El destino celeste. Mary Robinette Kowal
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El capitán inclinó la nave para iniciar la primera de una serie de largas curvas en forma de s con el fin de reducir la velocidad. Las fuerzas g nos asaltaron y me aplastaron en el asiento. Eran solo dos g, pero, después de pasar meses a un dieciseisavo, sentía como si me enterrasen en el barro.
Las fuerzas g siguieron aumentando y me clavaron al asiento. Esperé a que el capitán nos sacara de la curva y cambiase la dirección hacia la siguiente parte de la s, pero la rotación continuó. Aquello no era rutinario.
Pero, atrapada en el compartimento de pasajeros, no había nada que pudiera hacer.
Capítulo 2
La Cygnus 14 se desvía del rumbo debido a un error o a un fallo del sistema
Por Steven Lee Myers
Kansas City (Kansas), 20 de agosto de 1961 — Una de las naves espaciales de clase Cygnus que transportaba astronautas de la estación espacial Lunetta de la Coalición Aeroespacial Internacional de regreso a la Tierra aterrizó hoy a unos 420 kilómetros de su objetivo previsto, según fuentes oficiales, a causa de un fallo técnico o a un error del piloto durante el descenso. La nave es una variante de las que se utilizan desde el inicio del programa, pero este modelo en particular era una versión nueva que hacía su primer viaje con cohetes y sistemas de control modificados pensados para facilitar el descenso y el aterrizaje.
Los brazos me pesaban dos mil kilos y un caballo se sentaba sobre mi pecho, daba coces a las paredes y las hacía retumbar. Abrí los ojos con esfuerzo para ver por qué nadie lo ahuyentaba y me encontré con un campo gris de regolito. No era la Luna. No. Era la silla de delante. Giré la cabeza con un gruñido, pero me detuve cuando las náuseas me revolvieron el estómago.
En algún momento, la fuerza g había aumentado lo suficiente como para que me desmayase. No sé cómo el capitán se las había arreglado para aterrizar el cohete ni qué había fallado, pero, milagrosamente, habíamos sobrevivido.
Los golpes continuaron, aunque el caballo solo era, en realidad, el peso de mi cuerpo sometido a la gravedad de la Tierra por primera vez en tres meses. El aire apestaba a vómito y orina. Despacio, giré la cabeza para comprobar el panel de telemetría de soporte vital. Los parámetros eran los normales de la Tierra, pero, hasta que abrieran la puerta, estaríamos encerrados en una lata hermética y había que seguir los protocolos.
Después me volví para asegurarme de que Helen estaba bien. Seguía inconsciente, lo que no era sorprendente, pero, por lo demás, parecía ilesa.
Cerré los ojos y respiré por la boca poco a poco mientras esperábamos a que el equipo de rescate subiera a bordo. Se estaban tomando su tiempo. Por otra parte, no sabía cuánto tiempo llevábamos allí ni con qué otros problemas tendrían que lidiar. Quizá una de las ruedas de aterrizaje se había incendiado o algo parecido.
Después de una cantidad de tiempo vergonzosa, por fin me di cuenta de que los golpes provenían de la escotilla. Estaría atascada. A pesar de que mi educación sureña me empujaba a levantarme e intentar ayudar, los años de formación como astronauta me recordaron la lista de verificación reglamentaria.
¿Olor a humo? No. ¿Oxígeno? Confirmado. ¿Heridos? Yo estaba bien y Helen también; abrí los ojos y, con cuidado, me volví en el asiento para observar la cabina. Los demás pasajeros estaban pálidos o verdosos, pero nadie parecía sufrir nada más grave que un poco de angustia. Crucé la mirada con un hombre negro al otro lado del pasillo que tenía la nariz rota. Era uno de los geólogos del equipo de Marte; no recordaba su nombre.
—¿Deberíamos ayudar con la puerta?
Evité negar con la cabeza.
—Tienen las herramientas. Estamos a salvo, así que dejemos que hagan su trabajo.
Asintió y se puso de color verde. Tragó y le dediqué un gesto compasivo. Al cambiar de un entorno gravitatorio a otro, los movimientos bruscos de cabeza provocaban náuseas.
Leonard Flannery, así se llamaba. Habíamos mantenido una conversación agradable sobre el valle del Loira en la boda de Helen y Reynard. Que no hubiera aprovechado la oportunidad de probar el vino de la región cuando transportaba aviones durante la guerra lo había horrorizado.
Mi decisión de no moverme probó ser la correcta cuando la escotilla se abrió con un silbido por el cambio de presión. El rugido distante de los aviones de seguimiento T-38 retumbó dentro de la cabina. La luz del sol y el aire fresco entraron, acompañados del olor a caucho quemado, a tierra fresca y, casi imperceptible entre lo demás, a hierba recién cortada. Cerré los ojos porque me negaba a llorar por un poco de césped.
—¡Que nadie se mueva! —El seguro de un arma chasqueó, metal contra metal.
Mis ojos se abrieron por voluntad propia. Por la escotilla entraron seis hombres vestidos con ropas de camuflaje de cazador que nos apuntaban con rifles. Eran una mezcla de blancos, negros y otros tonos intermedios y llevaban diferentes tipos de máscaras para cubrirse las caras. Uno llevaba un pasamontañas que ocultaba todos sus rasgos excepto que era negro. Otro, que tenía la piel enrojecida por el sol, se cubría el rostro con un pañuelo, como un bandido de cómic. Un tercero llevaba una máscara de gas y los demás se escondían tras mascarillas de construcción.
¿Cómo habían burlado la seguridad de la CAI? Un segundo. Los aviones de seguimiento seguían dando vueltas. No sabía dónde había tenido que aterrizar el capitán, pero sospechaba que no estábamos en Kansas. No había rutinas ni protocolos para aquello.
A mi lado, Helen gruñó.
—¡Oye, tú, cállate! —Un hombre con pasamontañas, armado y con un acento muy marcado de Brooklyn atravesó el pasillo a zancadas para apuntar a Helen, que levantó la cabeza como un resorte y vomitó. Como la profesional que era, se las apañó para girarse y no mancharme, aunque la bilis le salpicó el muslo. Provocó una ola de arcadas por toda la cabina.
Tragué saliva con la mandíbula en tensión. ¿Quién me iba a decir que los años de lidiar con vómitos provocados por la ansiedad me serían de utilidad algún día? Aun así, tuve que esforzarme por mantener a raya el estrés y el peso de la gravedad mientras el hombre de Brooklyn cambiaba de objetivo con cada nuevo sonido. Detrás de la máscara, entrecerraba los ojos marrones con rabia.
—¿Están enfermos?
Detrás de mí, alguien más vomitó. Otro de los hombres dijo:
—¡No os quitéis las máscaras! No querréis pillarlo.
—Gérmenes espaciales.
Reírse no era la opción más inteligente, pero, sin quererlo, se me escapó un sonoro «¡ja!». Rebotó por la cabina y atrajo todas las miradas. Lo siento, pero ¿gérmenes espaciales? Parecía algo sacado de una radionovela.
—¿Te hace gracia? —El hombre de Brooklyn se acercó a mí y me puso la pistola en la sien. El frío metal se hundió en mi piel hasta presionar