Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara El día siguiente

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huellas de su saliva. Tal vez, si hubiera tenido una raíz de amolli, la espuma la habría borrado por completo; pero nada tenía y sus marcas espesas se quedarían para siempre.

      Volví sobre mis pasos, los rescoldos apenas humeaban.

      En silencio tomé mi ropa. El lodo que la manchaba contaba mi historia.

      La metí en el río sin pronunciar una plegaria, los dioses que hoy agonizan no podrían escucharla y el Crucificado sólo me condenaría. Yo era una puta, yo tenía la culpa. Tal vez los vi de más o de menos, quizás en mis labios se dibujó la sonrisa que debía tragarme… tal vez, tal vez, sólo tal vez. Pero, fueran como fueran las cosas, a como diera lugar necesitaba imaginar que mi ropa estaba limpia y que la corriente borraría la noche.

      Me la puse, la transparencia delató mi cuerpo.

      Ellos me miraron y sus ojos se clavaron en mis nalgas raspadas, en los ojos ciegos de mis pechos, en la negra mariposa que fue profanada. Aunque el deseo los marcaba, ya no podían soltarle rienda, tenían que llegar a Putunchán, al lugar donde alguien me compraría.

      *

      Los cuerpos de mis dueños brillaban por la grasa que se untaron para alejar a los moscos. El olor de las tortugas muertas se metía en mi nariz para machacar mi podredumbre. Sus brazos se movían sin que ningún pensamiento los perturbara. El ritmo de los remos los obligaba a seguir adelante con el compás que no podía perderse.

      Antes de que el Sol llegara al ombligo del cielo, Putunchán se mostró delante nosotros. El lugar casi era tan grande como Xicalanco, pero su gente era distinta: las largas frentes y los ojos bizcos se imponían sobre todos, apenas unos cuantos hablaban con las palabras que yo entendía.

      Casi en silencio amarraron la lancha y empezaron a caminar sin mirarme. La cuerda que me atrapaba las manos estaba en las suyas y yo apenas podía seguirle el paso al mandón.

      Después de ser profanada, mis ojos ya no tenían que seguir clavados al suelo.

      Ahí las vi por primera vez, esas mujeres eran altivas. En su cabello se trenzaban las mariposas de oro y de sus cuellos colgaban los grillos y las tortugas labradas en piedra verde. Sus pasos eran soberbios y su piel contaba las historias que les tatuaron. Ninguna se detuvo a mirarme y sus narices apenas se arrugaban al sentir el olor que salía de mi cuerpo. Yo era un bulto, una nada que no les estorbaba en los ojos.

      Avanzamos. Atrás quedaron las casas que se detenían de los horcones que las alejaban del río y poco a poco fueron asomándose las que tenían paredes de adobe o de cal y canto. Así seguimos hasta que llegamos al lugar donde nos esperaban.

      Los granos de cacao cambiaron de mano y yo quedé delante de mi nuevo amo.

      *

      Ellos se fueron, la canoa reclamaba sus brazos. Los vi perderse entre las calles y la gente. Quería maldecirlos, anhelaba que el odio llegara a mis almas para jurarles venganza. Sin embargo, las palabras se ocultaron y se largaron con los chontales como si nada hubiera pasado. Valía más que tratara de olvidar, la memoria es traicionera y nos llena de ponzoña.

      Los años han pasado. Aquí estoy, tirada, esperando que el Huesudo me abrace y los chontales se vayan de mi cabeza para dejar de sentir mi carne rajada. Todavía quiero odiarlos, pero el mal no me concede su gracia. Ellos hicieron lo que siempre hacían y ni siquiera se preocuparon por saber mi nombre. Yo sólo era carne, un cuerpo con las almas secas.

      V

      Entré a la casa de mi dueño. Mis ojos se quedaron atrapados por los hilos que se convertían en rectas telarañas. Aunque mis manos los deseaban para perderme en su monotonía, no tuve el valor para acercarme, la mujer que usaba el telar me miró con desprecio. Yo no era digna de tocarlo. La última no es la primera, la que está al final de la fila sólo puede ocuparse de lo más bajo, de lo que todas despreciaban. La urdimbre sería un premio que apenas tocaría después de que hiciera todo lo que me correspondía.

      Agaché la mirada y seguí andando hasta encontrarme con mi destino. El miedo a que un salivazo me marcara el rostro bastaba para que obedeciera.

      El metate me esperaba con su fuerza implacable.

      Una señal bastó para que me hincara y tomara la mano. Eso tenía que hacer y eso haría. En silencio comencé a moler los granos y después aplaudí con ritmo para que las tortillas llegaran al comal. La mujer que estaba a mi lado no me dijo nada. Los ojos de Itzayana estaban fijos en la olla donde hervían las semillas que todo lo teñían de colorado. Ella cuidaba la espuma que pronto se espesaría para ser apretada con una tela y transformarse en condimento y pintura.

      Así seguimos, mudas, concentradas en la labor que nos regalaba la dicha de no pensar. Si nos deteníamos, los recuerdos volverían.

      *

      El hambre comenzó a retorcerme las tripas, pero no podía probar un bocado. Las reglas eran claras y las conocía desde siempre. Tenía que esperar a que mi dueño se lavara las manos y se enjuagara la boca en el lebrillo que le acercaba la primera de sus mujeres; después se sentaba y comenzaban a servirle hasta que se le llenara la panza que se montaba en su braguero. El número de platos no importaba. Él era el amo y eso era suficiente para que las mujeres siguieran adelante hasta que les ordenara que se detuvieran.

      Ésa era la primera espera, yo tendría que aguantarme los chillidos de las tripas hasta que las mujeres principales se sintieran satisfechas y se levantaran sin dirigirme una mirada. Ellas eran las grandes, las mejores; yo era una caca de conejo que ni siquiera apestaba. Así, cuando ya sólo quedaban las sobras, pude llevarme a la boca lo que estaba embarrado en las cazuelas con una tortilla que se quebraba.

      *

      La comida se había terminado, mis tripas casi estaban tranquilas.

      Me abracé por un instante, mis manos sintieron las marcas del costillar que se marcaba en mi cuerpo. La historia volvía a repetirse. El hambre que me mordisqueaba en el lugar donde me parieron seguía firme a mi lado.

      En esos momentos apenas deseaba quedarme quieta, dejarme atrapar por el sopor que mata el movimiento. Necesitaba descansar, quería que mi cuerpo se aflojara con la resolana que todo lo sana. Pero eso no era posible, ni siquiera tuve tiempo de frotarme los dientes con la ceniza de las tortillas tatemadas, tampoco pude buscar una espina o una varita para sacarme la comida que se quedó atorada.

      Itzayana empezó a levantar las jícaras y las ollas.

      Sin decirme nada supe lo que tenía que hacer.

      Las cargamos y fuimos a lavarlas. Mientras el agua borraba los rastros de la comida, ella empezó a buscarme la cara. Me habló. Sus palabras eran incomprensibles. Sonrió y me tocó el rostro. Sin saber nada lo conocía todo. Itzayana también había llegado sin méritos de sangre. Alguien la había vendido y otro la había comprado.

      Terminamos y volvimos a la casa, al lugar donde nos esperaban los algodones que debían ser cardados. El huso empezó a girar en mis manos y su voz silenciosa comenzó a meterse en mi cuerpo.

      Poco a poco, las palabras de Itzayana comenzaron a volverse claras. Ella tenía dos lenguas, yo apenas hablaba una.

      *

      Mi dueño no me usó esa noche. Yo le agradecí su desprecio. Aún no sabía que ellos le tenían miedo a nuestras piernas abiertas: los sexos que se defienden con dientes, las oscuridades

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