Canon sin fronteras. Группа авторов

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Canon sin fronteras - Группа авторов Colección GenPop

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o luchas vecinales y, en general, a toda cháchara no relacionada con sus intereses. Cuando no peleaba, distribuía su jornada entre el cuidado de sus armas y montura, la caza, ciertos entrenamientos guerreros y placeres personales —no muy complicados éstos, ni, en verdad, exigentes—. (Matute, 1996: 17-18)

      Sin embargo esta presentación, que se extiende unas pocas líneas más deriva hacia la imagen de Sikrosio “[p]aralizado, tendido e indefenso” (Matute, 1996: 20) junto al río Oser, aterrorizado ante la visión de un dragón que emerge de las aguas, en una escena en que se exploran de manera onírica el miedo y la parálisis de Sikrosio. Pérez Abellán, que toma como referencia el romance de caballerías, muestra la disonancia con este modelo: en lugar de abordar los orígenes y nacimientos del héroe, “la imagen ofrecida por el abuelo del Rey agazapado a orillas del río Oser plantea un principio diferente” (2012: 521), hecho que es analizado a través de una rica red de referencias intertextuales (el Leteo, el Hades, el dragón…) cuya densidad opaca, tal vez, lo que en mi opinión es el elemento principal de la imagen que es el borrado radical de las cualidades heroicas con las que se define a Sikrosio.

      Esta sacudida de las expectativas en torno al héroe es tanto más relevante si consideramos que la escena se reduplica —siguiendo el desmontaje de la linealidad narrativa— en el cierre de la novela, cuando el nieto de Sikrosio, Gudú, se ve a sí mismo reflejado en las aguas despojado de cualquier atisbo de poder, marcado por dos atributos —la vejez y el llanto— que lejos quedan de la habitual exaltación del héroe, joven y emocionalmente contenido:

      Corrió al Lago, se miró en él, y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podía amar a nadie, excepto a sí mismo. En aquel momento un antiguo y conocido Dragón emergía del agua: un Dragón que llegaba a él desde la oscura memoria de su sangre, desde el terror de Sikrosio. Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba. (1996: 864)

      La circularidad de esta doble escena deja patente la desarticulación del avance lineal de la quest como mecanismo preeminente del relato y, al mismo tiempo, pone en suspenso el ideal heroico que cabría esperar tras unos paratextos que parecen inscribir la novela en la línea de la fantasía más canónica al hablar del nacimiento y la expansión de un reino —en la contraportada—, proporcionarnos un mapa del mundo imaginado en el que se desarrolla esta acción y detallarnos, en un árbol genealógico, el linaje de los margraves de Olar.

      Como se ha visto en la doble escena de apertura y cierre, Olvidado rey Gudú participa de lleno en el cuestionamiento de la figura heroica: si los paratextos que envuelven la novela remiten a una idea de conquista y linaje noble que queda socavada en el primer capítulo, ¿qué no va a ocurrir a lo largo de las casi novecientas páginas? Para no extenderme en el inmenso tapiz que es la novela, me voy a limitar a llamar la atención sobre Gudú, culminación de la dinastía de Olar. De manera muy clara, la legitimidad como monarca —dadas las peculiaridades de su nombramiento como heredero de la corona— está vinculada a su capacidad para ejercer la violencia y vehicularla en una campaña militar que el propio rey ha calculado milimétricamente (“Y la guerra, madre, me hará rey” [Matute, 1996: 295]). Así, su coronación, pospuesta durante años, se precipita tras mostrarse públicamente con una imagen en la que cristalizan todas las hebras de lo heroico: la exhibición de un cuerpo marcado por la impenetrabilidad y la agresividad (la coraza y la espada); la invocación del Reino, entendido como una comunidad entre varones, que se transfiere de padre a hijo (no en vano Gudú cambia de espada, mostrando la de su padre Volodioso); la ostentación del coraje elevado a una efectiva altura épica pues conduce a la clásica disyuntiva victoria o muerte:

      Y aquella noche Gudú apareció ante sus nobles, y ante sus soldados, y ante gran parte de ciudadanos, que se apiñaban, aterrados, junto a las murallas del Castillo —cuyas puertas hizo abrir, y bajar los puentes levadizos, de forma que todos cuantos pudieran presenciar lo que se proponía, lo presenciaran—. Y así, vestido por vez primera con cota de malla y una muy crujiente coraza de cuero y piezas de metal, al resplandor de la gran hoguera central que había hecho prender, dijo, con gran solemnidad, desenvainando la espada —y de pronto todos comprobaron que no era su acostumbrada espada de hierro, sino la espada de su padre Volodioso:

      —El Rey Usurpino y mis hermanos los Príncipes Soeces, acuciados por el ex Consejero, el traidor Conde Tuso, han declarado la guerra a nuestro pueblo. Así pues, juro defender este Reino y este pueblo, hasta la última gota de mi sangre.

      Estas palabras hacían, en verdad, gran efecto,

      […]

      Sé que la lucha será encarnizada y muy cruel. Pero, con la misma seguridad que tengo en esto, os juro que no regresaré a Olar si no es de dos maneras: enarbolando la victoria, la paz y las cabezas sangrantes de los traidores, o muerto. (Matute, 1996: 298-299)

      Pero esta imagen prototípica de la heroicidad es reforzada y a la vez demolida en la campaña militar que la sucede, en la que la épica de la batalla es, por un lado, exaltada —es un choque en el que se parte con desventaja y, por tanto, la hazaña de imponerse a los enemigos es mayor — y, por el otro, desacreditada en la medida que el relato va resaltando la insensibilidad del héroe, cuyo mérito militar radica en su capacidad para deshumanizar al enemigo (“mordió el extremo de la pluma de halcón y dijo que no debían acudir en masa al enemigo, como tenían por costumbre,

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