El destino celeste. Mary Robinette Kowal
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—De que maneira?
Levanté una ceja.
—¿Ahora hablas portugués?
—Lo intento. —Se encogió de hombros y giramos la esquina en dirección a la entrada del edificio—. Pensé que me sería útil con los miembros brasileños del equipo de Marte. Ahora en serio, ¿Mach cuatro?
—Sí. —Jacira asintió.
—¿Habláis del Tiberius-47? —Me colgué el bolso del codo y me sentí bastante celosa de que Jacira hubiera probado esa maravilla.
—Es una belleza. —Hizo una pausa mientras Parker nos abría la puerta principal—. Estamos probando la eficacia de los arcos parabólicos para recorrer el planeta con un menor consumo de combustible.
Parker nos siguió afuera y dejó que la pesada puerta de cristal y metal se cerrase a nuestras espaldas.
—¿En qué clase de pista puedes aterrizar a esa velocidad?
—Necesité toda la longitud de la… Mierda. —Jacira suspiró y negó con la cabeza—. La niña de la granja Williams ha vuelto.
Tardé unos segundos en recordar qué era «la granja Williams». Un cohete había caído en la granja y matado a la mayoría de los habitantes. Jacira miraba a una niña con trenzas castañas, vestida con un mono andrajoso, que estaba entre un grupo de niños de aspecto similar.
La había visto antes, pero de esa forma en que ves a la misma gente a diario sin fijarte demasiado. Incluso entonces, cuando Jacira la señaló, no destacaba entre la multitud. Al mirarla, nada en ella indicaba que hubiera vivido una tragedia. Pobre niña.
Betty se giró y nos dirigió una sonrisa deslumbrante, como si no pasara nada.
—Tendremos que tratarla con cuidado. Alguno de los periodistas de fuera la habrá traído como complemento para…
Me separé del grupo y me acerqué a la verja. No soportaba oírla hablar así de una niña cuya familia había muerto, como si fuera una herramienta. Era una cría. «Tratarla con cuidado», y una porra. Crucé las puertas y me abrí paso entre la multitud de periodistas y su séquito. Todos me gritaban.
—¡Doctora York! ¿Qué querían los asaltantes?
—¡Elma! ¿Pasó miedo?
—¿Los gérmenes espaciales son peligrosos?
A aquellas alturas, tenía práctica en ignorar las preguntas, así que seguí adelante y dejé que se apartaran de mi camino. Me acerqué a la chica Williams. Ella levantó la cabecita para mirarme.
Su voz se elevó con el tono agudo de los niños.
—¿Todavía va a ir a Marte?
Asentí con la cabeza, aunque nunca había formado parte de la misión.
—Quizá tú también vayas algún día. ¿Cómo te llamas?
—Dorothy. —Jugueteó con una de sus trenzas. Mientras tanto, a nuestro alrededor, los cámaras nos fotografiaban. Alguien nos grababa, pero por mí podían irse al cuerno; me daban igual. Dorothy ladeó la cabeza, como si lo considerase.
—¿Tendrá hijos en Marte?
La franqueza de los niños. Se me encogió el pecho, como si sus palabras me hubieran dejado sin aire. Era imposible que supiera de mi conversación con Nathaniel. Como si hubiera habido solo una. Había sido una discusión que se había alargado durante dos años y, aunque parecía resuelta, no me resultaba fácil. Sin embargo, esbocé la sonrisa de rigor, la que pones cuando vas vestida con setenta y tres kilos de traje espacial en la gravedad de la Tierra mientras un fotógrafo te hace una foto más.
Había aprendido a sonreír a pesar del dolor.
—Sí, cariño. Todos los niños que nazcan en Marte estarán allí gracias a mí.
—¿Y los que nacen aquí?
¿Qué pasaba con los huérfanos como ella y con todas las personas que el Gobierno no consideraba importantes? Peor aún, si se desmantelaba el programa espacial, ¿qué pasaría con todos los niños como ella, que crecerían en una Tierra moribunda? Me arrodillé ante Dorothy, que había tomado mi decisión por mí, y saqué el águila del bolso.
—Son los más importantes.
Después de hablar con Dorothy y los demás niños, volví a entrar y fui directa a la oficina de Clemons. La señora Kare, su secretaria, levantó la vista de la máquina de escribir con una sonrisa.
—Doctora York, qué alegría tenerla de nuevo en la Tierra.
—Gracias. —Señalé con la cabeza al interior del despacho—. ¿Está aquí?
—Sí, y creo que no está al teléfono. Deje que lo compruebe. —Presionó el botón del intercomunicador—. ¿Señor? York ha venido a verlo.
—¿Cuál de ellos?
—La astronauta.
Lo oí gruñir a través de la puerta y del intercomunicador.
—Que pase.
Incluso después de tantos años, a veces se me humedecían las palmas de las manos cuando tenía que hablar con Clemons. No era racional, pero el cerebro hacía cosas raras. Sea como sea, me limpié las palmas en los pantalones antes de abrir la puerta al interior lleno de humo de tabaco del despacho.
Clemons tenía un puro en una mano. Se reclinó en la silla y me miró mientras entraba. Su barriga habría crecido con los años, pero su cara no había perdido ni una gota de severidad.
—Siéntese.
—No le robaré mucho tiempo. —Me senté en la silla frente a él, molesta porque ya me estaba disculpando por la intromisión—. Lo haré. Iré a Marte.
Apagó el puro y dio una palmada con una sonrisa, encantado.
—Queridísima Elma, no se hace una idea de lo importante que es esto.
Acababa de conocer a los niños a los que nuestro triunfo o fracaso afectaría directamente. Estaba casi segura de que me hacía una mejor idea de lo que estaba en juego que Clemons, aislado en su despacho.
—Haré todo lo que esté en mi mano para que sigamos adelante.
—Excelente. —Metió la mano en el cajón del archivador de su mesa y sacó una carpeta—. Le pedí a la señora Kare que le preparase un dosier; esperaba que dijera que sí. Aquí tiene la línea temporal inicial y el plan para que se ponga al día con el resto del equipo.
Revisamos la información y me la explicó a grandes rasgos. Al mirar los parámetros y todo lo que tendría que aprender para ponerme al día, empecé a emocionarme. Llevaba tanto tiempo sin enfrentarme