El destino celeste. Mary Robinette Kowal

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El destino celeste - Mary Robinette Kowal La astronauta

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      —¡Elma! —Por el pasillo se acercaba Helen Carmouche, antes Liu. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo y las puntas flotaban sobre su cabeza.

      —No sabía que estarías en este cohete. —Con una sonrisa, me impulsé para abrazarla y casi me pasé de la raya. Me había acostumbrado a contar al menos con la microgravedad de la Luna; por suerte, Helen enganchó un pie en un riel como una profesional de la gravedad cero y me atrapó.

      ¿Recuerdas lo que dije de que al final te acostumbras a cualquier cosa? Aquella situación no me resultó diferente a haberla encontrado en un tranvía o un tren.

      —Tengo que volver para realizar una formación en la Tierra. —Miró el asiento a mi lado—. ¿Puedo?

      —¡Por supuesto! —Me elevé para dejarla pasar por debajo de mí—. ¿Qué tal está Reynard?

      Se rio mientras guardaba el bolso en el compartimento del equipaje.

      —Dice que ha repintado la sala de estar. Me da miedo ver qué ha hecho.

      Me acerqué más al «techo» para dejar pasar a los demás pasajeros.

      —¿Por la elección del color o por la falta de habilidad?

      —Dos palabras: rojo marciano. ¿Cómo va a saberlo?

      —Sacudió la cabeza y se colocó las correas con facilidad—. Todavía no hay fotos de la superficie.

      —Podría ser peor. Gris regolito, por ejemplo.

      —Algo neutro sería mejor. —Cerró la escotilla del compartimento del equipaje con un clic—. ¿Qué tal Nathaniel?

      Suspiré sin querer. Se me escapó.

      —¿Bien?

      Se tensó y se agarró al asiento.

      —Eso no suena bien.

      —No, de verdad, está bien. Todo va bien. —Me impulsé hasta el asiento y empecé a abrocharme. Mientras ponía las correas de los hombros en su sitio, sentía los ojos de Helen clavados en mí—. Es duro pasar tanto tiempo separados. Ya sabes cómo es.

      Se sentó a mi lado y me dio una palmadita en la mano.

      —Al menos, nosotras volvemos a casa.

      —Perdona, no debería quejarme por una separación de tres meses. —Helen estaba en el equipo de la misión a Marte, así que había pasado catorce meses de formación y, cuando la expedición partiera el próximo año, Reynard y ella estarían separados otros tres años—. No sé cómo lo haces.

      —Creo que sería más duro si llevásemos más tiempo casados. —Me guiñó el ojo—. Así, alargamos la etapa de luna de miel. Ya me entiendes. Cuando vuelvo a casa…

      —¿Lanzáis cohetes?

      —Desplegamos todos los propulsores.

      Los altavoces crujieron sobre nuestras cabezas.

      —Damas y caballeros, les habla el capitán Cleary. Saldremos de la estación en unos instantes y deberíamos estar de vuelta en la Tierra en la base de Kansas en una hora.

      Rutina. Había hecho el viaje entre la Tierra y la Luna una docena de veces. Con cada vuelo, el procedimiento se perfeccionaba un poco más. Se volvía más normal. No era muy distinto de un viaje en tren por el país. Excepto, claro está, por absolutamente todo.

      Un ruido débil reverberó por la nave cuando el mecanismo de fijación se soltó de la estación. Al otro lado de la diminuta escotilla, la condensación congelada en la superficie de la nave espacial parecía un grupo de luciérnagas que revoloteaban al surgir de entre las sombras de la estación y entrar al abrigo de la luz del sol. La escarcha se arremolinó a nuestro alrededor y brilló sobre la tinta del espacio.

      No dejo de repetir que solo es rutina, pero es mágico. A nuestro alrededor, el imponente arco de la estación giraba en círculos vertiginosos. Si no hubiera estado amarrada, me habría inclinado hacia delante y presionado la cara contra la ventana.

      —¡Allí! —Helen señaló algo que quedaba justo fuera de nuestra vista ante nosotras—. La flota de Marte.

      La nave vibró y comenzó una rotación lenta hasta llegar a la posición para abandonar la órbita. Mientras tanto, la flota de tres naves diseñada para la primera expedición a Marte entró en nuestro campo de visión. Recortadas en el cielo de tinta negra, las dos naves de pasajeros y la nave de suministros destacaban como cilindros irregulares; las naves de pasajeros, largas y delgadas, estaban ceñidas con un anillo centrífugo, como la estación espacial. Alguien había comparado el anillo con un juguete para adultos, lo que me había demostrado dos cosas: la primera, que era más puritana de lo que pensaba y, la segunda, cómo sería ese artículo en particular y cómo funcionaba. Todavía no le había preguntado a Nathaniel al respecto, porque no estaba segura de si quería saber si él lo conocía.

      En cualquier caso, si carecías de experiencia en esos asuntos, las naves eran una visión inocente y hermosa.

      —A veces os tengo mucha envidia.

      —Qué va. —Helen se encogió de hombros—. Me pasaré toda la expedición haciendo cálculos.

      —¿Por qué crees que siento envidia? —Puse los ojos en blanco—. Yo no soy más que una conductora de autobús.

      —En la Luna.

      —Cierto. Y me encanta, pero no supone ningún desafío. —Podría haber entrado en la misión de Marte si hubiera querido, pero Nathaniel y yo habíamos empezado a hablar de niños—. He pensado en retirarme como piloto y, quizá, volver a trabajar como calculadora.

      Helen es la reina de los bufidos sarcásticos.

      —¿Y volver a pilotar el Cessna?

      —O preparar a los nuevos astronautas. Es que… —Me aburro—. Quiero centrarme en mi matrimonio.

      Helen me dedicó otro de sus bufidos patentados. Era, sin duda, una maestra de los ruiditos de incredulidad. Me salvé de verme aplastada por todo el peso de su desprecio cuando el capitán encendió los propulsores para salir de la órbita y el cohete tembló.

      Alguien gimió detrás de nosotras. Helen miró por encima del hombro y se inclinó hacia mí.

      —Verás cuando aterricemos.

      —Será su primer viaje de vuelta. —No miré atrás. La abuela siempre solía decir que, cuando alguien sentía vergüenza, mirarlo era lo más cruel que se podía hacer, y entendía lo que sentía. A pesar de toda mi formación, la realidad era muy distinta y el aterrizaje era la peor parte.

      Helen y yo charlamos durante la primera media hora y nos pusimos al día sobre la vida en el espacio. Después, un trozo de palomitas de maíz empezó a caer muy despacio del bolso de alguien. Ese primer signo de gravedad fue la señal de que ya habíamos bajado lo suficiente hacia la Tierra como para que la atmósfera nos frenase.

      Fuera comenzó el lento proceso de calentamiento hasta los 1

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