El hombre imperfecto. Jessica Hart
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–¡Allegra! ¡Vamos a llegar tarde! –exclamó Max.
Allegra se volvió a mirar al espejo, abrió la puerta y sonrió.
–¿Y bien? ¿Qué te parece?
Él la miró de arriba abajo. Se había puesto un vestido negro, de escote en pico y mangas largas, combinado con unos pendientes de plata y zapatos de tacón de aguja. Max pensó que estaba perfecta para la ocasión, aunque los zapatos resultaran algo extravagantes para la supuesta prometida de un ingeniero más bien gris.
–¿Mi aspecto es adecuado? –continuó ella.
Max tragó saliva.
–Bueno, yo no lo definiría como adecuado.
Allegra frunció el ceño.
–Si quieres, me puedo recoger el pelo y hacerme un moño.
–No, no… estás perfecta. Pero será mejor que nos vayamos de una vez. El taxi está en la entrada de la casa.
Max bajó la mirada, la clavó en sus zapatos y añadió:
–¿Podrás llegar con esos tacones?
Ella le dedicó una sonrisa.
–Por supuesto que sí.
Al llegar al taxi, Allegra se sentó en el asiento trasero y se puso el cinturón de seguridad. Siempre le habían gustado los taxis de Londres, tan grandes; adoraba el olor de la tapicería, el sonido del motor y hasta la luz amarilla que llevaban arriba. Cuando viajaba en uno y contemplaba las calles de la capital británica, se sentía como si estuviera en el centro de todas las cosas, como si formara parte de la vibrante ciudad.
Pero aquella noche fue distinta.
Aquella noche no se pudo concentrar en Londres. Era demasiado consciente de la cercanía de Max. Se había sentado tan lejos de ella como le había sido posible, pero Allegra fantaseó con la posibilidad de que el cinturón de seguridad se soltara y de que algún volantazo del taxista la lanzara sobre él.
Tragó saliva y se dijo que aquello era absurdo. Estaba con Max, el hermano de Libby. Tenía que sobreponerse y actuar con naturalidad.
–Bueno, ¿cuál es el plan? –dijo con un esfuerzo.
–¿El plan?
–Claro. Tendremos que inventar una historia, por si nos preguntan.
Max frunció el ceño.
–Dudo que a Bob le interese nuestra supuesta relación.
–¿Y su esposa?
Max la miró con desconcierto. No se le había ocurrido.
–Sí, claro, su esposa. Será mejor que nos atengamos a la verdad.
–¿La verdad? Te recuerdo que tú y yo no estamos saliendo y que, desde luego, no estamos prometidos.
–No me refería a eso –replicó Max, incómodo–. Me refería a que no hay razón para mentir sobre la forma en que nos conocimos.
–No, supongo que no.
–Además, estoy seguro de que no tendrás que hacer gran cosa además de sonreír y de mostrarte encantada con la perspectiva de casarte conmigo.
–¿Hasta qué punto?
–¿Cómo?
–¿Hasta qué punto quieres que me muestre encantada? –preguntó, de forma provocativa–. ¿Les doy la impresión de que estoy perdidamente enamorada de ti? ¿O me limito a ser dulce y encantadoramente adorable?
Él carraspeó.
–Compórtate de forma normal. Si puedes, claro.
Habían quedado con Bob y su esposa en el Arturo, un restaurante tranquilo y acogedor que había perdido parte de su antigua fama, aunque aún era famoso por la calidad de su comida. Cuando llegaron, Max pagó el taxi y se metió un dedo por debajo del cuello de la camisa. Max pretendía ponerse una camisa blanca, pero Allegra lo convenció para que se pusiera la de color mora con una corbata más oscura.
–A Bob le va a extrañar que lleve una camisa de color rojo –protestó.
–Deja de refunfuñar tanto, Max. Estás magnífico. Todo saldrá bien –dijo ella–. Solo te tienes que relajar.
–¿Relajarme? –preguntó Max con sorna–. Te recuerdo que estoy a punto de someterme a la entrevista más importante de mi historia profesional. Es lógico que esté tenso. Sobre todo, porque voy a mentir a mi propio jefe.
–No es necesario que mientas. ¿Por qué no le dices la verdad?
Durante un momento, Max consideró la posibilidad de hablarle de Emma y de contarle lo sucedido. Indudablemente, sería más fácil que pasar toda la noche con Allegra y fingir que eran novios. Además, no estaba seguro de que Bob picara el anzuelo; era un hombre inteligente y seguramente se preguntaría qué estaba haciendo Allegra con él. Al fin y al cabo, Allegra era de una liga superior.
La volvió a mirar y volvió a sentir el mismo estremecimiento que le había causado cuando salió del cuarto de baño y le preguntó por su aspecto. El vestido de Allegra era bastante más conservador de lo habitual en ella. Las mangas cubrían toda la superficie de sus brazos y la falda ocultaba sus piernas casi por completo. Pero Max se sintió como si llevara un letrero de neón en los pechos y en las caderas.
Un letrero que decía: Mírame.
Le pareció increíble que, precisamente aquella noche, cuando Allegra se mostraba más recatada que otras veces, la encontrara más sexy que nunca.
Sexy, erótica, embriagadora, impresionante.
Exactamente lo contrario de la mujer sensata y algo fría que siempre le había parecido adecuada para él.
Durante unos momentos, el deseo de tocarla fue tan intenso que tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para no cerrar las manos sobre sus brazos, apoyarla en la pared del restaurante y asaltar su boca.
Horrorizado, dio un paso atrás.
¿Qué le estaba pasando? Él no era de la clase de hombres que perdían la compostura con una mujer. Era un hombre firme, prudente, un ingeniero; no el típico donjuán que se dejaba llevar por fantasías sexuales.
Sacudió la cabeza e intentó aclararse las ideas, mientras se repetía que se comportaba así porque estaba nervioso con la cena.
Cuanto antes consiguiera el empleo de Shofrar, mejor. Era lo único que quería. Un objetivo que no pasaba por arrancarle la ropa a Allegra Fielding, sino por conseguir la aprobación de Bob Laskovski.
¿Estaba dispuesto a perder la mejor oportunidad de su carrera solo porque el perfume de aquella mujer lo estaba volviendo loco?
Definitivamente,