El destino celeste. Mary Robinette Kowal

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El destino celeste - Mary Robinette Kowal La astronauta

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y caballeros, lo que oyen es la señal de confirmación de la sonda de Marte. Esta es la primera transmisión desde otro planeta. Confirmado. La sonda Friendship ha amartizado, lo que allana el camino para una misión tripulada.

      Me puse en pie de un salto, todos lo hicimos, y me olvidé de la gravedad. Celebré el triunfo de la sonda y del equipo que había planeado la misión mientras reía y flotaba con torpeza por el aire.

      —Llegas tarde.

      Grissom me fulminó con la mirada cuando entré en la sala de pilotos del puerto. Tenía la maleta de viaje apoyada en el banco y bebía un café envasado.

      Miré el reloj de la pared.

      —Por treinta segundos.

      —Sigue siendo tarde.

      Tenía razón, pero no había nadie más para darse cuenta de ello y quedaban dos horas para el lanzamiento.

      —Y tú sigues siendo feo.

      —Ja. Supuse que estabas viendo el amartizaje.

      Me pasó los planes de vuelo para que los revisáramos mientras caminábamos hacia la nave. Grissom se quejaba mucho, pero era igual de adicto al espacio que yo.

      Asentí y hojeé las páginas de tiempos y tasas de combustión, inclinación y velocidad. Habíamos pasado tres días preparando el trayecto a Lunetta durante los cuales no habíamos tenido mucho más que hacer que vigilar los indicadores. Por Dios, si incluso el aumento lento de presión de la psi de la base lunar a la psi estándar de Lunetta estaba automatizado.

      —Todavía no hay nada que ver, pero quería… no lo sé. Quería estar allí.

      Grimssom gruñó.

      —Ya. Yo hice lo mismo en el alunizaje.

      El silencio se instaló entre los dos durante unos segundos con el recordatorio de que yo había participado en esa misión hacía tres años. Me había convertido en una especie de celebridad, lo cual era parte del motivo por el que disfrutaba de la vida en la Luna un poquito más que de la vida en la Tierra. No tenía que lidiar con admiradores. Al menos, por lo general.

      —¿Lo has visto? El amartizaje, digo.

      —No. Lo he escuchado en la radio. —Se encogió de hombros cuando llegamos al pasillo que conducía a la nave—. He pasado un rato con mi chica antes de salir. Me mandan al puerto espacial de Brasil durante un mes para entrenar en la nueva nave.

      —¿La de clase Polaris? —Silbé cuando asintió—. Envidia confirmada.

      Resopló.

      —Me costará una semana mantenerme en pie, con todo el tiempo que llevo aquí arriba. La formación en sí no durará más de dos semanas.

      —Aun así. Las descripciones de la nave hacen que parezca un sueño. Además, Brasil es mucho mejor que Kansas. —Me detuve ante la escotilla de la cabina del piloto para el recorrido en tierra y comprobé que el indicador de presión delta estuviera a 4,9 antes de abrir. Siempre existía la posibilidad de que no hubiera ninguna nave al otro lado, aunque estuviéramos en el puerto correcto—. Un aterrizaje vertical facilitará mucho las cosas al volver a casa.

      —No será tan suave como en la Luna. —Se encogió de hombros—. A mí me gusta el planeador, la verdad. Hay más visibilidad en la aproximación, pero en Brasil no se depende tanto del clima y los huracanes empeoran cada vez más. Por otro lado, no me importa pasar unos días de más en órbita hasta encontrar un hueco.

      —Ya, pero eso es porque le tienes pánico a la aclimatación a la gravedad. —Me agaché para entrar en el reducido compartimento para pilotos. La débil gravedad artificial de la sección rotativa de Lunetta era un tercio de la de la Tierra, igual que la de Marte, y servía de transición para la gente que volvía de la Luna—. Espero que haga buen tiempo cuando aterricemos. Qué ganas tengo de llegar a casa.

      —Pues no haber llegado tarde.

      Le saqué la lengua entre risas y nos centramos en la comprobación previa al vuelo. Una de las ventajas de despegar desde la Luna es que hay muchas menos variables que en la Tierra. Dada la falta de atmósfera, no había que lidiar con el clima ni con el viento ni con nada más que no fuera un poco de gravedad.

      El compartimento de pasajeros detrás de nosotros tenía espacio para veinte personas. En la mayoría de los trayectos iba lleno de especialistas que volvían a la Tierra después de finalizar el proyecto por el que habían venido en primer lugar. La bodega de carga también solía ir llena de equipaje, de experimentos científicos y de algunos artículos de exportación. Por ejemplo, una de las geólogas tallaba roca lunar y sus esculturas se vendían por cantidades asombrosas en la Tierra. Las «colchas lunares» de Myrtle, hechas de tela reciclada, también se vendían lo bastante bien como para financiar la universidad de sus tres hijos. El éxito de las artes en el espacio era sorprendente. Incluso yo me había animado a hacer una especie de esculturas de papel fabricadas con tarjetas perforadas antiguas, pero no me había atrevido todavía a ponerlas a la venta.

      Hasta las personas de la Tierra a las que no les gustaba el programa espacial se emocionaban por todo lo que llegara de la Luna. Después de romantizar un lugar durante milenios en los mitos y las leyendas, costaba un poco que esa fascinación desapareciera.

      Grissom y yo habíamos volado juntos lo suficiente como para que la comprobación previa fuera algo rutinario. No es que nos saltásemos ningún paso. Por muy rutinario que fuese y a pesar de la ausencia de condiciones climáticas, nos sentábamos en lo que era, básicamente, una bomba.

      Es curioso cómo llegas a acostumbrarte a cualquier cosa. Dos horas después, terminamos con la lista de verificación y todos los pasajeros ya estaban amarrados a sus asientos. Grissom me miró y asintió.

      —Pongámonos en marcha.

      Los motores despertaron con un susurro casi imperceptible en el silencio de la superficie sin aire de la Luna. Despegamos y, al acelerar, sentí el peso de nuevo, como si la Luna tirase de mí para retenerme. A nuestros pies, cráteres grises y marrones se desprendían, arrastrados por las llamas del cohete.

      Decía que, al final, te acostumbras a cualquier cosa. Quizá era mentira.

      Cuando llegamos a la órbita baja de la Tierra y nos acoplamos a la estación orbital, era una astronauta piloto; aunque fuera sentada en el asiento del copiloto y me encargase sobre todo de los cálculos de navegación, era una parte fundamental del proceso. Grissom y yo entregamos la nave a los nuevos pilotos que iban a reemplazarnos y empezarían una estancia de tres meses en la Luna, y entraron en la cabina.

      Al salir de Lunetta, solo era una pasajera terrestre más que salía de la órbita. Hasta el momento, la Coalición Aeroespacial Internacional no había contratado a ninguna mujer como piloto para los grandes cohetes orbitales. No existía una política oficial que nos prohibiera pilotarlos, pero, cuando preguntaba, siempre recibía como respuesta que querían aprovechar mi experiencia «donde era más valiosa». Dado que las mujeres habían entrado en el cuerpo de astronautas gracias a nuestras habilidades como calculadoras, era complicado conseguir que nos dejasen ocupar otros puestos.

      Entré flotando en el compartimento de los pasajeros junto con el resto de los habitantes de la Tierra. Aunque Lunetta tenía gravedad artificial en el anillo exterior giratorio, el centro permanecía

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