Sueños de verdad. Vicki Lewis Thompson
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Cerró la puerta de nuevo, descolgó el teléfono y marcó el número de Trudy Butterworth. La propia Trudy respondió.
—¿Puedes hablar? —Madge bajó la voz por si Herman pasaba por allí. Era demasiado curioso.
—¿Madge? ¿Estás enferma?
—No. Te llamo porque tengo noticias.
—¿Los has visto juntos?
—No, pero tengo una grabación muy interesante de una conversación —tras esto hubo un silencio al otro lado del hilo—. He pinchado el teléfono.
Se escuchó un «click» y, al cabo de un rato, de nuevo la voz de Trudy.
—Vale, ahora estoy en el dormitorio. No podía hablar desde la cocina porque Bart estaba justo a mi lado. Madge, ¿quieres decir que tienes una cinta? ¿Has entrado en la casa sin permiso para pinchar el teléfono?
—¿Quieres que lo haga?
—¡Por todos los santos! ¡No! Pero entonces, ¿cómo has conseguido la cinta?
—Oh, simplemente he puesto uno de esos estupendos aparatos de escucha pegado a la ventana de mi cuarto de costura que me permite escuchar lo que pasa al otro lado de la calle —contestó Madge que no podía ocultar el tono de suficiencia que había en su voz.
—Me estás tomando el pelo.
—No. No he podido escuchar todo aún. Solo tengo la versión más económica y, tal vez, debería haber pedido la versión más sofisticada, pero he podido escuchar lo suficiente para probar que algo hay entre los dos.
—Esto suena… poco ético.
—Entonces… —Madge parecía un tanto decepcionada.
—Deliciosamente poco ético. Vamos, cuéntamelo todo —y con estas palabras levantó a Madge el ánimo, casi tanto como uno de sus famosos soufflés.
—Bueno, aunque no fui capaz de captarlo todo, sí escuché que a él le gustaría que ella hiciera algo todas las semanas. ¡Imagínate lo que puede ser!
—Pero ese «algo» podría ser simplemente limpiar el frigorífico —contestó Trudy un tanto impaciente.
—Bueno, yo no lo creo así. Mencionó algo de unos tulipanes. Y también escuché las palabras «sexy» y «incitante». ¿Te parece a ti que estaban hablando de limpiar el frigorífico?
—No, tienes razón —y su voz sonó llena de nerviosismo—. Para nada. Tenemos algo, Madge.
—Y aún hay más. Dijeron algo de «polinización».
—¡Santo Dios! ¡Qué descaro!
—Mencionó también algo sobre «la llamada de la selva» —Madge estaba exultante lanzando un as tras otro.
—¿La llamada de la selva? Pero Darcie no tiene pinta de ser una chica salvaje —Trudy estaba sin aliento.
—Quizá ella no lo sea pero él sí y ella quiere aprender.
—Oh, Madge, tenemos que hacernos con la versión sofisticada del aparato. Necesitamos saber todas las palabras, todas las sílabas, en una palabra: necesitamos saberlo todo.
—Ya estoy en ello.
—Ah, Madge, mañana recibirás la visita de la Junta de Vecinos de Tannenbaum. Quieren que presidas la comisión de festejos.
—¡Qué buena noticia, Trudy! Realmente buena —Madge se hinchó de orgullo. El trabajo duro tenía, al fin, su recompensa.
Joe no paró de dar vueltas esa noche; temía haberse metido en algo que no podría terminar con el mismo grado de sofisticación con que lo había empezado. La Doncella Francesa era, obviamente, una mujer muy caliente, pero le daba la impresión de que no pertenecían a los mismos mundos.
Había escuchado un ruido como de tambores justo antes de que le colgara el teléfono, pero no parecía venir de la televisión. Sonaban más bien como si estuvieran en la misma habitación que ella, y también había oído gritos y chillidos. Tal vez hubiera invitado a algún tipo primitivo, proveniente de la selva, a pasar con ella una velada de diversión y juegos.
La experiencia de Joe en el terreno sexual no abarcaba los rituales tribales, que era precisamente lo que se imaginaba estaba teniendo lugar en casa de la doncella, con todas esas flores machacadas y los tambores. Por eso, la forma de cortejar y hacer el amor a la vieja usanza que él tenía, le parecería demasiado aburrida a una mujer conocedora de todo tipo de técnicas exóticas, se dijo Joe.
Aun así, se sentía fascinado, y tenía una tremenda curiosidad, por no hablar de su excitación. Todo eso de los pistilos. Había estado mirando el diccionario y, técnicamente, los pistilos eran el aparato sexual femenino de las flores. Joe sabía exactamente a lo que Darcie se había referido, y había tenido la reacción normal. ¡Y vaya reacción! Había tenido que echar mucha agua fría para controlarla.
Quizá fuera demasiado mujer para él, pero la tentación de averiguarlo lo superaba. En cualquier caso, no podía hacer nada hasta que los tulipanes, con sus pistilos erectos, llegaran a la casa el miércoles. Entonces le tocaría mover ficha, y podía decidir si quería seguir adelante o volverse atrás antes de ponerse en evidencia.
Todas las casas en las que limpiaba tendrían geranios esa semana, pensó Darcie mientras sacaba con desgana una suma vergonzosa de dinero para comprar los tulipanes rojos. Pero tenía que conseguir esos tulipanes para lograr ver el siguiente movimiento de Joe. Mientras no tuviera que encontrarse con él, podría continuar con ese inofensivo aunque excitante flirteo. La distraía bastante de sus preocupaciones económicas.
Nada más llegar a casa de Joe, puso a Gus en su alfombra de juegos rodeado de juguetes. Después se dirigió a la planta superior para cambiar las sábanas y las toallas. Su corazón latía con fuerza ante la idea de la nota que la esperaba sobre la almohada.
Efectivamente, allí estaba justo en la zona hundida donde había reposado su cabeza la noche anterior. La tomó pero antes de leerla se acercó a la almohada para captar el aroma de su colonia. Aquella mezcla de especias se estaba convirtiendo en su aroma favorito. Acarició con su mano la sábana bajera imaginando el cuerpo de Joe allí extendido, glorioso, como si se tratara de uno de esos calendarios de chicos esculturales. Así se lo imaginaba. Y, finalmente, se abandonó al placer de la lectura de la nota:
Querida Darcie:
No puedo dejar de pensar en ti. Quiero conocerte. ¿Qué te parece si nos vemos el sábado por la noche? Me encantaría prepararte la cena, aunque siendo francesa, seguro que tu cocinarás mucho mejor. Solo dime los ingredientes que necesitas y te los conseguiré. Todo lo que necesites.
Au revoir,
Joe
Darcie oprimió el papel contra el pecho y trató de controlar su pulso desbocado. Como ya conocía su voz, se lo imaginaba diciéndole de viva voz estas palabras. Diciéndole que conseguiría para ella todo aquello que necesitara. Todo.
Y quería verla el sábado… por la noche.