Canon sin fronteras. Группа авторов
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Arquitectura narrativa y textura emocional
La monumental novela Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, constituye una de las aproximaciones más sólidas y originales a la fantasía hechas en lengua española y, lejos de ser un ejemplo aislado en la producción de la autora, es la pieza central de una trilogía completada por La torre vigía (1971) y Aranmanoth (2000), que se puede leer bajo esta misma adscripción genérica. De manera sorprendente, no obstante, estas obras han sido abordadas por la crítica rehuyendo con ahínco la categoría genérica de fantasía: Janet Pérez, una de las autoras que mayor atención les ha prestado, las adscribe al territorio del “cuento de hadas” y el “quest romance, es decir, la novela de caballerías” (Pérez, 2008: 62);10 la tesis de Deen (2014), dedicada a la trilogía, las define como una variante específica de la novela histórica,11 lo “neo-caballeresco”, y Pérez Abellán (2012) utiliza también esta etiqueta para aproximarse a Olvidado rey Gudú. Si McCullar lamenta que “nadie ha mostrado aún cómo la novela pertenece al modo de fantasía o cómo encaja como un segundo libro en la trilogía fantástica de Matute” (McCullar 2011: 82),12 la apreciación sigue vigente al día de hoy, con la excepción de la propia McCullar —si bien su interesante lectura tampoco profundiza en qué elementos de la fantasía son reconocibles en la trilogía— y de Suárez Díez (2010), quien la adscribe tangencialmente a esta etiqueta y la vincula al legado de Tolkien y Ende.13
Tal renuencia de la crítica académica a pensar estas obras desde el marco genérico de la fantasía contrasta, por otra parte, con el reconocimiento por parte de los aficionados a este género: la trilogía aparece en portales especializados (La Tercera Fundación, Fantastikas,…), es reseñada como objeto de estudio en las relaciones de bibliografía académica sobre ficción especulativa (Martínez, 2016) e incluso recibió el premio Gigamesh en 1997.14 Se produce, por tanto, una situación paradójica, en la que crítica y público divergen a la hora de situar esta(s) obras(s) bajo un paraguas genérico, si bien tanto el cuento de hadas como el romance caballeresco que la crítica invoca constituyen dos de las raíces primarias que alimentan a la fantasía (Clute, 1997a). Pese a ello, no se la reconoce como tal, sea por ignorancia o por mantener una visión sesgada y parcial del género.
En este sentido, y a modo de descargo, ciertamente hay que admitir que mal encajan las obras de fantasía de Ana María Matute y en especial Olvidado rey Gudú, en la que me voy a centrar, con el modelo tolkieniano de la resolución feliz y el giro inesperado que arrasa los ojos de lágrimas, que a menudo es la única referencia a la que se asocia el término fantasía. Las únicas lágrimas que aparecen al cierre de la novela son las que vierte Gudú inundando el reino y hundiéndolo literalmente en el olvido, recluyendo en una última y poderosa imagen el transcurso temático de la novela: la genealogía de un final, el hundimiento de un linaje que va en busca de la gloria pero encuentra el vacío.
Este planteamiento puede parecer completamente ajeno a los parámetros de la fantasía, no obstante está incrustado en uno de los núcleos temáticos claramente reconocibles, en concreto el que se denomina como “thinning” y que se refiere al debilitamiento de algún aspecto del mundo secundario, lo que permite que la historia se estructure como un proceso de restauración (Clute, 1997b). La idea fundamental es que en el momento de arranque de la narración, el mundo ya está sometido a una especie de decadencia cuya reversión constituirá la fuerza narrativa del argumento. La propuesta tolkieniana sería una vez más el modelo de referencia: la Tierra Media está inmersa en un proceso de decadencia, en el que los días de gloria forman parte del pasado, lo que propicia el crecimiento del poder maligno de Sauron. La trama narrativa, esto es, el viaje de Frodo para destruir el anillo de poder, respondería a esta necesidad de detener el proceso de declive. Sin embargo, son muy tempranos los ejemplos literarios que renuncian a esta reversión de la decadencia y al final feliz para concentrarse en la decadencia misma, cancelando las estructuras narrativas más recurrentes y explorando unas texturas emocionales que quedan lejos de la felicidad y la gloria. El ejemplo por antonomasia es, en mi opinión, la trilogía Gormenghast de Mervyn Peake (1946-1959), un texto mucho menos popular que la obra de Tolkien pero que constituye para muchos de los estudiosos de la fantasía una contribución de equivalente calidad e impacto. La trilogía, que arranca con el nacimiento del esperado heredero, Titus Groan, deja en suspenso —como ocurre con Gudú— el esperable esquema de las hazañas del héroe que culmina el linaje para focalizarse radicalmente en el proceso de decaimiento de la dinastía, cuyos miembros permanecen atrapados en el laberíntico espacio de Gormenghast y en los intrincados rituales que parecen detener el tiempo, o cuanto menos, sacarlo de su flujo habitual. Me detengo brevemente en el ejemplo de Gormenghast porque, como en el caso de Gudú, permite contemplar la estrecha relación entre los nudos temáticos (la decadencia, la muerte, el olvido), las texturas emocionales y la arquitectura narrativa del relato.
Y es que del mismo modo en que estas obras renuncian a la “restauración” de un mundo que se viene abajo, rehúyen el modelo de la quest —es decir, la progresión lineal unidireccional en la que se van superando pruebas que conducen a la victoria final— para adoptar lo que, a falta de mejor palabra, podríamos llamar un modelo de inmovilidad tanto en el plano temporal como espacial. Así, frente al desplazamiento espacial y la sucesión de hazañas que delinea el modelo más canónico de la fantasía, Gudú utiliza una arquitectura narrativa en la que los personajes nunca consiguen desplazarse realmente y en el que el tiempo no progresa y parece condenado a repetirse.
En efecto, además del recurrente paso de las estaciones, que parece ser el único marcador temporal perceptible en Olar, el reino en el que se desarrolla la narrativa, y que determina un deslizamiento cíclico del tiempo, la narración se organiza a través de constantes duplicaciones, que refuerzan la sensación de parálisis, la imposibilidad de avance: por ejemplo, la coronación mediante treta de Volodioso se repite en la coronación de su hijo, Gudú; la traición del escudero Almíbar por su amor hacia la reina Ardid, esposa de Volodioso, tiene eco en la traición de Predilecto por su amor hacia la princesa Tontina, esposa de Gudú; etc. (Pérez Abellán, 2012: 620-625). Por otro lado, aunque la novela parece organizarse sobre la sucesión de hazañas —en efecto, son varias las campañas de Gudú y sus antecesores a las que asistimos— que han de expandir el reino y llenar los vacíos del mapa, es una pura ilusión:
Todo trayecto o periplo efectuado en Olvidado Rey Gudú posee la engañosa sensación de desplazamiento exógeno porque radica en Olar, cuando más allá de las marcas del mapa ninguna trayectoria prospera, limitándose el movimiento a la doble dirección originada en la capital pero jamás rebasada. La aventura y la oportunidad nacen y mueren en el Reino de Olar. (Pérez Abellán, 2012: 609)
Y el territorio ignoto, cuyo dominio obsesiona a los reyes de Olar, sigue siendo desconocido pese a las repetidas expediciones que van sucediéndose en la trama. Pérez Abellán interpreta esta imposibilidad de conquista como una deconstrucción de la utopía universal ejemplificada por “Camelot, Leonís, Gaula o Hircania, convirtiéndose en reverso negativo de esta y por tanto, en distopía contemporánea” (Pérez Abellán, 2012: 619); en mi opinión, la desarticulación de la quest, su conversión de patrón lineal y progresivo a cíclico, tienen que ver menos con una reversión hacia la distopía que con un desenmascaramiento del ideal de progreso y dominación del territorio que se asocia a lo heroico.
De la gloria al olvido: asedios a la heroicidad
Tal desenmascaramiento está presente desde la apertura de la novela, cuyo arranque resulta un perfecto ejemplo del juego con las convenciones que caracteriza toda la obra. Así, el texto se inicia con la presentación de un protagonista de origen noble —Sikrosio, hijo del Conde de Olar— adornado con una plétora de cualidades marciales y entregado a actividades que le permiten ejercitarlas de lleno:
Su valor y arrojo, tanto como su naturaleza, no conocían el desánimo, la enfermedad, la cobardía, la duda, el respeto ni la compasión.