Fausto. J.W. Goethe
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¿Y aún preguntas por qué tu corazón se oprime ansioso en tu pecho, por qué un dolor indecible paraliza en ti todo movimiento vital? En lugar de la naturaleza viviente en cuyo seno creó Dios a los hombres, sólo ves en torno tuyo esqueletos de animales y osamentas de muertos, todo confundido entre el humo y la podredumbre.
¡Huye! ¡Fuera de aquí! ¡Al ancho campo! ¿Acaso no es para ti suficiente salvaguardia este misterioso libro de la propia mano de Nostradamus? Entonces conocerás el curso de los astros, y si la Naturaleza te alecciona, entonces se te abrirá la potencia del alma, y te hablará como habla un espíritu a otro espíritu. Inútil es que la árida meditación te descifre aquí los sagrados signos. ¡Vosotros, espíritus que flotáis junto a mí, respondedme, si oís mi acento!
Abre el libro y ve el signo del Macrocosmos.
¡Ah! ¡Qué deleite invade súbitamente todos mis sentidos a la vista de este signo! Siento circular por mis nervios y venas, otra vez enardecida, una nueva y santa dicha de vivir. ¿Fue un dios quien trazó estos signos que calman el hervor de mi pecho, llenan de gozo mi pobre corazón, y mediante un misterioso impulso descubren en torno mío las fuerzas de la Naturaleza?
¿Soy un dios? ¡Se me hace tan claro! En estos simples rasgos veo expuesta ante mi alma la Naturaleza activa. Ahora, por vez primera, comprendo lo que dice el Sabio: "El mundo de los espíritus no está cerrado; tu sentido está obtuso, tu corazón está muerto. ¡Ánimo, discípulo, baña sin descanso tu pecho terrenal en los rayos de la aurora!"
Contempla el signo.
¡Cómo se entreteje todo en el Todo, obrando y viviendo lo uno en lo otro! ¡Cómo suben y bajan las potencias celestes pasándose unas a otras los áureos cubos! Con alas que difunden bendiciones, penetran desde el cielo en la tierra, llenando de armonía el Universo entero.
¡Qué espectáculo! Mas, ¡ay!, ¡sólo un espectáculo! ¿Por dónde asirte, Naturaleza infinita? Tus pechos, ¿dónde? Manantiales de toda vida, de quienes están suspendidos el cielo y la tierra, y contra los cuales se oprime el lánguido seno. Turgentes, manando, ¿y yo me consumiré así en vano?
Vuelve con despecho la hoja del libro, y percibe el signo del Espíritu de la Tierra.
¡Cuán diversamente obra en mí este signo! Estás más cerca de mí, Espíritu de la Tierra; siento ya más exaltadas mis fuerzas; ya hiervo como un vino nuevo. Siento bríos para aventurarme en el mundo, para afrontar las amarguras y dichas terrenas, para luchar contra las tormentas y permanecer impávido en medio de los crujidos del naufragio.
Anúblase el ambiente sobre mí... la luna vela su luz... mi lámpara se extingue. Exhálanse vapores... rojas centellas surcan el aire en derredor de mis sienes... un frío estremecimiento sopla desde la bóveda y se apodera de mí. Lo percibo: eres tú que flotas en torno mío, Espíritu implorado. ¡Descúbrete! ¡Ah!, ¡cómo se sobresalta mi corazón! Todos mis sentidos pugnan por abrirse a nuevas impresiones. Siento cómo mi corazón se entrega por completo a ti. ¡Aparece!, ¡aparece!, aunque me cueste la vida.
Coge el libro y pronuncia misteriosamente el signo del Espíritu. Surge de pronto una llama rojiza, y aparece el Espíritu en la llama.
ESPÍRITU
¿Quién me llama?
FAUSTO
(Volviendo la cabeza a otro lado.) ¡Espantosa visión!
ESPÍRITU
Me has atraído con fuerza; largo tiempo aspiraste en mi esfera, y ahora...
FAUSTO
¡Ay de mí! No puedo resistir tu presencia.
ESPÍRITU
Suspiras anhelante por contemplarme, oír mi voz y ver mi rostro; la poderosa instancia de tu alma me obliga a ceder. Aquí me tienes... ¡Qué mezquino terror se apodera de ti, criatura sobrehumana! ¿Qué fue del clamor de tu alma? ¿Dónde está aquel pecho que se creaba un mundo dentro de sí, lo llevaba y mantenía con esmero; aquel pecho que se henchía con estremecimientos de gozo para encumbrarse al nivel de nosotros, los Espíritus? ¿Dónde estás, Fausto, tú, cuyo acento llegaba hasta mí, y que con todas tus fuerzas pugnabas por alcanzarme? ¿Eres tú quien, al sentirse envuelto en los efluvios de mi aliento, tiembla en las profundidades vitales, un gusano que huye medroso y encogido?
FAUSTO
¿He de retroceder ante ti, engendro de la llama? ¡Soy yo, soy Fausto, tu igual!
ESPÍRITU
En el oleaje de la vida, en el torbellino de la acción, ondulo subiendo y bajando, me agito de un lado a otro. Nacimiento y muerte, un océano sin fin, una actividad cambiante, una vida febril: así trabajo yo en el zumbador telar del Tiempo tejiendo el viviente ropaje de la Divinidad.
FAUSTO
Tú, que vagas por toda la redondez de la vasta tierra, atareado Espíritu, ¡cuán cerca me siento de ti!
ESPÍRITU
Te igualas al Espíritu que tú concibes, no a mí.
Desaparece.
FAUSTO
(Anonadado.) ¡No a ti! ¿A quién, pues? Yo, imagen de la Divinidad, ¿ni tan siquiera me igualo a ti?
Llaman a la puerta.
¡Qué castigo! Lo conozco... es mi fámulo. Mi más bella felicidad, aniquilada. ¿Por qué ha de venir ese árido socarrón a desbaratar este mundo de visiones?
Entra Wagner con bata y gorro de dormir, llevando una luz en la mano. Fausto le vuelve la espalda con enojo.
WAGNER
Perdonad; os oí declamar. ¿Leíais, sin duda, una tragedia, una tragedia griega? Algo quisiera yo aprovechar en este arte, porque hoy día es cosa de gran efecto. No pocas veces he oído decir en son de elogio que un comediante podía instruir a un clérigo.
FAUSTO
Cierto, si el clérigo es un comediante; como ocurre a veces.
WAGNER
¡Ah! Cuando uno se halla así como encantado en su museo, sin ver apenas el mundo algún día festivo, y sólo de lejos, casi no más que con un anteojo, ¿cómo podrá dirigirlo por medio de la persuasión?
FAUSTO
No lo conseguiréis con todos vuestros afanes si no lo sentís, si ello no surge de vuestra alma y con encanto muy poderoso y sostenido no subyuga los corazones de todo el auditorio. Ya podéis estar siempre clavado en una silla, hacer una amalgama de todo, aderezar un guiso con los relieves de ajeno festín y sacar a fuerza de soplo mezquinas llamas de vuestro puñado de cenizas. Podréis así excitar la admiración de los