de aceros y un instante después vi a Perro negro huir despavorido y al capitán corriendo tras él, los dos con los machetes en la mano, el hombro de Perro negro manaba sangre. Ya en la puerta el capitán descargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo, que, de haberlo alcanzado, lo hubiera abierto en canal, pero esto no pasó gracias a que el cuchillo chocó con la muestra de la hostería que colgaba en el portal. Todavía puede verse la muesca en el lado inferior del marco.
Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando pudo llegar a la carretera, Perro negro, a pesar de su herida, demostró saber correr y desapareció tras la colina en medio minuto. El capitán, por su parte, miró la muestra como aturdido. Se pasó varias veces la mano por sus ojos, y después volvió a entrar en la casa.
—¡Jim! —gritó—, ¡ron! —y al pedírmelo, se tambaleó un poco y trató de sostenerse apoyándose en la pared.
—¿Está herido? —exclamé.
—Ron… —me pidió de nuevo—. He de huir de aquí… ¡Ron! ¡Ron!
Corrí a traérselo, pero estaba tan impresionado por todo lo que había visto, que rompí un vaso y averié el grifo; mientras trataba de calmarme, oí el golpe de un cuerpo al caer al suelo. Corrí entonces hacia la habitación donde había dejado al capitán y allí me lo encontré tirado cuan largo era. En ese instante mi madre, alarmada por los gritos y la pelea, acudió presurosa en mi ayuda. Entre los dos tratamos de levantar al capitán, que resollaba fuerte y estentóreamente: tenía los ojos cerrados y en su rostro el color de la muerte.
—¡Pobre de mí! —gritaba mi madre—. ¡La desgracia se ceba en esta casa! ¡Y con tu pobre padre tan enfermo!
No teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán, lo único que se nos ocurría es que había sido herido de muerte en la pelea con el forastero. Traje, por si acaso, el ron y traté de hacérselo beber, pero tenía los dientes apretados y la boca encajada, como si fuera de hierro. En ese instante, y con gran alivio de nuestra parte, se abrió la puerta y vimos entrar al doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.
—¡Doctor! —exclamamos—. ¡Ayúdenos! ¡No sabemos si está muerto!
—¿Muerto? —dijo el doctor—. No más que uno de nosotros. Este hombre no tiene sino un ataque, que por cierto ya le advertí. Y ahora, señora Hawkins, vuelva usted al lado de su esposo y, si es posible, que no se entere de nada de esto. Yo, como es mi obligación, trataré de salvar la despreciable vida de este tunante. Jim —me indicó—, haz el favor de traerme una jofaina.
Cuando volví con lo que me había pedido, el doctor había cortado de arriba hasta abajo una manga del capitán, dejando al descubierto su enorme brazo nervudo, sobre el que se veían varios tatuajes: en el antebrazo, con gran claridad, leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en las velas», y «Billy Bones es libre», y más arriba, junto al hombro, se veía una horca con un hombre colgado, el dibujo estaba trazado con cierta gracia.
—¡Profético! —dijo el doctor, indicándome el dibujo—. Y ahora, señor Bones, si ése es su nombre, vamos a ver de qué color tiene usted la sangre. ¿Te asusta la sangre, Jim? —me preguntó.
—No, señor —respondí.