Años de mentiras. Mayte Esteban
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No estaba segura de que lo que se le había ocurrido fuese una buena idea. Cruzó los dedos de manera imaginaria para que así fuera, para que nada se torciera por el camino.
—¿Puedo pasar? —preguntó Darío Cifuentes, cuando ya tenía medio cuerpo dentro del despacho.
Beatriz suspiró. Si creyera en los augurios, se habría puesto a temblar al ver al redactor de deportes.
Para ella era cualquier cosa menos un amuleto de la buena suerte.
De camino a casa, Daniel no podía dejar de pensar en el encargo tan extraño que había recibido. Alejo Novoa era toda una celebridad rodeada de secretos. Su única obra, El hombre inconstante, suponía el mayor éxito editorial de las últimas décadas en España y el Grupo Vimar tenía todos los derechos sobre ella. Las ediciones y reediciones que se habían impreso de la novela eran incontables, era materia de estudio en institutos y universidades y el Poeta, el personaje principal, tenía tanta fuerza que más de un escritor lo había utilizado como referencia en sus textos.
La vida de Alejo Novoa era un misterio. No había una sola fotografía, no tenía presencia en las redes sociales —salvo algunos perfiles hechos en su honor que reproducían sus frases con insistencia en Twitter— y de él solo se conocía una breve biografía que afirmaba que había nacido en la década de los cuarenta en Palencia. Con el éxodo rural de los sesenta, cuando no era más que un adolescente, se trasladó a la capital con sus padres y, a partir de ese momento, lo único que se sabía era que en 1984 había publicado su libro en una pequeña editorial. El éxito fue instantáneo y arrollador, tanto que la editorial recaudó beneficios enormes que se invirtieron en convertirla en uno de los grupos referentes durante el final del siglo XX y la primera década del XXI.
Se rumoreaba de todo sobre Novoa. Que se había retirado enseguida porque no soportaba el éxito. Que había enfermado de gravedad y permanecía postrado en una cama. Que, deprimido, había muerto de una sobredosis de tranquilizantes y sus herederos, de los que tampoco se tenían datos, no habían querido informar de ello… Como quiera que fuese, todo lo que le rodeaba eran hipótesis y que hubiera querido ponerse en contacto con él le parecía tan extraño como sorprendente.
Daniel había leído varias veces la novela. Le parecía que, en sus escasas doscientas páginas, Alejo Novoa había sido capaz de diseccionar el alma humana de una manera magistral, haciendo gala de unos recursos narrativos tan sencillos que parecía increíble que lograsen el impacto que tenían en el lector. Las palabras latían en cada línea, acompasándose al corazón de quien se acercaba a ellas. Sacudían su conciencia y despertaban los pensamientos con la facilidad de la que solo es capaz alguien que siente mientras escribe.
Daniel tenía mil preguntas para hacerle. Beatriz no lo sabía, no podía saberlo porque nunca hablaba con ella, pero él había estudiado el estilo de Novoa, llegando a la conclusión de que era tan sencillo y tan único que él sería una de las pocas personas que se escaparían a su capacidad de imitar. No era tanto la forma, sino el pulso entre las líneas, esa frontera invisible que separa lo genial de lo prescindible, lo que transmitía las emociones que se habían convertido en universales. Lo no escrito tenía mucho más valor en El hombre inconstante que las palabras mismas.
Mientras introducía las llaves en la cerradura de su puerta, soltó un suspiro de alivio. Gracias a Dios no tenía que imitarlo, Beatriz le había pedido que lo entrevistara y, aunque le parecía un reto complicado —¿qué iba a preguntarle que no sonase vacío?— no lo era tanto como que se le hubiera ocurrido que tenía que emular al inimitable. La otra cuestión, convencerlo de que les vendiera una novela, le parecía una quimera, pero prefirió no pensar en ello de momento. Su jefa estaba loca si pensaba que él sería capaz de persuadir al escritor para que volviera si no lo había hecho nadie en todos esos años.
Dejó sus cosas en la entrada de la casa, se descalzó y fue directo a abrir su correo. Beatriz le había dicho que en él encontraría la dirección donde tenía que presentarse sin falta al día siguiente, a las nueve de la mañana. La cita no era lejos: una casa en las afueras de El Escorial, a apenas tres cuartos de hora en autobús desde donde vivía.
Tenía muy pocas horas para tomar una decisión.
Fue a la estantería y cogió la novela para releer algunos de sus pasajes. Uno de ellos elegido al azar hablaba de la familia. El último refugio. Lo único que quedó en pie tras la tormenta. No podía consentir que lo perdieran todo por su culpa. Localizó una libreta y comenzó a apuntar las preguntas de la entrevista.
El autobús interurbano dejó la AP-6 para tomar el desvío a El Escorial. Continuó por la carretera de dos carriles hasta San Lorenzo y Daniel se bajó en la parada que le indicaba el mapa que Beatriz había incluido en el correo. Desde ahí, con el papel donde tomó notas como referencia, siguió caminando unos metros hasta encontrarse con la casa. Miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha y constató que eran las nueve menos un minuto. La puntualidad era una de sus virtudes, así que se entretuvo unos segundos hasta que llegó la hora exacta. Se infundió valor con varias inspiraciones y, con el dedo sudoroso por los nervios que le provocaba pensar que iba a conocer a Novoa, apretó el timbre. Se le hizo eterno hasta que la puerta del portal emitió un zumbido que indicaba que había sido abierta. Ni siquiera le habían preguntado quién era por el portero automático, señal de que había alguien esperando su visita. Tan inquieto como si estuviera a punto de realizar un examen en el que se jugaba su futuro, algo que tampoco era tan descabellado pensar dadas las condiciones que le había impuesto Beatriz para conservar el empleo, enfiló los escalones. Con calma. Tomándose su tiempo entre uno y otro, guiado por la incertidumbre de lo que le esperaría al otro lado de ese segundo piso en el que le habían dicho que le esperaba el escritor.
No tuvo dudas sobre la puerta que debía elegir. Permanecía entreabierta, esperando que la atravesara. Sin embargo, Daniel no se decidía. Pensó en decir un «hola» a modo de saludo, una palabra cualquiera para indicar que había llegado hasta allí, pero estaba seguro de que la voz le temblaría. Alejo Novoa imponía, y no porque lo hubiera visto alguna vez. Imponía todo lo que transmitía a través de su novela, confiriéndole en la mente de Daniel un aura de superhombre que intimidaba su voluntad. Tanto que casi se asustó cuando una anciana, que debía de rondar los ochenta años, terminó de abrir.
—Supongo que eres el periodista —le dijo.
—Sí —contestó Daniel, carraspeando mientras buscaba un tono de voz que indicase una seguridad que no sentía ni de lejos—. Daniel Durán, encantado.
Le tendió la mano a la mujer, que la agarró para estrechársela sin dudarlo. Sus largos dedos, envejecidos casi más que el resto de su cuerpo, transmitían una calidez que no esperaba. La sonrisa en el rostro le invitó a traspasar el umbral.
—Yo soy Elsa —le dijo—. ¿Has desayunado?
—Sí, no se preocupe —contestó.
Supuso que quedarse plantado en el rellano le haría quedar como un idiota, así que la siguió.
—Bueno, pero un café no me lo rechazarás, ¿verdad?
El penetrante aroma a café recién hecho los guio hasta la cocina. Atravesaron un largo pasillo que distribuía las habitaciones a ambos lados. Todas las puertas, incluso la del baño, estaban abiertas excepto una. Antes de que le diera tiempo a reaccionar, se encontraba parado en la cocina. Elsa había preparado de antemano dos tazas encima de la mesa blanca y le invitaba a sentarse frente a ella.
—Así que eres el hombre al que ha hecho venir Alejo.