El destino celeste. Mary Robinette Kowal
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El destino celeste - Mary Robinette Kowal страница 13
—¿Quería verme, señor?
—Sí. —Exhaló el humo de su omnipresente puro y se formaron algunas nubes alrededor de su rostro que me recordaron al agua en gravedad cero—. ¡Malouf! Cierre la puerta al salir.
Mierda. Sonaba a que estaba en problemas. «2, 3, 5, 7, 11…». Seguro que no era nada.
—York, ha impresionado a mucha gente con la situación de los rehenes. —Clemons bajó el puro—. A mucha gente. Los tipos de relaciones públicas están ansiosos por echarle el guante para entrevistarla. ¿Está dispuesta? No quiero obligarla si todavía necesita tiempo para aclimatarse.
—Gracias, señor. —Ningún astronauta ni piloto que se precie reconocería una debilidad por voluntad propia. Por mucho que odiase lidiar con la prensa, era consciente del valor que tenía para el programa espacial—. Estaré encantada de ayudar.
—Perfecto. —Vació la ceniza del puro en el cenicero de cristal de la mesa—. Esta es la cuestión. El programa espacial se enfrenta a ciertas dificultades y los hombres que la tomaron como rehén son la prueba de ello. Quienes no entienden la importancia del programa presionan al Gobierno para que nos retire los fondos.
—Soy consciente de algunas de las inquietudes.
Asintió.
—Por eso necesitamos buena publicidad. Alguien a quien la gente admire. Usted. —Suspiró—. ¿Recuerda cuando hace años me dijo que debíamos incluir a las mujeres en el programa espacial para demostrar al público que era seguro?
¿Adónde pretendía llegar? Nunca lo había visto tan preocupado.
—Sí, señor.
—Tenía razón. Estaba totalmente equivocado.
Las palabras salieron disparadas de mi cerebro, como si alguien hubiera abierto una esclusa de aire en el espacio.
—¿Gracias?
Resopló y suavizó el gesto con una sonrisa.
—Necesitamos a gente como usted, alguien en quien el público confíe. Así que, por el bien del programa espacial, quiero pedirle que sea la cara de la CAI y, concretamente, que se una a la primera expedición a Marte.
Capítulo 4
El huracán Carla arrasa Texas
Galveston, Texas, 28 de agosto de 1961 — Con una velocidad del viento que alcanza los 280 kilómetros por hora, el huracán Carla es uno de los ocho peores que se han registrado en la costa de Texas desde 1875. Hombres, mujeres y niños han huido antes de la llegada de la tormenta en una evacuación masiva, uno de los mayores éxodos desde el impacto del meteoro en 1952.
Esto nos sirve como recordatorio de que, aunque el ser humano llegue a Marte, todavía quedan fuerzas naturales en la Tierra que no comprendemos ni somos capaces de prevenir ni de controlar. Un huracán libera al menos diez veces más energía por segundo que la que el meteoro liberó sobre Washington D. C. En otras palabras, durante su recorrido llega a liberar la misma energía que diez millones de bombas atómicas. Este hecho impresionante debería servir para que nos mostremos humildes frente a la naturaleza.
Respondí a Clemons con un firme «lo pensaré» y salí de la sala de conferencias. Atravesé el pasillo, bajé las escaleras y fui directa al ala de ingenieros, al despacho de Nathaniel. Alzó la vista de los planos en los que trabajaba con una sonrisa.
La dejó caer junto al lápiz.
—¿Qué ocurre?
«37, 41, 43…». Cerré la puerta despacio. «47, 53, 59…». Igual de despacio, cogí aire y junté las manos con decoro, como mi padre me había enseñado.
—Clemons me ha pedido que vaya a Marte.
—¿Qué?
—Ha mencionado problemas de financiación. —Me sentía a varios metros de mi cuerpo, como si lo viera a través de un túnel—. Nicole también lo comentó en la Luna.
—Sí. —Nathaniel arrastró una silla con ruedas desgastada y me pidió por señas que me sentara junto a su mesa—. El presidente Denley no ha hecho todavía ninguna declaración pública, pero, según Clemons, está considerando desmontar el programa espacial, a pesar de los acuerdos con la ONU.
Me hundí en la silla de cuero, que crujió bajo mi peso.
—Eso sería… Clemons me dijo que quería que fuera «la cara de la CAI» y ponerme al frente de la opinión pública. —Me miré las manos, apretadas por la ansiedad—. Incluso admitió haberse equivocado al excluir a las mujeres del programa espacial y que yo tenía razón en que nos necesitaba para demostrar que el espacio era seguro.
Nathaniel silbó.
—No sabía que las cosas fueran tan mal.
—He pensado lo mismo.
Se inclinó y abrió el cajón del escritorio. Dentro había un águila que había empezado a hacer con tarjetas perforadas la última vez que estuve en casa. Se agachó para sacarla, así que no le vi la cara cuando me preguntó:
—¿Quieres ir?
—No lo sé. —Detrás de Nathaniel había un ventilador en una esquina de la mesa que oscilaba de un lado a otro para enfriar la habitación—. O sea, es Marte. Pero son tres años.
—Mínimo. —Dispuso el águila, mis tijeras de coser de latón y un cuenco de pegamento en una fila delante de mí—. Si solo fueran tres meses, ¿querrías ir?
—Sí. Por supuesto.
Me miró.
—¿Y si fueran tres años, pero yo no estuviera en la ecuación?
Inhalé despacio y exhalé.
—Sí. Probablemente. No lo sé. Me perdería la graduación de Tommy. Y el centésimo cumpleaños de la tía Esther. —Necesitaba hacer algo con las manos o me las destrozaría. Sin duda, por eso Nathaniel había sacado el águila del cajón. Busqué una tarjeta usada en la basura. Se sacudió un poco cuando la saqué—. Clemons quiere que yo esté al frente.
—Lo que implicaría cientos de ruedas de prensa. —Hizo una mueca, consciente de mis… peculiaridades.
—Exacto. Además, me costaría mucho alcanzar al resto del equipo. Llevan catorce meses preparándose.
Solo considerarlo ya era una locura, pero el mismo anhelo que me empujó a entrar en el programa espacial daba volteretas en mi corazón como un niño de cinco años en el circo. Podría ir, ver, explorar, volar bajo un cielo diferente.
—¿Tú irías?
—Sí. Si pudiera hacer todo esto desde el espacio. —Señaló la mesa con la mano. Los papeles se apilaban en ángulos desordenados que representaban el interior de su mente en mitad de un