Sueños de verdad. Vicki Lewis Thompson

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Sueños de verdad - Vicki Lewis Thompson Julia

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¿en qué estaba pensando? Aunque pudiera pasar por francesa, no podría tener una aventura con nadie a menos que supiera de la existencia de Gus; y ese hombre tendría que querer realmente a su hijo, tanto como lo quería ella. Su flirteo con Joe Northwood tenía que acabar… de alguna manera. Antes de dejar la casa ese día, se le ocurriría un plan para liberarse de una situación tan embarazosa.

      Retiró las sábanas y trató de no pensar en el hombre maravilloso, y disponible, que había dormido entre ellas. Mientras retiraba las toallas de sus toalleros, se afanaba en no hacer caso a la imagen del hombre alto, moreno que se habría secado con ellas el magnífico cuerpo. Cargada con toda la ropa sucia, bajó las escaleras y se dirigió hacia el garaje donde estaba la lavadora.

      Una hora después, volvió y se quedó sin habla por lo que se encontró. Tan preocupada estaba con el asunto de Joe que no se debió dar cuenta y puso demasiado jabón. El detergente había hecho mucha espuma y esta había salido por la puerta de la lavadora y un reguero de agua espumosa corría por el garaje mojando una caja de cartón que había junto a la lavadora.

      Se abalanzó a quitar la caja pero el cartón empapado se le deshizo en las manos. Con un quejido se quedó mirando el contenido totalmente estropeado. Acababa de ahogar a Santa Claus, a sus duendes y a su reno Rudolph. Como si no tuviera suficiente con sus preocupaciones económicas, ahora tendría que reemplazar todos los adornos navideños del señor DeWitt.

      El intercomunicador de los almacenes sonó.

      —Joe Northwood, línea dos.

      Joe dejó la pila de tableros que estaba ordenando y se dirigió hacia el teléfono de la sección.

      —Northwood —al otro lado de la línea podía oír un lamento en voz muy queda—. ¿Hola? Oiga, ¿necesita que llamemos al 012? Si quiere, yo podría…

      —No necesito hablar con urgencias, pero si tuvieras a mano un milagro, eso sí me serviría.

      —¿Cómo dice?

      Quien quiera que fuera la que hablara por teléfono, soltó en ese momento un enorme suspiro.

      —Joe, soy… Darcie.

      —¿Darcie? ¿La Doncella Francesa? Pero no tienes acento francés.

      —Estoy demasiado disgustada para hablar francés ahora. Para empezar, Santa Claus ahora está un poquito… oh, Joe, Santa Claus parece… como si… hubiera estado tres días de juerga —se puso a sollozar, como si no fuera capaz de contener el llanto.

      Aquello era demasiado para Joe. Esa era la mujer con la que supuestamente iba a tener una cita muy caliente el sábado, pero parecía que hubiera estado inhalando pegamento o bebiéndose el brandy del señor DeWitt. En cualquier caso, tenía un tremendo lío en la cabeza y había mezclado las nacionalidades, de forma que en ese momento sonaba con un tremendo acento irlandés. Y, a menos que estuviera equivocado, había participado en una gran fiesta con algún Santa Claus.

      Al menos estaba consciente y lo había llamado para informarlo, aunque parecía que la cosa era más salvaje de lo que él hubiera podido imaginar. Con suerte, el tal Santa Claus no habría causado desperfectos en la casa, y Darcie tenía, simplemente, problemas para deshacerse de él.

      Joe no conseguía hacerse a la idea de que era diciembre porque la temperatura durante el día aún alcanzaba los treinta grados en aquella zona, pero el calendario marcaba que ya estaban en época navideña, y había hombres vestidos de rojo por todas partes. Tal vez la Doncella Francesa hubiera decidido invitar a uno de esos Santa Claus a la casa a tomar una copa… o veinte. Tenía que hacer algo. En calidad de cuidador de la casa del señor DeWitt, era su obligación comprobar que todo estaba en orden.

      —Bueno, cálmate Darcie —le dijo—. Ya es mi hora de comer, así que estaré ahí en diez minutos y nos desharemos de ese Santa Claus.

      —¡No! ¡No es necesario que vengas! Yo misma lo tiraré a la basura si tú quieres.

      —Puede que no sea tan fácil —Joe se estaba preocupando con las palabras de Darcie.

      —No será problema. Lo tiraré en el contenedor. Así ni siquiera lo verás.

      —Darcie, estoy en camino —aquella mujer estaba loca.

      —Pero no es necesario. Me las puedo arreglar yo sola —y volvió a sollozar—. Solo quería avisarte de que Santa Claus y sus duendes están en el jardín secándose.

      Estupendo. Había más gente borracha por la casa de DeWitt. Aquella mujer debía haber celebrado una gran fiesta. Tal vez empezó en su casa y terminó, ya de mañana, en la de DeWitt.

      —Darcie, no hagas…

      —Lo pagaré todo —de nuevo los sollozos—. No te preocupes por nada. Pero no quería que vinieras hasta aquí y te encontraras con los duendes preguntándote si les hubiera caído encima una tromba de agua o algo por el estilo.

      —¿Una tromba de agua? Me estás asustando, Darcie.

      —No era mi intención. Temía que te disgustaras al ver a Santa Claus y a los duendes. Y seguro que también conoces a Rudolph.

      —¿Estamos hablando de Rudolph, el reno?

      —Bueno, era un reno, pero ahora no podrías decir exactamente lo que es.

      —Voy para allá —habían matado un animal como parte de la fiesta.

      —¡No! Tiraré a Rudolph al contenedor también. Te prometo que puedo arreglármelas. No es necesario que…

      —Definitivamente tengo que ir, Darcie, cariño —y colgó el teléfono, con la única visión de un montón de abogados y demandas judiciales rondándole la cabeza, mientras fichaba en el reloj de salida.

      Después se dirigió hacia la puerta de servicio y se metió en la cabina de su camión. Comprobó que no había policía por allí, y salió a toda marcha del aparcamiento.

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