Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara El día siguiente

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embargo, ese poder no era suficiente. Todas sabíamos que el wáay atraparía a muchos para llevárselos a su tierra, sus alas de petate eran tan grandes y poderosas que podía levantarlos sin problemas. Y allá, en el lugar que está más lejos que el final de la selva y la otra orilla del mar, los devoraría o los convertiría en sus esclavos sin que pudiéramos evitarlo. El santo Santiago sabe que no miento, el wáay los engordaría y luego se los tragaría sintiendo en sus fauces el dulce sabor de la grasa de los hombres.

      Las mujeres de Putunchán estaban seguras de que todo eso era cierto, sólo un engendro podía explicar la historia de los hombres que desparecieron en los otros pueblos antes de que las alas inmensas se perdieran en el horizonte. Esa vez, el wáay no había escupido en los cenotes para envenenar a la gente y aullar de alegría con el olor de la ponzoña.

      Así habríamos seguido hasta que el tiempo se agotara y descubriéramos la ceiba que abre el camino al Inframundo. Si nada se hacía, todos terminaríamos en el Xibalbá. Por eso mismo, los hombres tuvieron que decidirse para evitar que las palabras pusieran en duda su valor. Ellos no podían darse el lujo de ser unos cuiloni, unos mujerujos que se echaban para atrás ante el peligro. Algo debían hacer aunque el miedo también los lamiera. El viento que llegaba del mar era negro.

      A esas alturas, sus opciones casi se habían terminado, apenas les quedaba una: los arcos y las flechas, las lanzas y las mazas se mostraron antes de que empezaran a caminar hacia el lugar donde estaba la confirmación de lo imposible. Tal vez por eso se fueron a las peñas sin alimentar a los dioses, las mujeres sólo nos quedamos esperando lo peor.

      Matar al wáay no es fácil, hay que cortarle la cabeza y ponerle sal en la herida, es necesario quemar la testa del jabalí y regar sus cenizas en los cuatro rumbos del mundo. Si algo falla, el wáay vuelve y su venganza se niega a los límites.

      *

      Ese día tuvimos suerte. Los hombres no se tardaron mucho en volver, sus rostros casi estaban tranquilos, pero los objetos que traían contradecían su apariencia. Ninguna los vio por completo, pero muchas decían lo que eran: cosas del wáay, bártulos de gigantes, objetos de diablos. Nada bueno puede existir en lo desconocido.

      Durante un largo rato se quedaron juntos, sus voces apenas podían escucharse.

      Las palabras que pronunciaban se parecían al murmullo que anuncia la guerra, al sonido que presagia la muerte y los males que nunca se curan. Todas las voces sonaban graves, opacas, profundamente ensombrecidas. Las mujeres no tuvimos el valor de acercarnos, los susurros y las armas dispuestas bastaban para que nuestros pies buscaran otros rumbos. El metate que molía y remolía los mismos granos era la única posibilidad que teníamos. Nuestra curiosidad tenía que estar encadenada.

      Así siguieron las cosas: ellos allá, nosotras acá.

      Cuando llegó la noche, los hombres regresaron a sus casas y nuestras piernas permanecieron cerradas. Los dioses los habrían castigado por adentrarse en nuestros cuerpos. La frialdad de nuestra parte apagaría el calor que necesitaban para mantener el valor. La guerra era enemiga de las profundidades de las mujeres.

      *

      A la mañana siguiente, la tranquilidad se impuso con la parsimonia del rosario. Ellos habían decidido que no había peligro y que valía más que nos llevaran a ver lo que parecía imposible. Eso era lo único que podían hacer para que las almas nos volvieran al cuerpo y Putunchán recuperara la vida sin sobresaltos.

      Durante un largo rato caminamos por la playa.

      Los hombres iban al frente. Nosotras seguíamos sus huellas.

      Por grande que fuera la curiosidad, ninguna se atrevió a rebasar a su dueño. Las marcas del corazón del viento aún se notaban. Las palmeras arrancadas por el huracán estaban tiradas en la arena, aunque el Sol ya quemaba y las nubes no manchaban el cielo que abandonó su grisura. La tormenta, a pesar de su rabia, no había causado tantos males, las casas del pueblo seguían en pie y sus techos de ramas resistieron los vendavales. Nadie murió, pero muchos tenían las almas en vilo.

      *

      Cuando llegamos delante de las piedras que nacen del agua vimos lo que no podía existir: las inmensas maderas estaban atrapadas entre las rocas. Cada una de ellas parecía una gigantesca costilla que ennegreció por la caricia de los espectros del mar. Casi todas estaban cubiertas con las conchas de los animales que anidaron en ellas. Los largos troncos que aún se levantaban sobre su superficie estaban quebrados, sólo un mástil seguía firme y de él colgaban las inmensas telas que fueron desgarradas por el viento. Ningún ruido salía del esqueleto que nos amenazaba con su presencia. El wáay no había llegado, las alas de petate sólo eran jirones.

      Los pájaros estaban mudos. El sonido de las olas era lo único que podía escucharse.

      Sólo Dios sabe cuánto tiempo nos quedamos ahí; sólo él conoce lo que pasaba por nuestras cabezas mientras mirábamos lo que apenas podíamos tratar de comprender. Eran los restos de una canoa tan grande que no podía ser tripulada por los hombres que se aventuraban en el mar en sus largos cayucos.

      Era una nao, pero nada sabíamos de sus tripulantes.

      Itzayana me miró y sólo pudo murmurar una palabra. “Gigantes”, me dijo con la certeza de que nuestras embarcaciones no podían tener ese tamaño.

      Quizá tenía razón, y ella, con los ojos abiertos, había soñado lo mismo que yo cuando supe que el Descarnado se acercaba: un ser inmenso con el pecho rajado, un monstruo que derrumbaba los montes para anunciar el fin de los tiempos.

      No supe qué responderle, el miedo me acalambraba la lengua.

      *

      A pesar de que las ratas más gordas nos mordían el pecho, nos acercamos para tentar el esqueleto. Necesitábamos palparlo para asegurarnos de que no era un sueño, una pesadilla que nos robaría las almas y la sombra. El mar estaba tibio y las grandes bestias dormían en las profundidades.

      Avanzamos y llegamos. Las maderas se sentían resbalosas por las algas y a ratos nos obligaban a alejar las palmas por los filos de las conchas que se les pegaron en el ir y venir por las grandes aguas. Los clavos, gruesos y con las marcas de los martillazos, aún las mantenían juntas.

      Los hombres se adentraron en el vientre de la embarcación. Sus pasos eran lentos, el miedo al derrumbe y al golpe de las olas los obligaban a detenerse para asegurarse de la firmeza del suelo.

      Ninguna se atrevió a seguirlos. ¿Quién podía asegurarnos que ese esqueleto no era la entrada al Xibalbá y que después de dar unos cuantos pasos nos devorarían los senderos espinosos? Valía más esperar. Lo mejor era murmurar una plegaria. Si hubiéramos conocido a san Jorge lo habríamos invocado para que llegara con su lanza y su espada para defendernos de los engendros y las inmensas serpientes con patas.

      No aguantaron mucho. Pronto salieron con unas cuantas cosas en las manos: trozos de tela, objetos de metal que parecían retorcidos, huesos de animales y panes enmohecidos. Uno de los guerreros se atrevió a morderlos: estaban duros y sus dientes no pudieron quebrarlo. Los seres que alguna vez tripularon el barco convertían la masa en piedra o, tal vez, sus fauces estaban llenas de colmillos que todo lo quebraban.

      Ellos habían llegado, pero ninguno de los tripulantes estaba dentro del esqueleto de la nave asesinada por el huracán. La embarcación estaba sola, abandonada. A todos se los había tragado el mar y lo que quedara de sus cuerpos sería arrastrado por las olas hasta algún lugar de la playa. Dios sabe que no miento: un día los cadáveres

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