Vergüenza. Группа авторов

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Son las palabras con que Juan describe sobre todo la condición existencial del mundo cuando comienza a consumarse la traición de Judas que terminará con la muerte de Jesucristo. Hoy es de noche. Y seguimos consumando la muerte de Cristo. Con cuánta claridad el Señor se identifica con los pequeños, con los frágiles, los débiles y los vulnerables; con los pobres, sufrientes y angustiados. La escena del juicio final de Mateo 25 nos retrotrae a las palabras de la profecía de Isaías cumplida en la lectura de Jesús en la sinagoga. Pero da un paso más. Jesús no solo viene a confortar, liberar e iluminar a los afligidos. Ahora, se identifica con ellos. Él es el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el enfermo y el encarcelado. Él es el niño y el adolescente abusado. Él es el joven que en su búsqueda apasionada se hace vulnerable porque —confiado en un espacio sagrado— baja todas sus defensas y termina con su conciencia esclavizada y/o con su inocencia aniquilada. Él es el niño, el adolescente o el joven que, una vez que pudo tomar conciencia de su abuso y de la aniquilación sufrida, está hambriento y sediento de justicia. Se siente un forastero exiliado de la vida misma, ha sido bestialmente desnudado de su dignidad, está enfermo, quizás para el resto de su vida, y está preso de su angustia y de su depresión. Él es quien saca fuerzas de su flaqueza y golpea la puerta de la madre Iglesia para denunciar. Pero la respuesta ha sido por años indiferencia, incredulidad, denostación, postergación, defensas corporativas, resguardo del nombre de la institución, etc. “Les aseguro que cuanto dejaron de hacer con uno de estos más pequeños, conmigo dejaron de hacerlo” (Mt 25,45).

      Es de noche porque en lugar de la vida que la Iglesia está llamada a dar por vocación esencial, demasiadas veces, en demasiados espacios hemos esparcido muerte. Es de noche, porque aún ahora, después de todo lo que ha ocurrido, no sabemos acoger al que está sumergido en esta periferia existencial, que es Cristo mismo.

      Es de noche, porque seguimos siendo parte del proceso de matar a Jesucristo en el abuso y la revictimización. Porque como Iglesia hemos traicionado la causa sagrada de Cristo y a Él mismo en los que han vivido este infierno.

      ¿Hemos dado pasos? Sí. Pero pasos muy lentos, inseguros, casi tímidos. Pasos tan privados de indignación, tan ausentes de sentido de urgencia que no se condicen con la muerte que estamos provocando en el lugar que está llamado a ser la casa de la vida. Como hijo de la Iglesia, como sacerdote y como miembro de esta institucionalidad, este hecho me causa particular dolor, interpelación y también un profundo cuestionamiento.

      ¿NO TENGAN MIEDO?

      ¡Cómo gritaba la vida constreñida!

      ¡Cómo gritaba

      en destemplado y consumiente chirrido!

      Cuando vivía siempre en vilo,

      en la angustia de complacer

      la caprichosa y exigente “voluntad de Dios”,

      administrada en dictadura

      por el monstruoso remedo.

      Cuando los discípulos se encuentran con Jesús mientras camina sobre las aguas, les dice: “¡Tranquilos! Soy yo. No tengan miedo” (Mt 14, 27). Cuando se aparece resucitado a las santas mujeres les dice: “No tengan miedo. Vayan y avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 10).

      Estas invitaciones explícitas de Jesucristo sobre no tener miedo y no tenerle miedo, se expresan también de otro modo en muchas otras ocasiones en los Evangelios. Una de las grandes novedades de la revelación neotestamentaria es que Dios no infunde miedo. Al contrario: infunde confianza, conforta y pacifica. La Iglesia como sacramento de Cristo está llamada a lo mismo.

      Quizás con un realismo que a muchos pueda molestar, debemos reconocer que la crisis en la que nos encontramos ha hecho que, si bien a Cristo no se le tema, a la Iglesia y a sus espacios pastorales, educacionales y de caridad infantil o juvenil sí se les teme, y con razón. Los abultados números de víctimas de abuso sexual en el mundo, las aún ni siquiera asumidas, pero exponencialmente mayores cifras de víctimas de abuso de conciencia, la abundancia de abusadores y espacios abusivos han hecho que los contextos eclesiales se perciban como de alto riesgo, peligrosos.

      Frente a este hecho se plantean dos ideas defensivas sobre las que creo necesario decir una palabra. Se suele decir que es natural que en una comunidad de personas tan grande como es la Iglesia, existan algunos que se desvíen, que se perviertan y que cometan delitos. Y ese argumento es muy razonable. Lo que no es razonable, es que la cantidad de delitos —aunque porcentualmente baja respecto de otros grupos humanos— sea muy alto para una comunidad que está llamada a iluminar el mundo con su enseñanza y su testimonio. No es razonable tampoco que personas seleccionadas, que han tenido años de formación, se perviertan a esos niveles. Y, sobre todo, no es razonable que por tantos años —y siendo aún un tema en desarrollo— la institucionalidad eclesiástica no haya enfrentado los abusos con transparencia, determinación y extrema urgencia.

      También se escucha, en defensa de la Iglesia, que si bien hay abusos y se reconocen como un drama, es mayor el bien que se hace; que las personas buenas son muchas más que las malas y que la mayoría se da por los demás en una vida de entrega y abnegación por amor a Dios y al prójimo. Cuantitativamente sin duda es así. Pero nos equivocamos gravemente si nos enfrentamos a la tragedia del abuso sacando promedios. Hemos visto que muchos abusadores aparecían sirviendo a Dios y ayudando al prójimo en algunas horas del día y, a otras, aniquilaban existencias. En el cuerpo de la Iglesia, llamada a dignificar y plenificar al ser humano, los promedios no son argumentos de salud.

      Dicho esto, debemos reconocer que, a pesar de que los porcentajes de abusos en la Iglesia son menos que en otras categorías o agrupaciones humanas y a pesar de que en muchos ámbitos hay mucha gente que hace mucho bien, la Iglesia es percibida por una gran cantidad de gente como un espacio peligroso. Y en muchos sentidos lo es. Frente al abuso sexual las precauciones van en aumento, aunque sigue faltando mucho. Pero en lo referente al abuso de autoridad y conciencia, no se ha avanzado nada, sigue siendo un lugar muy peligroso.

      Muchas víctimas de abuso sexual y también de conciencia

      —fruto de la propia experiencia— ya lo dicen de modo más o menos explícito: “¡Tengan miedo, mucho miedo! En espacios eclesiásticos encontrarán estafa, mentira, traición de sus deseos y muerte; su vida será mutilada. Aléjense porque aquí encontrarán destrucción, vulneración, encierro, angustia, depresión, culpa y desafección de los responsables”. ¡La comunidad instituida por Jesucristo para permanecer presente en la historia es considerada como un lugar peligroso! ¿No debiera esto destrozarnos el corazón? Como sacerdote, es causa de profundo dolor tomar conciencia de que, para una gran cantidad de víctimas, esa es la sensación. Previenen con fuerza porque desean evitar a toda costa que a otros les pase lo mismo.

      EL CORAZÓN DE UN ABUSADO

      Cómo gritaba el corazón

      cada vez que, después

      de cada salida,

      controlada y permitida

      por el administrador de la “voluntad de Dios”,

      había que retornar.

      Salir… la intemperie… era hogar.

      El hogar era intemperie:

      gobernada por el miedo,

      intimidante y peligrosa.

      Asomarse a un corazón humano que ha experimentado abuso sexual o de conciencia eclesial es fundamental para tratar de comenzar a entender una experiencia que muchas veces molesta, estorba

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