El hombre imperfecto. Jessica Hart

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El hombre imperfecto - Jessica Hart Omnibus Jazmin

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el umbral y la admiró durante unos segundos. Se le había quedado la boca seca.

      –Estás muy guapa –acertó a decir.

      –Gracias. Pero ¿de dónde ha salido esa camisa? ¿Es otra de las que compraste con Dickie? –se interesó.

      –Sí. ¿Es que me queda mal?

      –No, te queda perfecta. Aunque estaría mucho mejor si te remangaras un poco y…

      Allegra no terminó la frase. Se limitó a señalar el cuello de la camisa para que supiera que se tenía que desabrochar otro botón.

      Max sonrió y obedeció al instante.

      –Así que vas a ver a Flick. ¿En qué circunstancias? ¿Será una noche familiar?

      Ella sacudió la cabeza.

      –No exactamente. Me temo que habrá más invitados. Dijo que me quería presentar a alguien –contestó.

      Max la miró con ironía.

      –No me digas que te ha buscado otro novio.

      –Es posible.

      –Pues no parece que te haga mucha ilusión.

      Allegra se levantó del sofá.

      –Por supuesto que me hace ilusión. Mi madre siempre me presenta a hombres inteligentes, cultos, divertidos e interesantes.

      Max arqueó una ceja.

      –Si tú lo dices…

      –Solo intento ser positiva –afirmó, encogiéndose de hombros–. Además, ¿quién sabe? Puede que sea el hombre de mis sueños.

      Él bufó.

      –Si lo es, no quedes con él el miércoles que viene.

      Max ya había tenido noticias de Bob Laskovski. Por lo visto, su esposa y él llegaban a Londres la semana siguiente y querían cenar con ellos el miércoles por la noche. Max estaba nervioso y Allegra lo sabía. Era evidente que no se sentía cómodo ante la perspectiva de engañar a su propio jefe; pero quería el trabajo de Shofrar.

      ¿Sería por eso por lo que estaba tan cascarrabias?

      Allegra alcanzó el teléfono móvil para pedir un taxi. Fuera como fuera, Max iba a cenar con una modelo de lencería y a ella no le importaba en absoluto. Su madre le iba a presentar a un hombre maravilloso. Se lo iba a pasar en grande. Y quizás, con un poco de suerte, encontraría el amor verdadero.

      Flick seguía viviendo en Islington, en la mansión de estilo georgiano donde Allegra había crecido. Era un lugar precioso, decorado con mucho gusto; la gente se quedaba atónita cuando entraba en la casa y contemplaba su belleza, pero Allegra prefería el hogar de los Warriner, con sus sillas desgastadas y sus mesas viejas.

      Las cenas de Flick eran famosas. No tanto por la comida, que siempre era excelente, como por los invitados. Políticos, periodistas, empresarios, diplomáticos, escritores, músicos y artistas de toda clase se peleaban por conseguir una invitación de Flick. Y aquella noche no fue diferente. Allegra se encontró sentada entre William, un político prometedor, y Dan, un funcionario de primer nivel con toda una carrera por delante.

      Allegra hizo todo lo posible por concentrarse en la conversación, pero su mente volvía una y otra vez a Max y a su cita con Darcy. ¿Por qué le incomodaba tanto la posibilidad de que se acostara con la modelo? No era asunto suyo. Además, Max se iba a ir a Shofrar y, en cualquier caso, no estaba interesado en ella.

      Un momento después, William se inclinó para llenarle el vaso de vino y la sacó de sus pensamientos. Era un hombre de ojos cálidos que, obviamente, la encontraba muy atractiva. Allegra le devolvió la mirada e hizo un esfuerzo por encontrarlo atractivo a su vez. Para entonces, ya había averiguado que William se había separado un año antes de su prometida, aunque seguían siendo amigos.

      Allegra pensó que era un hombre inteligente. Al parecer, las separaciones no le dejaban una huella emocional. No era como Max, que todavía echaba de menos a Emma.

      Y era muy guapo. Encantador y seguro, a diferencia de Max.

      Y se iba a quedar en Londres, a diferencia de Max.

      Y la encontraba sexy, a diferencia de Max.

      Y era el novio perfecto, a diferencia de Max.

      Allegra no lo dudó. Se dijo que, si le pedía que salieran juntos, aceptaría. ¿Cómo se iba a negar? Siendo tan maravilloso, hasta era posible que se enamorara de él.

      Capítulo 6

      FLICK volvió al salón y frunció el ceño al ver que su hija estaba ayudando a los empleados de la mansión, que se afanaban por limpiar la mesa. Acababa de despedir al último de sus invitados, un ministro del gobierno.

      –Deja que se encarguen ellos. Para eso les pago –dijo–. Y sígueme, por favor. Quiero hablar contigo.

      Nadie habría pensado que eran madre e hija. Flick tenía el pelo rubio, ojos azules y rasgos perfectos, aunque era más bien baja. Allegra era morena, alta y de aspecto algo extravagante. A su modo, se querían mucho; pero Allegra, que admiraba profundamente a Flick, habría preferido una madre capaz de dar un cálido abrazo o de animarla cuando estaba deprimida, como la madre de Libby y de Max.

      Flick la llevó al despacho y se sentó detrás de la mesa; después, hizo un gesto a su hija para que se sentara al otro lado.

      –Ha sido una velada excelente –dijo Flick, complacida.

      –Sí, la comida estaba muy buena.

      Allegra miró la hora. Era la una de la madrugada, y su mente se volvió a llenar de preguntas. ¿Max seguiría con Darcy? ¿Se habría rendido a sus encantos?

      –Pareces distraída, Allegra. Has estado distraída toda la noche. No has prestado la atención debida a nuestros invitados.

      –Ah, lo siento. Es que estoy preocupada por el artículo que tengo que escribir.

      Flick arqueó las cejas.

      –Dudo que un artículo para una revista de moda justifique ningún tipo de preocupación –replicó con frialdad–. Pero leí tu columna de la semana pasada y reconozco que era interesante. Has mejorado mucho. ¿De qué tienes que escribir ahora?

      Allegra se lo contó y añadió, sintiéndose algo estúpida:

      –Si tengo éxito, espero que Stella me conceda la oportunidad de escribir cosas distintas.

      Flick asintió con aprobación.

      –Supongo que la experiencia te vendrá bien, pero deberías trabajar para una revista más seria. ¿Te acuerdas del hijo de Louise, Joe?

      –Sí, claro.

      –Ahora trabaja en The Economist.

      Allegra apretó

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