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Estefanía Vázquez, Rodrigo Ponciano, Jimena Martín del Campo y Gonzalo del Águila
Del gozo a la teoría
De lágrimas y olvido: las texturas emocionales de la fantasía en Olvidado rey Gudú de Ana María Matute 1
Universidad de Sevilla
En este trabajo, me enfoco en la intersección entre los conceptos de género literario y afecto, centrándome en el ámbito de la fantasía y en particular en la novela Olvidado rey Gudú (1996) de Ana María Matute. Pretendo mostrar cómo la dimensión afectiva inherente a la fantasía es mucho más que la condición de textualidad escapista y consolatoria a la que se le confina, hecho que no sólo no hace justicia a la heterogeneidad del género, sino que ha impedido reconocer su potencial político. Olvidado rey Gudú, precisamente, es un ejemplo que permite visibilizar estos dos aspectos. Modelada en un mundo secundario lleno de prodigios y seres sobrenaturales que se enmarca dentro de la fantasía, la novela desmonta las estructuras emocionales atribuídas al género a partir de las consideraciones teóricas de Tolkien, rehuyendo la promesa de felicidad y la satisfacción emocional del lector a través de un esquema narrativo que restaura el orden moral. La obra de Matute plantea una arquitectura que difiere del modelo narrativo clásico, lo que permite explorar una serie de texturas emocionales mucho más compleja en la que el odio, el desamor, el hastío o la melancolía se hilvanan en el trazado de sus héroes, desmitificando la noción de heroicidad y poder, mediante procedimientos y efectos textuales utilizados por otros escritores de clásicos de la fantasía como Mervyn Peake o Ursula Le Guin.
Géneros, efectos y afectos
Como es bien sabido, el género es una de las categorías axiales en los estudios literarios; su definición es tan necesaria como escurridiza y quizás por esa razón se ha tendido a pensarlo como un conjunto de rasgos formales y temáticos que rigen la producción, circulación y consumo de los textos. Frente a la tangibilidad de estos rasgos formales y temáticos, el efecto emocional sobre el receptor resulta evanescente e incluso inaprensible y tal vez por ello ha tendido a ocupar un lugar secundario como criterio para abordar los géneros literarios. Sin embargo, es un elemento que ha estado presente desde prácticamente los inicios de la teoría literaria. Pensemos por ejemplo en la precaria clasificación genérica de Platón, en la que la poesía imitativa, es decir el género dramático, es condenada porque el público se identifica emocionalmente con la acción y los personajes y hay una afectación corporal palpable (sonrisas, lágrimas). Es la misma idea que reaparece, desde una perspectiva opuesta en la teoría aristotélica, donde precisamente la capacidad de la tragedia para suscitar horror y piedad y purgar las pasiones del público se convierte en uno de sus rasgos más importantes y, sin duda, aquel en el que radica su función social.2 Situándonos en la contemporaneidad, como anticipaba, las categorías genéricas raramente incluyen la dimensión afectiva como elemento clave, a no ser que nos emplacemos en el ámbito de los géneros populares donde calificativos como “sentimental” o “de terror” delimitan formas literarias que se definen netamente sobre la afectación emocional del lector.3
En el caso de la fantasía, género en el que me voy a centrar, quizás no es tan obvio pero las teorizaciones en torno a él han insistido una y otra vez en el efecto emocional sobre el lector como pieza clave al menos en dos grandes aspectos. En primer lugar, la capacidad de generar en el lector/a un sentido de la maravilla vinculado a la reversión de las normas de la realidad (Attebery, 1992; Rabkin, 1979; Mendlesohn 2004) es invocada constantemente a la hora de definir el género, si bien aparece también en las discusiones sobre la ciencia ficción y en general sobre la ficción especulativa. Precisamente en los deslindes entre distintos géneros que se sitúan claramente en una posición no-mimética y especulativa, Gary Wolfe reivindica el intenso elemento afectivo que caracteriza a la fantasía señalando que “la creencia en el mundo fantástico” (2011: 79)4 depende de la interacción entre lo afectivo y lo cognitivo.
En segundo lugar, el final feliz o, tal y como lo plantea Attebery (1992: 15), la estructura cómica de la fantasía se ha reconocido como una de las características esenciales tanto por su codificación en el plano teórico como por su puesta en práctica por quien es considerado el centro del género: J.R.R. Tolkien. En efecto, en sus consideraciones sobre la fantasía, Tolkien acuña el concepto eucatástrofe, con el que explora la idea de final feliz en tanto que elemento estructural —una determinada concatenación de elementos en la trama— y efecto sobre el lector. Esta vinculación entre construcción textual y efecto de lectura es evidente en la definición misma de eucatástrofe (“el súbito giro feliz en una historia que lo atraviesa a uno con tal alegría que le hace saltar las lágrimas” [Tolkien, 1993: 120])5 y en las explicaciones subsiguientes, donde se enfatiza el carácter intenso y corporal de la experiencia de lectura, pues ese giro de la trama “puede hacerle contener la respiración al lector, niño o adulto, puede acelerarle y encogerle el corazón y colocarlo casi, o sin casi, al borde de las lágrimas” (Tolkien, 2009: 326).6
Como ya he detallado en otro lugar (Clúa, 2017), resulta sorprendente el carácter netamente afectivo de la definición de Tolkien, entendiendo este término como un conjunto de “intensidades que transitan de cuerpo en cuerpo” (Seigworth y Gregg, 2010: 1).7 Digo que es sorprendente porque durante mucho tiempo el paradigma de la experiencia literaria y estética, en general, se ha definido sobre la no-corporeidad y la no-afectación, esto es, sobre la propuesta kantiana de la contemplación desinteresada de la Idea, que evoca un juicio estético impersonal y universal. Nos encontramos aquí con todo lo contrario, es decir, con una experiencia apasionada, con un lector afectado en su cuerpo por la obra literaria, desbordado por una cascada de emociones. Que Tolkien proponga como ideal este tipo de experiencia es cuanto menos curioso porque esta idea de lector/lectura ha sido deslegitimada, en buena medida porque la idea de pasión, como señala Ahmed, está vinculada —incluso etimológicamente— con lo pasivo, de suerte que la emoción se ve como un elemento inferior a la razón y, en consecuencia, el afloramiento de la emoción —en este caso en el proceso de lectura— implica poseer un juicio maltrecho (2004: 3) y definirse como reactivo y dependiente.
Si combinamos esta consideración general sobre la dimensión negativa que se tiende a otorgar a lo emocional con los dos elementos que se suelen asociar como constantes a la fantasía —sentido de la maravilla y final feliz de alto impacto afectivo— podemos apreciar mejor cómo la fantasía ha tendido a comprenderse como un género ideológicamente conservador —funcionaría como una suerte de promesa de felicidad para un lector que busca la satisfacción emocional a través de un esquema narrativo que restaura el orden moral y de un entorno idealizado que permite el escapismo— y con una capacidad especulativa y política muy limitada frente a, por ejemplo, la ciencia ficción, cuyo potencial en este ámbito ha sido asociado tradicionalmente con la cognición (Suvin, 1978),8 mientras que cualquier efecto de extrañamiento en la fantasía se daría “en una forma irracional y teoréticamente ilegítima” (Freedman, 2000: 17).9
La idea de la fantasía como un dispositivo textual perfectamente organizado para aplacar las ansiedades de sus lectores, ofreciéndoles un mundo idealizado atravesado por relaciones binarias y jerárquicas en todos los ejes de la normatividad (género, raza, clase…) y recompensándoles con un final consolatorio puramente emocional, es cuestionable tanto desde un punto de vista puramente teórico como desde una aproximación más bien pragmática: como género extremadamente heterogéneo, la fantasía plantea numerosos desmontajes de este modelo, incluso si lo entendemos, de manera restrictiva, como sugiere Attebery,