El destino celeste. Mary Robinette Kowal

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El destino celeste - Mary Robinette Kowal La astronauta

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me subí al tranvía para ir el centro y abrí el dosier para echarle un vistazo, no me di cuenta de que no le había contado a Nathaniel que ya había tomado una decisión.

      Vivir en el espacio por mi cuenta me había hecho olvidar cómo formar parte de una pareja.

      Capítulo 5

      Los clérigos piden la paz en Chicago

      La ciudad se calma mientras los sacerdotes cruzan el distrito negro

      Boletín especial para The National Times

      Chicago, Illinois, 28 de agosto de 1961 — En el barrio del West Side de Chicago, devastado por los disturbios, hoy reinaba la calma, pero la Guardia Nacional ha permanecido alerta en cinco armerías de la ciudad. Varias brigadas policiales armadas han patrullado la zona para evitar que se repitieran los eventos violentos que resultaron en sesenta heridos el viernes pasado por la noche. Las tabernas seguirán cerradas hasta nuevo aviso.

      Los líderes del movimiento por los derechos civiles han explicado que la mayoría de los trabajos disponibles en la región son en la industria espacial, mientras que el nivel educativo promedio no va más allá de la educación secundaria debido al alto número de refugiados de la Costa Este cuya escolaridad se vio interrumpida abruptamente por el meteoro. Dado que muchos de estos hombres no están cualificados para trabajar en el campo de la tecnología punta, la tasa de desempleo es del dieciocho por ciento en el distrito. Las organizaciones en la comunidad carecen de liderazgo y los grupos marginales militantes, como el movimiento La Tierra Primero, han tratado de llenar el vacío con cierto éxito.

      En la colonia comía en la cafetería con el resto de la colonia, pero en casa cocinaba. A veces lo hacía como respuesta al estrés. A veces, cocinaba por estrés un banquete kosher completo. Después de hablar con Clemons, hasta preparé una tarta. Cuando Nathaniel llegó a casa, la humedad reinaba en el apartamento, que olía a chocolate, romero, carne y vino tinto. Me senté delante del ventilador y me incliné hacia delante para que el aire refrescara mi escote. Me arrepentí de mi decisión de preparar la cena a la vez que me preguntaba si debía hacer otro plato.

      El arrepentimiento se esfumó en cuanto Nathaniel apareció en la puerta y ladeó la cabeza. Inhaló y sonrió.

      —¿Has preparado ternera bourguignon?

      —Y patatas asadas. Y ensalada. —Me levanté y desbloqueé el ventilador para que volviera a girar—. Y galletas.

      Dejó el maletín junto a la puerta y colgó el sombrero en el perchero.

      —¿He mencionado lo muchísimo que te echaba de menos?

      —Le he dicho a Clemons que iré. —Me mordí el labio. Mierda. Quería contárselo durante la cena—. Lo siento.

      Nathaniel cruzó la habitación y me cogió las manos. Las apretó con cariño y las observó como si fueran algo extraordinario. Suspiró, pero una sonrisa le suavizó la expresión.

      —En fin, ya sabía que irías.

      —Lo siento. Todavía estoy a tiempo de echarme atrás.

      —Elma, no. —Levantó la mirada y tenía los ojos humedecidos. Me puse a temblar. Me levantó la mano izquierda y me besó el dedo anular—. Estaba seguro de que querías ir, pero estaba esperando a que te dieras cuenta por ti misma. Por si me equivocaba.

      —Pero…

      Mi marido negó con la cabeza, aún con una sonrisa en los labios, pero tenía los ojos rojos.

      —No quiero que te quedes en la Tierra mientras anhelas estar entre las estrellas. Eso no es un matrimonio.

      Mi separación física de Nathaniel comenzó casi de inmediato. La formación de la que Helen me había hablado se llevaba a cabo en el planetario Adler. Sigo a la espera de que se les ocurra algo mejor que un sextante para navegar por el espacio, pero, sin un campo magnético, dependíamos de las estrellas. Es cierto, contábamos con la UMI, la unidad de medición inercial, pero todavía necesitábamos las estrellas como referencia y, dado que la UMI no eran más que un montón de giroscopios, requería que una persona estudiase previamente el firmamento. Con un sextante.

      Además, había que reajustar la UMI cada cierto tiempo en el transcurso de un viaje largo porque los giroscopios se desviaban y, para restaurarla a una alineación estelar precisa, otro astronauta tenía que volver a observar las estrellas. Con un sextante.

      Yo sabía usar uno, por supuesto; estaba acostumbrada a hacerlo en el trayecto de la Luna a Lunetta, pero las estrellas que necesitábamos para el viaje a Marte eran diferentes. Me uniría a las calculadoras de vuelo y a los pilotos para aprender a reconocer las estrellas del viaje a Marte. Con un sextante.

      El resto de las calculadoras y los pilotos ya estaban en Chicago en el Planetario Adler, así que me uniría a ellos tras dos semanas en casa con Nathaniel. Habría preferido pilotar un T-38, pero, al viajar en un vuelo comercial, podía aprovechar el tiempo para estudiar las pilas de documentos que necesitaba para ponerme al día. Aunque no estaba ni remotamente cerca de ponerme al día, para cuando subí las escaleras del Adler al menos ya sabía qué preguntas hacer.

      No dejes que el anticuado estilo art decó del Adler te engañe. El mármol habría pasado de moda hacía treinta años, pero el planetario en sí era de última generación. Además, me encantan los planetarios.

      Suena un poco ridículo, dado que pasaba la mitad de mi vida en el espacio, pero rara vez se veían las estrellas en la Luna. Vivíamos enterrados en tubos e, incluso cuando no era el caso, había que estar a la sombra de la Tierra para que el cielo fuera lo bastante oscuro. Además, en los planetarios se puede acelerar el tiempo y rotar el cielo a la orientación que desees.

      Abrí la puerta con una sonrisa y una abultada carpeta en mis brazos. Betty saltó de la silla y me sonrió.

      —¡Elma! Pensé que bromeaban cuando dijeron que te unirías al equipo.

      Le di un abrazo rápido.

      —Clemons te ha mandado aquí, ¿eh?

      Betty asintió y señaló a un fotógrafo que estaba detrás de ella.

      —¿Te importa que esté Phil?

      —Claro que no. —Saludé al hombre con un gesto de la cabeza y decidí que lo ignoraría. Me acerqué al resto del equipo.

      Equipos, más bien. Había una nave de carga no tripulada, la Santa María, pero las dos naves tripuladas eran idénticas la una a la otra, apodadas cariñosamente la Niña y la Pinta. Cada una contaba con dos pilotos y dos calculadoras de vuelo porque a la CAI le encantaba la redundancia. Todos tenían las narices pegadas a las gruesas carpetas que nos había dado la CAI y apenas me miraron cuando me acerqué a saludar.

      Derek Benkoski y Vanderbilt DeBeer era los pilotos de la Pinta. Podrían haber sido gemelos, ambos salidos del mismo molde militar de hombros erguidos y mandíbulas cinceladas. No importaba que uno fuera polaco-estadounidense y el otro sudafricano. Las calculadoras del equipo también eran blancas. Se rumoreaba que Sudáfrica había amenazado con retirar la financiación a menos que

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