Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara El día siguiente

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de eso volverían a sus grandes canoas y se adentrarían en las aguas que los llevarían a sus ciudades que estaban muy lejos del puñal del Tlatoani.

      Si en esos momentos hubiera cerrado los ojos, habría podido escuchar sus pensamientos: “Muéranse, púdranse, llénense de llagas”, “Muéranse, púdranse y que sus almas nunca lleguen al lugar de los descarnados”, dirían con los labios fruncidos y la mirada fija en otro lado. Es más, estoy segura de que algunos se adentraron en el camino para descubrir sus huellas y orinarse sobre ellas, pero sus deseos no tenían la fuerza que se necesitaba para convertirse en realidad. La ojeriza y el susto, los conjuros que recitaban en las noches y los animales descabezados en los altares nada podían en contra de los hombres búho del Señor de Tenochtitlan. Sus sacerdotes pintados de negro y con el cuerpo cubierto de sangre eran los más poderosos de nuestro mundo. Los dioses siempre estaban de su lado. Nadie podría entregarles tantos corazones como la ciudad invencible.

      *

      Volvimos. Después de la patiza que no sanó el orgullo del hombre que me engendró, la vida poco a poco recuperó su ritmo. Las costras que teníamos en los labios se fueron cayendo mientras los moretones se diluyeron con el paso de la sangre. Las manos que palmeaban la masa y sacaban los frijoles de las vainas, los ojos que a veces se enrojecían por el humo de los chiles y las tardes que se quedaban atrapadas en la plácida monotonía del huso y el telar marcaban los días. El metate, el comal y el hilo eran nuestras señales, las silentes campanas que señalaban los momentos de nuestra existencia. La salida del pueblo fue un acontecimiento único, un hecho que nunca se repetiría. Yo estaba condenada a ser y seguir siendo la piedra que sostiene el comal.

      El recuerdo de Xicalanco se fue borrando y se convirtió en un sueño atrapado por la neblina. Yo hablaba del lugar y mis palabras ya nada se parecían a lo que vieron mis ojos: la ciudad era más grande, los chalchihuites más luminosos y las telas se sentían como si fueran las nubes en las que se sienta el Dios de los teules.

      Allá todo era mejor, todo era más claro; acá todo era opaco y triste. Ni siquiera el aleteo de las garzas y los pelícanos que de vez en vez llegaban al río para llenarse el buche era suficiente para espantar la monotonía.

      *

      Así hubieran seguido las cosas, pero mi destino estaba a punto de torcerse. Cuando ellos desembarcaron, no pude imaginar que mi vida cambiaría. Ninguna profecía anunció el mal que llegaría en el cayuco. En el cielo, la lumbre no iluminó la noche, y en mis sueños tampoco se mostraron las revelaciones de la fatalidad. Los gigantes descabezados no se asomaron para anunciarme las desgracias, y la sucia caricia de las alas de los murciélagos jamás tocó mi rostro para advertirme de la tragedia. La vida seguía su curso y las aguas del río traían lo de siempre. Ellos venían de cuando en cuando y su mala sangre apenas era una nube que nos dejaba unos golpes y muchas maldiciones por el intercambio que nunca dejaba satisfecho al hombre de mi madre.

      A pesar del odio que les tenía, los chontales eran los únicos que podían salvarlo. Ellos se llevaban lo nuestro y nos dejaban lo que debíamos entregarle a los mandones. Así había sido siempre y ahora no tenía por qué ser distinto.

      El hombre que montaba a mi madre los recibió y dobló el lomo sin que la vergüenza le ardiera. Así era, así tenía que ser.

      Se sentaron en cuclillas, ellos apenas hablaban.

      Las manos del hombre que me engendró se movían para convencerlos de las razones que dislocaron sus compromisos: las aguas de más o de menos, las muchas muertes, las peores enfermedades y el desdén de los dioses se mostraban con tal de convencerlos de sus fracasos y sus miserias. Él necesitaba sus semillas de cacao, pero nuestros elotes y tejidos sólo le alcanzaban para unas cuantas.

      Los chontales apenas lo escuchaban sin conmoverse.

      Uno de ellos, sin creer en sus palabras, se puso el dedo sobre la nariz y sopló para sacarse los mocos. Sin oírlo se quedó mirándolos sobre la arena. El tiempo le sobraba. En cambio, el hombre que montaba a mi madre sabía que las urgencias lo atenazaban para arrancarle pedazos de carne: el tributo no estaba completo y tampoco alcanzaba para cumplir las promesas imposibles. Necesitaba que sus juntados crecieran antes de volver con sus amos. Así siguió durante un tiempo, repitiendo el ritual que siempre regresaba a su punto de partida.

      Al final, la sonrisa y la mirada del perro que se traga las sobras le iluminaron el rostro, un trato lo salvaría de su desgracia.

      Ninguna de nosotras sabía si los convenció de que le fiaran unos cuantos granos de cacao, si logró vender a buen precio nuestras mazorcas o si alcanzó a engatusarlos con el recuento de sus desgracias para que le dieran algo más por nuestras telas.

      Yo me conformaba con mirarlo de reojo, por eso no pude adivinar las palabras que salían de su boca.

      *

      Esa vez no vi lo que tenía que ver, tampoco me enteré de lo que debía enterarme. La oscuridad que me perseguiría comenzó a mostrarse sin que fuera capaz de sentirla.

      Sin darles la espalda, el hombre que me engendró regresó a la casa.

      Tenía la cara de los que ganan y se salieron con la suya.

      —Tú, ven acá —me dijo.

      Lo obedecí sin pensar.

      Su voz no me daba la oportunidad de contestar.

      Me levanté y apenas pude enjuagarme la masa de las manos. El agua de la jícara se sentía espesa, casi rasposa.

      —Vete con ellos, ya no eres de aquí —me ordenó sin dar explicaciones.

      Tenía que largarme. Mi tiempo había llegado. Yo sólo era un pago más, una boca menos; algo que se intercambia con tal de saldar una deuda imposible.

      Traté de buscar a mi madre, pero él lo impidió.

      —No hagas esperar a los señores… lárgate, perra, vete para que no te sigas tragando mi maíz —murmuró con las palabras que amenazaban.

      Bajé la mirada y salí con lo puesto.

      La posibilidad de un palazo en el lomo era suficiente para que no me opusiera.

      Me fui sin despedirme y sin que nadie me extrañara.

      Ninguno de los chontales me ayudó a subir al cayuco. Me trepé y traté de mirarlos sin que pareciera altanera.

      *

      El destino me había alcanzado. No hubo necesidad de que el Huesudo se hiciera presente. Los míos todavía estaban vivos cuando me fui del lugar donde el río acariciaba los ojos; cuando volví con don Hernando, ya estaban muertos y nada quedaba de ellos.

      No pude mirar sus cuerpos, tampoco pude averiguar en qué paró su destino.

      No tuve el valor que se necesita para rascar la tierra y encontrar sus calaveras. Los que nada valen siempre terminan alimentando a los carroñeros, los que todo lo valen son los únicos que merecen lágrimas infinitas.

      IV

      Mientras la canoa se adentraba en el río con rumbo incierto, la piel me ardía y nada podía hacer para aliviar las quemaduras de sus miradas. En sus pupilas no estaba el cuchillo que asesina las sombras, tampoco se veía la flecha que se encaja en las almas para martirizarlas; los ojos de los chontales estaban fijos en mi cuerpo

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