El hombre imperfecto. Jessica Hart
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–La cocina no se me da bien –le confesó–. Cuando estaba con Emma, ella cocinaba casi siempre.
–Quizás le habría gustado que cocinaras más.
–Lo dudo. A Emma le encanta cocinar.
–Aunque eso sea cierto, estoy segura de que no le habría disgustado que cocinaras con más frecuencia –observó Allegra–. Pero ahora tienes la oportunidad de mejorar como persona; de aprender y demostrarle que has cambiado, que estás dispuesto a hacer un esfuerzo por ella. No la desaproveches, Max.
Él entrecerró los ojos.
–Pareces deseosa de que vuelva con Emma.
–Solo quiero que seas feliz. Y parecías feliz cuando estabas con ella.
Allegra fue sincera con él, aunque no del todo. En parte, quería que volviera con Emma porque así lo vería menos y no tendría que afrontar las extrañas emociones que la asaltaban cuando estaban juntos. Había empezado a ser demasiado consciente de su boca, de sus manos, del pecho duro y fuerte que se ocultaba bajo su camisa.
Cuanto antes volviera con Emma, antes volverían las cosas a la normalidad.
Y estaba convencida de que él pensaba lo mismo.
–Sí, admito que era feliz con ella. Éramos buenos amigos y teníamos muchas cosas en común. Aún no puedo creer que lo arrojara todo por la borda para marcharse con un tipo al que apenas conocía.
–Esa relación no durará mucho.
Max la miró con interés.
–No sabía que fueras especialista en relaciones amorosas…
–No soy especialista, pero he pasado por la situación de Emma –replicó–. Una mañana te despiertas y te preguntas qué diablos estás haciendo. Créeme, Max. Emma se dará cuenta de que ha cometido un error, y es importante que estés preparado. Tienes que demostrarle que has cambiado y que estás dispuesto a hacer lo que sea para que vuelva contigo.
–No me digas que has empezado a llevar el consultorio amoroso de Glitz –comentó él con humor.
Allegra sacudió la cabeza.
–Búrlate de mí, pero es un buen consejo. Si quieres recuperar a Emma, tendrás que prestarle atención –dijo–. Y deberías retomar el contacto, envíale un SMS o algo así. Pero relajadamente, sin presiones.
–¿Y qué le puedo decir?
–Que te acuerdas mucho de ella –contestó Allegra–. Eso bastará, de momento.
–¿Cómo he permitido que me metas en este lío?
Max estaba tan protestón que Allegra casi tuvo que empujarlo para que siguiera caminando hacia el salón de baile, donde le iban a enseñar a bailar el vals.
Para Allegra era fundamental que lo aprendiera. Al fin y al cabo, su artículo no valdría gran cosa si el cambio de Max se limitaba a haberse vestido con cierta elegancia y haberse tomado unos cuantos cócteles con Darcy. Además, ella también lo iba a aprender. Y hasta cabía la posibilidad de que su príncipe azul, el hombre alto y atractivo con el que soñaba, la estuviera esperando en el salón de baile.
Las fantasías de Allegra se esfumaron cuando Max se detuvo delante de la puerta, que estaba pintada de rosa y adornada con dibujitos de hadas.
–¡Me niego a entrar ahí!
Ella lo tomó del brazo.
–Te prometo que dentro no hay hadas. Vamos, Max, sé valiente.
Max gruñó, pero permitió que lo llevara al interior del local, que era una sala grande con dos paredes cubiertas de espejos. A continuación, lo llevó hasta la profesora de baile y se la presentó. Cathy era una bailarina de televisión que había dejado su trabajo y se dedicaba a dar clases a famosos. Todos decían que era capaz de convertir a cualquiera en un buen bailarín, pero enseguida se dio cuenta de que Max iba a ser un alumno particularmente difícil.
–Es como mover un bloque de cemento –se quejó a Allegra–. ¿Me puedes echar una mano? Baila un rato con él. Puede que se relaje más contigo.
Era lo que Allegra estaba esperando. Se levantó, se acercó a Max y adoptaron la posición para empezar a bailar. Pero, de repente, se sintió incómoda. No había previsto que tendrían que tocarse, que estarían muy cerca, que la situación resultaría terriblemente íntima.
–Muy bien, Max. Recuerda lo que te he dicho. Tú marcas el ritmo y Allegra te sigue –dijo Cathy–. Vamos allá.
Allegra respiró hondo y se concentró en las instrucciones de la profesora de baile. Luego, clavó la vista en el hombro de Max e intentó no pensar en el contacto de sus manos. Pero, al cabo de unos segundos, vio su perfil por el rabillo del ojo y se distrajo tanto que perdió el ritmo y dio un traspié.
–¡Basta! ¡No lo puedo soportar! –exclamó Cathy.
Max y Allegra se apartaron con una mezcla de vergüenza y alivio.
–Allegra, ¿no me habías dicho que sois amigos? –continuó la profesora.
–Sí, bueno… somos algo así.
–¿Algo así?
–Nos conocemos desde hace mucho tiempo –intervino Max.
Cathy arqueó una ceja.
–Pues cualquiera lo diría –ironizó–. Os comportáis como si no os hubierais visto nunca.
–¿A qué te refieres? –preguntó Allegra.
–A que mantenéis constantemente las distancias. Parece que tenéis miedo de tocaros –dijo Cathy–. Quiero que os abracéis.
–¿Cómo?
–Que os abracéis –repitió Cathy con exasperación.
–¿Cómo quieres que… ? –empezó a decir Allegra.
Cathy suspiró.
–¿Es que no sabéis dar un abrazo?
–Discúlpame, Cathy, pero no entiendo el sentido de ese ejercicio –intervino Max, que tampoco ardía en deseos de abrazar a Allegra.
–Quiero que os relajéis y os sintáis cómodos el uno con el otro. Un abrazo servirá para rebajar la tensión.
Allegra carraspeó, se giró hacia Max y le susurró una disculpa. Max se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
Lo intentaron dos veces y fracasaron. La primera, se pegaron un cabezazo el uno al otro; la segunda, pusieron los brazos en una posición tan extraña que tuvieron que apartarse otra vez. Pero la tercera salió bien y los dos se rieron, nerviosos.
Allegra terminó con los brazos alrededor de la cintura de Max, que la apretaba contra su pecho. Encajaban de un modo tan perfecto que parecían