Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara El día siguiente

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que a duras penas podía pensarse como humana. Ellos sólo esperaban que llegara el momento de confirmar su propiedad.

      Ellos me habían comprado, yo no era un regalo, tampoco era una manera de firmar la paz entre las piernas de una mujer. Mi cuerpo no servía para tender puentes sobre los abismos erizados de navajas. Ese don sólo le tocaba a las mujeres de los nobles y los caciques. Yo no estaba ahí para descubrir si ellos eran como nosotros, tampoco servía para apagar su violencia con mis frías humedades, para tratar de domarlos con las caricias fingidas… Eso ocurriría después, don Hernando y sus tropas aún no se adivinaban en el horizonte.

      Los oía hablar y reír, pero sus palabras casi eran incomprensibles. Antes de soltar la carcajada se apretaban sus partes con el anhelo de que se hincharan con el calor de la sangre que pulsaba en sus venas.

      Yo sabía que sus pujidos eran las lenguas que recorrían mi cuerpo; sus movimientos, idénticos a los de los perros que huelen a las hembras, eran el augurio de lo que me sucedería.

      Nadie puede detener lo inevitable. Ni siquiera el santo Santiago con todo y su espada puede derrotar al destino.

      Ellos se montarían en mi cuerpo como mi padre lo hacía con sus mujeres cuando pensaba que la noche nos enceguecía y se nos metía en las orejas. En esos instantes, los consejos de mi madre y los augurios de la comadrona ya no tenían sentido; esas palabras estaban marchitas, secas como las hojas que se quiebran cuando alguien las toca. Jamás podría ser como las mujeres que caminan con el enredo inmaculado; yo sería la que tiene que ser, la que todo lo acepta con la mirada baja, la que sonríe para evitar los golpes, la que sabe jadear en el momento preciso, la que aprende a hablar con tal de sobrevivir.

      Esos chontales, sin saberlo ni quererlo, marcaron mi destino.

      *

      Cuando la noche se volvió impenetrable, mis dueños remaron hacia la orilla. Valía más que no siguieran adelante, la prisa invocaba a la muerte. La oscuridad era peligrosa. Las fauces de los caimanes estaban dispuestas, las culebras trazaban líneas en el agua para seguir a sus víctimas y los malos espíritus andaban libres por la selva. La noche es el tiempo de los wáay, de los monstruos que vuelan montados en los guajolotes inmensos o que cruzan los cielos con la fuerza que les dan sus alas de petate. El momento en que las sombras se ocultan en la negrura había comenzado y el viento negro silbaba entre las ceibas para anunciar que se comería las almas.

      El mal estaba suelto.

      La canoa se encontraba a unos cuantos pasos de la tierra. Ellos se bajaron sin que les importara que el lodo se les pegara en las patas desnudas y callosas. A como diera lugar tenían que arrastrarla lejos de la corriente para atrancarla entre la hierba y los bejucos. La Luna es aliada del río y lo hace crecer para que reclame sus tributos. Él devora las cosas para alimentarse, para seguir vivo sin que le importen los hombres y sus embarcaciones.

      Antes de bajarme toqué el agua con ganas de que me arrastrara la buena muerte. Si ella me atrapaba, yo podría ir al lugar donde todo es verde, donde la comida nunca falta, donde las mariposas siempre andan con las alas abiertas; pero el río no se transformó en una garra, en un remolino hambriento de almas. El ahuizote, con todo y la mano que tiene en la cola, me despreció para siempre. Él sólo atrapa y se come a los que son poderosos, a los que se cuelgan las cuentas verdes y tienen plumas sobre la cabeza.

      Yo no podía escoger mi destino, el futuro estaba lejos de mis anhelos.

      *

      Sin prisa, mis dueños empezaron a reunir las ramas secas y las hojas muertas para encender la lumbre que alejaría las serpientes y los jaguares. Las chispas del pedernal se hicieron grandes y sus tenues soplidos se terminaron. Entonces empezaron a beber hasta que los cuatrocientos conejos se adueñaron de sus almas.

      Las discusiones comenzaron.

      Al principio las palabras eran suaves y sonrientes, quizá mostraban las razones para ser el primero. De nada sirvieron, las voces que se agigantaban se callaron cuando uno les gritó y los amenazó con el puño cerrado. Hasta en los perros hay jerarquías.

      Él había ganado, él era el mandamás y nadie podía oponerse a sus deseos.

      Delante de los otros se apretó los güevos y empezó a caminar hacia mí. Su rostro trataba de sonreír, pero sus gestos eran incapaces de esconder la marranería que le carcomía las tripas.

      Un hilo de baba le escurría entre la comisura de los labios y su lengua se esforzaba por contenerlo.

      El hedor de su hocico me pegó en la cara para contarme la historia de sus borracheras. Él olía como la carne que está a punto de parir gusanos.

      Me tomó de la mano y me llevó junto al fuego.

      Quería verme, robarme la oscuridad.

      Con una delicadeza imposible trató de quitarme la ropa. Intenté resistir, pero su puño cerrado se mostró para revelarme lo que podía suceder.

      No pude negarme, tampoco fui capaz de evitar que su mano callosa tocara mi piel y sus dedos se metieran en mi cuerpo. Apenas pude cerrar los ojos para que siguiera adelante mientras los ríos de sangre de mi cuello se tensaban por el ardor.

      Me obligó a tirarme sobre la arena, me abrió las piernas y sentí su dureza adentrándose en mi sequedad.

      No quise gritar.

      Mis pupilas se clavaron en las llamas de la fogata para perderse en un mundo que estaba lejos. Sus movimientos me dolían y las nalgas me ardían por los raspones de la arena.

      Durante un instante su cuerpo se contrajo y el aire se salió de su pecho.

      Se levantó sin mirarme.

      Entonces, con una señal que fingía cortesía, le entregó mi cuerpo a los otros. Todos me hicieron suya sin que mi mirada abandonara la lumbre.

      *

      Después de que terminaron de montarme se olvidaron de mí. Su hambre era más importante. Las cuerdas con las que me ataron las manos eran suficientes para que no me largara. No pude comer nada de lo que me ofrecieron. La lengua me sabía a su saliva y eso me apretaba el gañote. Lo mejor era quedarme cerca del fuego y desear que la ropa volviera a mi cuerpo. La oscuridad, si era piadosa conmigo, me regalaría el dormir sin sueños para consolarme por lo que jamás ocurriría.

      Lo que había pasado marcaba mi futuro: ningún hombre podría mirarme con los ojos limpios y nunca me sentaría sobre un petate con el huipil anudado a la tilma del marido. La voz del sacerdote que recitaba los viejos consejos no me acariciaría el oído. Yo no podría alimentar a mi esposo y mis dedos jamás tocarían sus labios para ofrecerle el bocado que nos uniría para siempre. Si llegara a matrimoniarme, todos se enterarían de lo que había pasado en la orilla del río. Uno de los invitados a la boda descubriría que su tompeate no tendría fondo y que las tortillas se saldrían sin que pudiera contenerlas. Ese canasto estaría tan profanado como mi sexo que merecería el repudio.

      Yo nunca sería de un solo hombre, nadie vengaría mi carne profanada con una muerte.

      *

      El sueño fue bueno. Toda la noche mi cabeza estuvo vacía y al día siguiente me levanté para lavarme sin que mis labios sintieran el sabor de las dos tortillas abandonadas y tiesas. Mis manos estaban libres de amarres y pudieron recorrer mi cuerpo que ansiaba el vapor y las hierbas que todo lo curan. Quería

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