El destino celeste. Mary Robinette Kowal

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El destino celeste - Mary Robinette Kowal La astronauta

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la boca. —El de Brooklyn apuntó a Leonard—. No me apetece escuchar al tío Tom. Tú eres parte del problema y hemos venido a ponerle fin.

      —¡Oye! —El hombre de la máscara de gas avanzó con paso militar y el arma inclinada. Su voz resonaba como la de un sargento de instrucción a pesar de estar amortiguada detrás de un filtro—. Me da igual si están enfermos, se nos acaba el tiempo. No tendremos otra oportunidad como esta. ¡Joder! Eres la mujer astronauta.

      Me había encontrado con admiradores muchas veces, pero no esperaba que me pasara a punta de pistola. No obstante, me daba una ligera idea de qué hacer a continuación.

      Sabía cómo hablar con admiradores. A pesar de tener un arma en la sien, le sonreí. Tras las lentes de la máscara de gas, tenía los ojos de un color avellana fangoso, con una mota oscura en uno de ellos.

      —Debe de gustarte Mr. Wizard.

      —A mi hija le encanta. —Se le suavizó la mirada un instante, pero sacudió la cabeza y cuadró los hombros—. Eso no importa. Aunque… —Llamó la atención del hombre de Brooklyn con unos golpecitos en el brazo—. Ella nos servirá. Le prestarán atención.

      —¿No queríamos a los pilotos?

      —Pero no podemos llegar hasta ellos, ¿verdad? La puta escotilla está sellada. Ella es una celebridad. Un tesoro nacional. Nos harán…

      Se oyeron sirenas en la distancia que se acercaban cada vez más. El de Brooklyn se puso rígido y se volvió hacia la entrada.

      —Mierda. Han llegado muy rápido.

      —¿Qué esperabas, idiota? —Mi admirador extendió la mano y me agarró del brazo para sacarme del asiento sin desatar antes las correas de los hombros.

      —¿Me permites? —Levanté las manos con cuidado para que pudiera verlas—. Hay muchas hebillas.

      Gruñó y retrocedió para dejarme espacio. Me peleé con las correas de los hombros con dedos torpes. La gravedad de la Tierra tiraba de mí y hasta las correas daban la sensación de pesar mil kilos. Daba igual el tiempo que pasara en el gimnasio de la Luna, la primera semana en la Tierra siempre era un infierno. Mientras tanto, las sirenas se acercaban.

      Desde su asiento, Leonard habló:

      —No uséis a una mujer blanca como rehén. Por favor, sabéis lo que pasará.

      Mi admirador dudó un segundo, pero al final negó con la cabeza.

      —Si usamos a un negrata, les dará igual. Pero ¿la mujer astronauta? Así nos harán caso.

      Cuando me liberé de la segunda correa, mi admirador me agarró otra vez del brazo y me obligó a levantarme. Apoyé todo el peso en él y así el asiento que tenía delante mientras mi cerebro trataba de averiguar qué hacer con todo el peso extra. Me esforcé por mantenerme en pie mientras la cabina daba vueltas a mi alrededor. Vomitar me parecía un buen plan.

      —Está… —A Helen se le trabó la voz detrás de mí, pero lo volvió a intentar—. Estará mareada. Caminad despacio si no quieres que te vomite encima.

      Tenía el estómago vacío porque evitaba comer antes de los viajes. Aun así, me quedé quieta para intentar orientarme.

      —¿Qué queréis que haga?

      —Te pondrás en la puerta y les transmitirás nuestras exigencias. —El de Brooklyn me empujó por el pasillo y me tambaleé mientras mis pies se arrastraban por la gravedad.

      Mi admirador me agarró antes de que me cayera.

      —Haz lo que digamos y nadie saldrá herido.

      —Sí, claro. —Empezaba a respirar con dificultad, no sé si por el esfuerzo o por el miedo. Quizá un poco por ambos. Me apoyé en mi admirador para avanzar hasta la escotilla del cohete.

      Los demás pasajeros ya se habían despertado. Antes conocía a todos los miembros del cuerpo de astronautas, pero ahora reconocía a la mitad, y algunos solo me resultaban vagamente familiares. Al menos sabía que Helen, Leonard y Malouf saldrían del apuro. Junto a la puerta, Cecil Marlowe, del departamento de ingeniería, se peleaba con las correas como si tuviera intención de levantarse. Ruby Donaldson parecía una niña con sus coletas rubias, pero había sido médico en el frente durante la guerra.

      ¿Qué estarían haciendo los pilotos en la cabina delantera? Suponía que estaban conscientes y al tanto de lo que pasaba o, al menos, de que alguien que no pertenecía al equipo de rescate había subido a bordo. Había un intercomunicador en la parte trasera, pero no había cámaras. Si estuviera en su lugar, escucharía para tratar de obtener más información. También informaría al Control de Misión.

      Me aclaré la garganta.

      —Y vosotros seis, ¿qué queréis que diga?

      El de Brooklyn me detuvo al final del pasillo.

      —Diles que la Tierra tiene problemas. Que dejen el espacio tranquilo hasta que solucionen los asuntos de aquí abajo.

      Asentí despacio. Eran terraprimeristas; debería haberlo deducido antes. La mayoría eran refugiados de las regiones que más habían sufrido las secuelas del meteorito. El tipo de Brooklyn probablemente lo había perdido todo y, al ser negro, lo habrían abandonado a su suerte en las ruinas de la ciudad.

      —De acuerdo, pero no necesitáis retener al resto de los pasajeros para que yo dé un mensaje.

      —Qué más quisieras.

      —Sería un bonito gesto. —Fuera, los vehículos de rescate se detuvieron con las luces parpadeantes encendidas. Había una ambulancia local y tres camiones de bomberos, pero ni rastro de la CAI. Uno aparcó de lado y leí «Condado de Madison» en el lateral—. ¿Dónde estamos?

      —En Alabama.

      —Vaya, vale. Pasará un rato hasta que alguien de la CAI llegue. —Incluso con los aviones de seguimiento y los rastreadores por radar que indicaban dónde habíamos aterrizado, todavía tendrían que viajar—. Algunas personas no se encuentran bien, ¿por qué no dejáis que vayan a la ambulancia? Aislaría los gérmenes espaciales.

      Uno de los hombres se asomó y volvió a meter la cabeza.

      —Se acercan los técnicos sanitarios.

      —Haz que se detengan. —Mi admirador levantó la barbilla y los filtros de la máscara de gas se tambalearon con el movimiento.

      El hombre de la puerta respiró hondo, sacó su rifle y disparó al aire. El sonido rebotó en la cabina y la llenó de ecos violentos. Gritó hacia afuera.

      —¡Ni un paso más!

      El de Brooklyn me empujó hacia delante. Me clavó el pulgar en la carne del brazo, pero su agarre era lo único que me mantenía en pie.

      Mi admirador me miró.

      —Pídeles que venga un equipo de noticias. Y el presidente. Y el doctor Martin Luther King Jr.

      —Y el secretario general de la ONU

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