El destino celeste. Mary Robinette Kowal
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—Oye, Eugene. Ya que vuelas con Parker, no pasaría nada si se te cayeran por accidente. —Señalé los papeles que llevaba.
El hombre sonrió.
—Si buscas la lista de turnos, siento decepcionarte. Solo son recortes de recetas para Myrtle.
—Porras.
Abrió la escotilla y nos dirigimos a Midtown.
La diferencia de presión arrastró un olor poco común en la Luna, a marga y a verde, junto con el suave aroma del agua. El centro de la colonia era una amplia cúpula abierta que permitía la entrada de luz filtrada que alimentaba las plantas que crecían en el interior. Era la primera estructura permanente.
Las áreas cercanas a las paredes habían sido divididas en alojamientos residenciales. A veces deseaba dormir todavía allí, pero las nuevas estancias de los pilotos se encontraban junto a los puertos, lo que resultaba más conveniente. Se habían construido otros cubículos para oficinas y un restaurante. También había una barbería, una tienda de segunda mano y un «museo de arte».
En el centro había un pequeño «parque». No era mucho más grande que un par de camas matrimoniales atravesado por un camino, pero era verde.
¿Qué habíamos plantado en ese suelo acondicionado con sumo cuidado? Dientes de león. Al parecer, si se preparan de la forma correcta, son sabrosos y nutritivos. Otro gran favorito era el higo chumbo, que tiene unas flores hermosas que se convierten en vainas de semillas dulces y unas hojas planas que se pueden asar u hornear. Por lo visto, muchos de los hierbajos de la naturaleza se adaptaban bien a crecer en suelos con escasos nutrientes.
—Toma ya. —Eugene se palmeó el muslo—. Los dientes de león han florecido. Myrtle lleva un tiempo amenazando con preparar vino de diente de león.
—Más que a amenaza, suena a promesa. —Nicole pasó de largo junto a las camas elevadas—. Elma, saluda también de mi parte a un martini seco cuando llegues a casa.
—Me tomaré uno doble.
Había pensado que Nathaniel y yo estaríamos entre los primeros colonos de la Luna, pero, después de establecer la base Artemisa, la agencia se había centrado en la colonización de Marte, y él había tenido que quedarse en la Tierra para dirigir la planificación.
Marte era el protagonista de todas las conversaciones en la CAI. Las calculadoras mientras trabajaban en sus ecuaciones, las chicas que transcribían las líneas de código interminables en las tarjetas perforadas, las señoras de la cafetería que servían puré de patatas y guisantes verdes, Nathaniel con sus cálculos; todo el mundo hablaba de Marte.
En la Luna pasaba lo mismo. Al otro lado de Midtown habían erigido en una especie de podio una pantalla de televisión gigante de cuarenta y ocho pulgadas que habían sacado del centro de lanzamiento. Daba la sensación de que la mitad de la colonia estaba allí, apiñada alrededor del aparato.
Los Hilliard se habían traído una manta y lo que parecía un pícnic. No eran los únicos que trataban de convertir aquello en una velada social. Los Chan, los Bhatrami y los Ramírez también se habían acomodado en el suelo cerca del podio. Todavía no había niños, pero, por lo demás, casi parecía una ciudad de verdad.
Myrtle también había extendido una manta y le hizo señas a Eugene. Él sonrió y le devolvió el saludo.
—Ahí está. ¿Os unís a nosotros, señoras? Hay sitio de sobra.
—¡Gracias! Será un placer.
Lo seguí hasta la manta, que parecía compuesta de uniformes viejos, y me senté junto a Eugene y Myrtle. Se había cortado el pelo de su moño habitual en un estilo más adecuado para la Luna, sobre todo porque la laca en espray no era un producto que abundase en el espacio. Eugene y ella se habían ofrecido como voluntarios para formar parte de los residentes permanentes. Los echaba mucho de menos cuando volvía a la Tierra.
—¡Eh! —gritó alguien para hacerse oír por encima de los murmullos—. Ya empieza.
Me puse de rodillas para mirar por encima de las cabezas de la gente que teníamos delante. La imagen granulada en blanco y negro mostraba una emisión del Control de Misión en Kansas, aunque llegaba con un retraso de 1,3 segundos. Estudié la pantalla en busca de Nathaniel. Me encantaba mi trabajo, pero pasar meses separada de mi marido era duro. A veces, dejarlo y volver a ser calculadora me parecía una idea de lo más atractiva.
En la retransmisión, Basira trabajaba en las ecuaciones mientras el teletipo escupía una página tras otra. Trazó una gruesa línea debajo de un número y levantó la cabeza.
—La huella doppler indica que la separación en dos etapas se ha completado.
Se me aceleró el corazón; eso significaba que la sonda estaba a punto de entrar en la atmósfera marciana. O que ya había entrado. Era curioso, todos los números que recibía de Marte eran de hacía veinte minutos. La misión ya había triunfado o había fracasado.
Veinte minutos. Miré el reloj. ¿Cuánto tiempo me quedaba antes de ir al hangar? La voz de Nathaniel salió del televisor y contuve la respiración con anhelo.
—Entrada en la atmósfera en tres, dos, uno… Velocidad de 117 000 kilómetros. La distancia hasta el punto de amartizaje es de 703 kilómetros. Se espera que el paracaídas se despliegue en cinco segundos. Cuatro, tres, dos, uno, cero. Esperando confirmación.
Toda la cúpula contuvo la respiración y solo se oía el zumbido bajo y constante de los ventiladores que removían el aire. Me incliné hacia la pantalla, como si así fuera a distinguir los números que salían del teletipo o a ayudar a Basira con los cálculos. Aunque, para ser sincera, llevaba cuatro años fuera del departamento de informática y sin hacer nada más complicado que mecánica orbital básica.
—Paracaídas confirmado. Lo hemos detectado.
Alguien gritó con alegría en la cúpula. Todavía no habíamos amartizado, pero quedaba muy poco. Me aferré con los dedos a una esquina de la colcha, como si pudiera guiar la sonda desde allí.
—A la espera de confirmación de la nave de que se ha producido la ignición del cohete de frenado.
De nuevo, Nathaniel hablaba de un suceso que había ocurrido veinte minutos atrás y yo lo escuchaba con 1,3 segundos de retraso. Los caprichos de la vida en el espacio.
—En este momento, ya debería haber tocado tierra.
Dios, por favor, que tenga razón. Si la sonda no consigue amartizar, la misión a Marte se interrumpiría de inmediato. Miré el reloj. Ya debería haber anunciado la confirmación del amartizaje, pero los segundos seguían pasando.
—Un momento. Estamos esperando la confirmación de la Red de Espacio Profundo y de la estación repetidora de Lunetta.
Nathaniel ya no salía en pantalla, pero me lo imaginaba de pie frente a su mesa, apretando el lápiz con tanta fuerza que estaría a punto de partirse en dos.
Se oyó un pitido.
A mi lado, Nicole jadeó.
—¿Qué es eso?