El destino celeste. Mary Robinette Kowal
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El destino celeste - Mary Robinette Kowal страница 14
—Y tres años lejos de ti.
—Pero, si yo no estuviera en la ecuación, irías.
—No eres una variable que se pueda eliminar. —Alineé la tarjeta perforada con el resto del águila y los agujeritos parpadearon por la luz al deslizarla en su sitio. Ojalá fuese tan fácil encontrar las palabras. Tenía que haber una manera de seguir aquella conversación y salir del bucle—. Ya ha sido muy duro en la Luna y solo hemos estado separados tres meses. Y desde allí podíamos hablar de vez en cuando y enviarnos cartas.
Agitó la mano como si eso no fuera un problema.
—El programa tiene un teletipo establecido para los cónyuges y un canal de radio exclusivo. Sí, habría un retraso notable, pero podríamos hablar. Habías pensado en retirarte. Cuéntame otra vez por qué.
Suspiré, pero por eso había acudido a él. Aparte de porque era mi marido y aquella decisión le afectaría directamente. Nathaniel me ayudaba a entenderme mejor a mí misma, a veces solo con sus preguntas.
—Por muchas razones. El recorrido que hago… Soy básicamente una conductora de autobús. Sí, claro, un autobús en el espacio, pero aun así… Quiero hacer algo importante. Lo cual es sumamente banal y egocéntrico, y debería sentirme agradecida por tener trabajo, pero…
Nathaniel se aclaró la garganta y me miró con las cejas levantadas.
Hice una pausa y cerré los ojos. Diantres. Nunca superaría la sensación de que debía disculparme por querer sobresalir. «2, 3, 5, 7, 11, 13…».
—Quiero marcar la diferencia. —No me fulminó ningún rayo. Abrí los ojos y me concentré en las garras del águila, pero avancé a la parte más difícil de la conversación—. Pero si queremos formar una familia…
Se arrancó un hilo suelto de la rodilla de los pantalones.
—Podemos esperar hasta que vuelvas.
—¿Seguro? —Suspiré mientras cortaba la parte sobrante de una tarjeta, que cayó flotando sobre la mesa. Seguíamos postergando el tema de los hijos y teníamos razones de peso, pero si me iba…—. La radiación. El tiempo en el espacio y lo que les hará a mis huesos, incluso con los ejercicios de mejora. Quizá no sea capaz de tener hijos cuando vuelva.
—Si es así y no tiene solución, entonces la raza humana estará condenada de todos modos. —Nathaniel se frotó la nuca y miró al suelo—. Perdona. He sido un poco brusco. De acuerdo. Digamos que te retiras del programa espacial. ¿Qué harías?
Abrí la boca y, al respirar, el aire trajo consigo una visión de ese posible futuro. Trabajaría en el departamento de informática hasta que me quedase embarazada. Entonces, me despedirían. Cocinaría, limpiaría, criaría a nuestro hijo hasta que alcanzara cierta edad y me haría voluntaria de organizaciones benéficas, como había hecho mi madre. Todo ello sería importante, pero en una esfera muy pequeña y reducida. Las matemáticas, pilotar y el espacio serían puertas cerradas.
—Rayos.
Nathaniel resopló. Se inclinó hacia delante y me puso una mano en el brazo.
—¿Serías feliz?
Deseaba ambas cosas. ¿Por qué no podía tenerlas? Pero tenía razón. No quería renunciar a los vuelos espaciales. Sí, era una conductora de autobús glorificada, pero era un trabajo de una belleza que no existía en la Tierra. Lo de Marte seguía sin estar claro, pero…
—No. —Busqué otra tarjeta perforada para no tener que mirarlo a la cara al admitir mi egoísmo—. Quiero tener hijos, pero la vida que deseo no sería justa para ellos. Si no es Marte, será otra cosa la que absorba mi atención y mi tiempo.
Cogió aire como si quisiera decir algo, pero contuvo la respiración. No lo presioné para que me dijera lo que había decidido callarse y, en su lugar, me concentré en mi manualidad. Digo esto, pero mientras el pájaro tomaba forma bajo mis dedos, era evidente que yo respondía a su silencio, porque coloqué tarjetas perforadas para crear un huevo entre las garras del águila. No obstante, mientras el pájaro tomaba forma bajo mis dedos, fue como si respondiera a su silencio, porque coloqué las tarjetas para crear un huevo entre las garras del águila.
La silla crujió cuando se dejó caer hacia atrás.
—De acuerdo. Los niños quedan fuera de la ecuación. Eso simplifica las cosas. ¿Quieres ir?
—No lo sé. —Tres años. Tres años separada de aquel hombre que me entendía tan bien que no me cuestionaba ni intentaba convencerme de que me equivocaba. A diferencia de en el espacio, aquí mis lágrimas caían, y el águila en mis manos se volvió borrosa.
Nathaniel me la quitó con cariño y me abrazó. En retrospectiva, supongo que el águila había respondido a todas sus preguntas.
Estaba volando, pero volvía la cabeza hacia un lado, como si mirase hacia atrás por encima del hombro. Tenía un huevo entre las garras. El simbolismo era un poco brusco, pero claro.
Incluso después de hablar con Nathaniel, seguía inquieta y no tenía ni idea de qué respuesta darle a Clemons. Como mi marido todavía tenía trabajo, fingí estar bien y él me lo permitió, aunque que no se lo creyó. Salí al pasillo para volver al ala de astronautas y me detuve.
No tenía nada que hacer porque Clemons me había despejado la agenda para que me pusiera al día con Marte. Asumió que diría «sí». Podría adoptar una postura benevolente y pensar que su objetivo era darme espacio para que tomase una decisión, pero no tenía sentido ignorar las experiencias anteriores.
Acuné la nueva águila de tarjetas perforadas en una mano y me dirigí al ala de los astronautas para coger mi bolso. Si no tenía nada que hacer, sería mejor irme. Quizá pasaría por una librería, me iría a casa y hundiría los dedos de los pies en la nueva alfombra.
De camino al despacho, me encontré con Jacira y Parker, que salían con Betty, quien había pasado de ser astronauta a relaciones públicas. A medida que el cuerpo de astronautas crecía, los trabajos se especializaron y Clemons reconoció que tenía más sentido usar a Betty como relaciones públicas que como piloto. Se la veía más feliz así y hacía entrevistas en la Tierra y en el espacio. Saludé a Parker con un gesto seco de la cabeza, pero él me sonrió. Nunca me había fiado de esa sonrisa.
—York, vamos a la entrada a firmar algunos autógrafos. ¿Quieres venir?
Sabía que odiaba firmar autógrafos. A Betty se le iluminó el rostro y se balanceó sobre los dedos de los pies. Detrás de ella, Jacira me dirigió una mirada y juntó las manos en gesto
de súplica. Era difícil decirle que no cuando parecía un cachorrillo desesperado.
—Claro. Dadme un minuto para ir a por el bolso. —Pasé por delante de ellos para entrar en mi pequeño despacho y lo cogí del escritorio. Con cuidado, metí el águila dentro para llevarla a casa.
Cuando volví, Parker tenía las manos en las caderas y levantaba la barbilla.
—No