La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson

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La isla del tesoro - Robert Louis Stevenson Clásicos

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era el nombre del squire— se levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas, mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su auténtico pelo, negrísimo y cortado al rape.

      Por fin el señor Dance terminó su explicación.

      —Señor Dance —dijo el squire—, es usted un hombre de provecho. Y en cuanto a la muerte de ese vil y desalmado forajido, lo considero un acto virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins, es una verdadera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla? El señor Dance tomará un trago de cerveza.

      —¿Así, Jim —dijo el doctor—, que tú tienes lo que esos pillos andaban buscando?

      —Aquí está, señor —dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.

      El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente en el bolsillo de su casaca.

      —Señor Trelawney —dijo—, no debemos distraer al señor Dance por más tiempo de sus obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa. Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa y, con su permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de fiambre para que reponga fuerzas.

      —Como guste, Livesey —dijo el squire—, pero Hawkins bien merece algo mejor que ese pastel.

      Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita junto a mí y cené copiosamente, pues tenía un hambre de lobo. Mientras tanto el señor Dance fue nuevamente felicitado y finalmente despedido.

      —Y bien, señor Trelawney… —dijo entonces el doctor.

      —Y bien, señor Livesey —dijo el squire—. Ahora…

      —Cada cosa a su tiempo —dijo riéndose el doctor—, cada cosa a su tiempo. Habréis oído hablar de ese Flint, ¿no es así?

      —¡Hablar! —exclamó el squire—. ¡Hablar, dices! Flint ha sido el más sanguinario pirata que cruzó los mares. Barba negra era un inocente niñito a su lado. Los españoles le tenían tanto miedo, que a veces me he sentido orgulloso de que fuera inglés. Con estos ojos he visto sus monterillas en el horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo navegaba viró y le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.

      —Sí, también yo he oído hablar de él en Inglaterra —dijo el doctor—. Pero la cuestión es si realmente atesoraba tanta riqueza como dicen.

      —¿Que si atesoraba tantas riquezas? —interrumpió el squire—. ¿Pero no conoce la historia? ¿Qué buscaban esos villanos sino tal fortuna? ¿Por qué otra cosa iban a arriesgar su cuello? Esa carne de horca sabía lo que buscaba.

      —Que es lo que nosotros ahora podemos conocer —contestó el doctor—. Pero es tan exaltado, que me confunde y no he podido explicarme. Lo único que necesito saber es eso: Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna indicación acerca del lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿qué valor tendría para nosotros?

      —¿Qué valor? —exclamó el squire—. Mire, si tenemos esa indicación de la que habla, estoy dispuesto a fletar y pertrechar un barco en Bristol, llevarlo a usted y también a Hawkins, prometiendo hacerme con ese tesoro, aunque tenga que estar un año buscándolo.

      —Magnífico —dijo el doctor—. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo, abriremos el paquete.

      Y diciendo esto puso ante él en la mesa el paquetito que se había guardado.

      El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y cortó las puntadas con las tijeras de cirujano. Aparecieron entonces dos cosas: un cuaderno y un sobre sellado.

      —Empezaremos por el cuaderno —dijo el doctor.

      Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la investigación. El squire y yo mirábamos por encima de su cabeza mientras él lo abría. En la primera página sólo encontramos algunas palabras sin ilación, como las que se escriben por mero capricho. Alguna frase había, sin sentido, que repetía lo que yo había visto tatuado en el brazo del capitán: «Billy Bones es libre»; después leímos: «Señor W. Bones, segundo a bordo». «Se acabó el ron». «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe», y otros varios garabatos, la mayor parte palabras sueltas e incomprensibles. No pude menos que imaginar quién sería el que recibió «ese» golpe, y qué «golpe» sería… quizá el de un cuchillo, y por la espalda.

      —No se saca mucho de aquí —dijo el doctor Livesey pasando las hojas.

      En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de asientos. En los extremos de cada renglón constaba una fecha, en uno y en el otro una cantidad de dinero, como suelen figurar en los libros de contabilidad; pero, en lugar de anotaciones explicativas del concepto, sólo había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por ejemplo, se indicaba haber asignado a alguien una suma de 70 libras esterlinas, pero sólo seis cruces indicaban el motivo. En otros casos, es cierto, se añadía el nombre de algún lugar, como «A la altura de Caracas», o una mera indicación del rumbo, como «62° 17’ 20”, 19° 2’ 40”».

      La contabilidad abarcaba cerca de veinte años, y las cantidades que reflejaba cada asiento iban haciéndose mayores con el paso del tiempo. Al final se había sacado el total, tras cinco o seis sumas equivocadas, y se le habían añadido las siguientes palabras: «Bones, lo suyo».

      —No saco nada en limpio de todo esto —dijo el doctor Livesey.

      —Pues está tan claro como la luz del día —exclamó el squire—. Este libro registra las cuentas de aquel perro desalmado. Las cruces representan los nombres de navíos hundidos o de ciudades saqueadas. Las cantidades son la parte que a él le tocaba y, cuando tenía alguna duda, añadía para precisar: «A la altura de Caracas», lo que debe significar que en esa situación algún malaventurado barco fue abordado. Dios tenga compasión de las pobres almas que lo tripulaban… Se las habrá tragado el coral.

      —¡Cierto! —dijo el doctor—. Se nota que habéis viajado mucho. ¡Cierto!

      Y así las cantidades iban creciendo a medida que él ascendía de rango.

      El resto del cuaderno decía ya poca cosa, a no ser por unas referencias geográficas, anotadas en las últimas páginas y una tabla de equivalencias del valor entre monedas francesas, inglesas y españolas.

      —Hombre ordenado —observó el doctor—. No era de los que se dejan engañar.

      —Y ahora —dijo el squire— pasemos a la otra cosa.

      El sobre estaba lacrado en varios puntos y sellado sirviéndose de un dedal, quizá el mismo que yo había encontrado en el bolsillo del capitán. El doctor abrió los sellos con gran cuidado y ante nosotros apareció el mapa de una isla, con precisa indicación de su latitud y longitud, profundidades, nombres de sus colinas, bahías, estuarios, y todos los detalles precisos para que una nave arribase a seguro fondeadero. Medía unas nueve millas de largo por cinco de ancho y semejaba, o así lo parecía, un grueso dragón rampante. Tenía dos puertos bien abrigados, y en la parte central, un monte llamado «El Catalejo». Se veían algunos añadidos realizados sobre el dibujo original; pero el que más nos interesó eran tres cruces hechas con tinta roja: dos en el norte de la

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