Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara El día siguiente

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su carne se miraba cocida.

      Pero eso no importaba, en esos momentos apenas teníamos una convicción: las historias que venían de lejos eran verdaderas. Los seres de más allá de las costas habían arribado y en sus manos estaban los truenos y los rayos. El wáay era poca cosa cuando pensábamos en ellos.

      *

      Las palabras que desde hace tiempo llegaban a Putunchán tuvieron que ser creídas: allá, lejos, muy lejos, más lejos de donde el mar cambia de color, otra nave había naufragado y los hombres no tuvieron miedo de capturar a los sobrevivientes. Algunos se parecían a nosotros, pero otros eran distintos. Los pelos gruesos y tiesos les cubrían la cara, sus dientes estaban podridos y siempre miraban al cielo mientras extendían los brazos para gritar cosas que nadie entendía.

      *

      Ikal Balam, el amo y señor de Putunchán, se reunió con los hombres búho y los guerreros. Los servidores de los dioses eran los únicos que podían explicar la presencia del esqueleto que estaba atrapado entre las piedras que enfrentaban las olas. Nadie sabe cuáles fueron las voces que salieron de sus bocas; las gruesas paredes los mantenían lejos de todos y sus palabras se ahogaban en la aspereza que cedía su espacio a los colores que dejaban los pinceles. Sólo los guerreros y los sacerdotes que contemplaron las pinturas sabían lo que decían, pero ellos estaban condenados a la mudez, al silencio que apenas podían descifrar los que conocían los secretos.

      Todas nos dimos cuenta de que una decisión había sido tomada: las pieles de venado llenas de dibujos salieron a los pueblos y las ciudades cercanas. Siete mensajeros se internaron en los caminos acompañados por algunos hombres armados.

      Todos los guerreros tenían que saber, todos los mandamases tenían que enterarse: el esqueleto que estaba atrapado en las peñas no podía convertirse en secreto.

      *

      Después de un rato, los hombres que seguían en Putunchán se fueron y nunca nos dieron una explicación. A nosotras sólo nos tocaba el silencio. Sin mirar a nadie se adentraron en la selva. Sus pasos recorrieron el camino preciso, la senda sagrada que conducía a la cueva que las lluvias labraron desde los tiempos en que los hombres eran de palo y bejuco.

      Ahí se quedaron.

      Varios días dejaron de comer. Muchas veces la Luna se ocultó en el horizonte sin que se atrevieran a acercarse a sus mujeres. Los latigazos del hambre y el deseo eran necesarios para que los dioses les hablaran, para que se metieran en sus sueños y pudieran descubrir la verdad. Y así, cuando sus cuerpos estaban débiles y sus almas ansiosas, frente a ellos se colocaron las jícaras con tabaco, con las negras semillas que se ocultaban entre los frutos espinosos y pestilentes, con los hongos secos que crecían en el estiércol y con las conchas que contenían las gotas de la sangre que permitía ver más allá de este mundo.

      El humo empezó a entrar en sus cuerpos y se mezcló con la carne y la sangre de los dioses. Se quedaron quietos, muy quietos. Sus ojos estaban fijos en la nada y los hilos de saliva empezaron a alargarse en sus labios. El pulso del tambor sagrado se adueñó del espacio. Los hombres comenzaron a moverse, a sentir cómo el espíritu de los jaguares se adueñaba de sus cuerpos. Algunos rodaban en el piso, otros se contorsionaban y algunos más daban volatines y marometas. La piel y la carne se desprendían de sus cuerpos y su lugar era ocupado por los músculos y las manchas de las bestias. Así siguieron hasta que sus almas los abandonaron para recorrer los mundos de arriba y de abajo. Sólo en esos lugares podrían encontrar una respuesta.

      Su viaje terminó antes de que el Sol regresara.

      Se levantaron en silencio y comenzaron a lavarse, las marcas de los vómitos y el olor de los excrementos tenían que borrarse antes de que volvieran a tomar el camino.

      Todos habían visto lo mismo: el Descarnado venía en las canoas inmensas.

      Cuando regresaron a Putunchán sus rostros estaban demacrados, adustos, dolidos por las visiones. No hubo necesidad de que pronunciaran una palabra. Para todos era claro que el mal había llegado.

      VII

      Los hombres de Putunchán no eran los únicos que temían la llegada de las desgracias. Aquí y allá, las lenguas estaban sueltas y se negaban a obedecer las órdenes de silencio. En toda la selva, las voces del horror se hacían presentes para ennegrecer los parajes a los que nunca llegaba el Sol. Los que vivían en las costas comenzaron a prepararse para enfrentarse a los enemigos que apenas se intuían. Los guerreros que observaban la línea del horizonte sólo esperaban mirar una cima, una montaña de madera que avanzara hacia la playa con sus alas gigantescas y tensas. En ese instante debían dar la voz de alarma, y todos acudirían con las armas listas para derramar la sangre. Aquellos seres tal vez podían ser más peligrosos que los mexicas.

      Las previsiones no fueron en vano. Muchos decían que los hombres de la selva y las islas vieron diez naves inmensas que pasaron de largo. Esa vez, las flechas y las lanzas bajaron sus puntas sin que la tranquilidad llegara a las almas de los guerreros. Pero, cuando los huracanes volvieron, algunas de las embarcaciones naufragaron y sus tripulantes llegaron a la costa. Estaban maltrechos, heridos, absolutamente indefensos. Los guerreros los observaron con calma: ninguno era un gigante, tampoco eran dioses que vinieran de los Cielos o seres que brotaron del Xibalbá. Sólo eran hombres que sangraban como las bestias que los acompañaban.

      Todos fueron capturados.

      Apenas unos cuantos eran como nosotros, la mayoría eran distintos. A ésos, a los diferentes, los encueraron sin miramientos, los ataron con gruesos mecates y los presentaron delante de la gente con largas orejeras de tela. Ellos tenían que parecer ridículos, así evitarían que el miedo se apoderara de los que en algún momento tendrían que enfrentarlos.

      A golpes los obligaron a hincarse y pedir perdón por su osadía, pero los náufragos sólo decían palabras incomprensibles mientras trataban de extender los brazos y mirar al cielo para llamar a sus dioses.

      Era claro que se negaban a suplicar por sus vidas. El perdón estaba ausente de sus bocas y en su mirada se veían la soberbia y las ansias de ser martirizados. Por eso les arrancaron las uñas con navajas de obsidiana, por eso los quemaron vivos o les clavaron palos en el vientre para encender una fogata sobre ellos. Por esa misma razón los obligaron a ir al juego de pelota donde siempre fueron derrotados y perdieron la cabeza.

      Desde el momento en que fueron capturados, su destino ya estaba escrito: tenían que ser entregados a los dioses y sus restos debían ser devorados por los sacerdotes y los guerreros. Ningún hombre de armas se quedó sin un trozo de los sacrificados, y su hígado tuvo que ser partido en trozos muy pequeños para que a nadie le faltara un bocado. Comerse al enemigo era apoderarse de él, y zurrarlo era la mejor manera de convertirlo en menos que nada.

      No todos los cautivos tuvieron este destino, algunos siguieron vivos. Cuando caminaba junto a don Hernando varias veces escuché la historia del renegado que fue capturado por los tutul xiues y se convirtió en el gran guerrero que se casó con Zazil Há, la hija del señor de esa parte del mundo. Algunos de los que acompañaban al que fue mi hombre contaban que él se transformó en un pecador terrible, alguien que abandonó al Crucificado y entregó a una de sus hijas a los sacerdotes para que le arrancaran el corazón sin que la misericordia se asomara en su espíritu.

      El tal Gonzalo no merecía el perdón, y ninguno de los ensotanados podía salvarlo de su destino. El Demonio con todo y sus patas de cabra era el único dueño de su alma. Pero eso ya no es importante: ese renegado está en el Xibalbá y sus días se convirtieron en la más larga de las eternidades. Sin embargo, algunos de los sobrevivientes tuvieron mejor suerte; uno de ellos, al mirarme, cambió

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