Años de mentiras. Mayte Esteban
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Se ahorró decirle que hacía mucho que tampoco intimaba con la gente lo suficiente como para que alguien se plantease llamarle otra cosa que no fuera Durán. Sus padres eran casi los únicos que se dirigían a él por su nombre.
—Yo te llamaré Daniel, entonces. Bien, vayamos a lo que nos interesa. Alejo Novoa quiere saber de ti, tus correos han despertado su curiosidad y, créeme, eso no sucedía con nadie desde hace mucho, mucho tiempo. Pero, además, Beatriz está empeñada en que le hagas una entrevista.
—Eso me ha dicho.
—Los dos sabéis que nunca las concede, ¿verdad? —preguntó Elsa, sin dejar de mirarle a los ojos.
Le intimidaba la seguridad que emanaba aquella mujer menuda, pero se mantuvo en una pose de aparente serenidad. Se irguió un poco en la silla.
—Yo estoy seguro de ello, pero ella no lo entiende y es lo que pretende.
—¿Qué relación tienes con Beatriz?
Daniel no esperaba una pregunta como esa. Elsa, sin decirlo, le estaba preguntando si tenía algún tipo de relación personal con la directora del grupo editorial, y en cierto modo entendía que ella se lo preguntase.
—Es mi jefa. Nada más —contestó.
Elsa se quedó mirando a Daniel. De piel y pelo morenos, sus ojos de un intenso azul eclipsaban su aspecto descuidado al vestir. Una barba corta ocultaba sus rasgos y Elsa se preguntó por qué la llevaría; en muchos hombres la barba aporta personalidad a rostros anodinos, pero en Daniel lograba el efecto contrario, ocultar un rostro que parecía hermoso.
—Beatriz sabrá por qué cree que tú puedes convencer a Alejo de algo que nadie ha sido capaz en décadas. Y él sabrá qué es lo que le has dicho para despertar su curiosidad hasta el punto de que estés hoy aquí, pero… Bueno, supongo que siempre hay razones para que las cosas sucedan cuando tienen que suceder y no antes o después. Ella piensa que tú eres el adecuado y… Por cierto, disculpa, te estoy tuteando. Me resulta muy complicado emplear el usted cuando la persona que tengo frente a mí es tan joven. Ya que estamos, yo también me sentiría más cómoda si me tuteases. Vamos a tener largas conversaciones de ahora en adelante.
Elsa quitó la tapa del azucarero y se sirvió tres cucharadas generosas. Teniendo en cuenta el tamaño de la taza, ahí había casi más azúcar que café. Sin preguntarle, la mujer puso dos cucharadas en el suyo. Daniel no se atrevió a decirle que siempre lo tomaba amargo.
—Lo primero que debes saber es que no verás a Alejo.
—Pero ¿entonces para qué me ha hecho venir? —preguntó, perplejo.
—No se encuentra en condiciones de recibir visitas, pero yo sí. Todo tu contacto con él será a través de mí. Soy la persona que mejor lo conoce, en quien más confía y con la única que habla desde hace muchos años.
—¿Y cómo voy a hacer la entrevista entonces?
—Me pasarás el cuestionario y yo le trasladaré tus preguntas. Después, te daré a ti sus respuestas.
Aquello le pareció todavía más rocambolesco que cuando Beatriz le había planteado el reto. Sin el escritor presente, no tenía ningún sentido que estuviera sentado en aquella cocina, tomando café con una jubilada a la que acababa de conocer. Ni siquiera estaría seguro de estar entrevistando al escritor. Se atrevió a sugerir las dudas que planeaban por su mente.
—Podría haber mandado un correo con el cuestionario y sería lo mismo —dijo.
—No, créeme, no sería lo mismo. No es igual dejar que otro hable frente a ti que leer las respuestas que te manda, que podrá reescribir las veces que quiera. De este modo la entrevista será más auténtica.
—Pero no se la haré a Novoa, sino… a usted.
—Lo conozco mejor que nadie y hablaré primero con él, te reproduciré lo que me diga palabra por palabra.
—¿Y si a Beatriz no le vale?
—Le tendrá que servir porque de otro modo no hay trato.
Daniel se revolvió en la silla. Beatriz no le podía haber asignado algo normal, no. Le tenía que haber dado aquello, una mierda muy grande porque le sonaba a estafa por los cuatro costados. Solo daba gracias porque no le obligaría a firmarlo. Si se descubría que nunca había hablado con el escritor, su prestigio como periodista quedaría por los suelos. No es que lo tuviera, pero al menos quedaba la duda de si era bueno o no hasta que pudiera demostrarlo.
Le quedaba pendiente exponerle el otro tema que le había llevado hasta la sierra, conseguir ese libro en el que había puesto su empeño Beatriz. Estaba seguro de que era un imposible, pero tampoco quería demorar mucho planteárselo a aquella mujer resuelta que tenía frente a él. Si se negaba, podría marcharse a su casa en ese mismo momento, decirle a Beatriz que había sido imposible y asunto resuelto. No sería culpa suya que la señorita Álvarez no consiguiera lo que pretendía.
—Beatriz quiere más, una novela nueva de Novoa. La entrevista me temo que solo es el camino para llegar a él y convencerlo. ¿Cómo voy a hacer eso si ni siquiera lo veo?
Esperó una negativa de la mujer, que se escandalizara ante la osadía que le estaba proponiendo. Se preparó para un «no» rotundo al que seguiría un educado «muchas gracias por el café, encantado de conocerla». Se levantaría y volvería a Madrid, a su casa, donde trataría de olvidar la ocurrencia de Beatriz mientras buscaba otro empleo. Porque estaba seguro de que ella le presentaría de inmediato el despido.
—Tendrás que convencerme a mí para que yo lo convenza a él.
Daniel posó sus desconcertados ojos sobre los de Elsa, olvidándose de contener una emoción dentro de él. Durante unos instantes se preguntó si aquello que estaba viviendo no sería más que un extraño sueño. ¿Qué hacía allí si ni siquiera tendría acceso directo a Alejo Novoa? Beatriz le había asegurado que tenía un contacto, pero una mujer mayor que abría la puerta sin preguntar quién llamaba no le parecía alguien de quien fiarse demasiado. Era verdad que toda ella transmitía una seguridad pasmosa, que en sus ojos claros, de un color que en otro tiempo pudiera haber sido azul, pero que ahora se diluía en matices de gris, había una resolución que no había visto en mucha gente. Eso no garantizaba que no le estuviera tomando el pelo ni que aquella historia de la entrevista fuera cierta. Podría ser un simple delirio derivado de la edad. Un engaño en el que había caído su jefa y que lo arrastraba a él.
Tuvo la tentación de pellizcarse para comprobar que estaba despierto, pero lo cambió por un sorbo de café dulce. Decidió que ya estaba bien de pensar, que tenía que empezar preguntando más si quería aclarar todos los puntos oscuros de aquella historia.
—¿Novoa tiene una novela escrita? —preguntó.
—Bueno… puede decirse que sí —contestó Elsa, mientras se llevaba su café a los labios.
Hizo un gesto de desagrado y devolvió la taza a la mesa para ponerle más azúcar. La cucharilla resbaló de sus dedos y la mitad del azúcar que contenía se perdió entre la mesa y el plato.
—¿Qué significa «puede decirse»? —preguntó Daniel.
—Significa que lo principal está, el armazón