Escritoras ilustradas. Herminia Luque
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En el caso español tenemos a la ensayista Josefa Amar, encendida defensora de las capacidades de las mujeres. Tanto, que escribe en 1787 su Discurso en defensa del talento de las mugeres y de su aptitud para el gobierno y otros cargos en que se emplean los hombres.49 Y, unos años más tarde, un tratado sobre la educación física y moral de las mujeres. Ya en la primera parte de la obra señala que «entre los bienes de la naturaleza ninguno hay comparable con el de la salud y robustez del cuerpo. Este solo puede recompensar la falta de los demás, y sin él todos son inútiles».50 Y se pregunta: «¿Qué satisfacción se encuentra en el estudio o las diversiones cuando no hay salud? Más abajo, incide en la importancia de la salud, tanto para los hombres como para las mujeres. Pues si aquellos tienen ocupaciones que requieren «fuerza y agilidad» «hay bastantes mujeres que están precisadas a trabajar corporalmente para ganar su vida, y cuando esta razón no hubiera, bastaría la que tienen todas las señoras y no señoras, como es la de parir y criar hijos robustos».51
Cuando habla del embarazo, del parto y de la lactancia, acude a tratadistas de la época, citándolos literalmente (por ejemplo, Alphonse le Roy). De modo que es a este autor al que leemos cuando recomienda, durante el embarazo, vestimentas sueltas que no opriman el cuerpo. No hay que olvidar que Josefa Amar era hija y nieta de médico, de modo que su conocimiento de la bibliografía especializada pudo estar bien guiada desde su entorno familiar. Aunque esto nos hurta una voz más personal, ligada a su experiencia como madre, por ejemplo.
Las escritoras ilustradas, pues, no tratan más que de forma indirecta el tema del cuerpo, de su propio cuerpo. Sí está presente en temas relacionados con el cuidado infantil (la lactancia, por ejemplo), pero las escritoras ilustradas no se tratan a sí mismas como cuerpos sexuados y por tanto no se escriben como criaturas sexuales, menos aún como objetos sexuales, cosa que sí se hace desde la poesía erótica o la novela pornográfica escrita por hombres.
Hay una referencia en Inés de Joyes a un tema que difícilmente podía ser tratado por la literatura hecha por mujeres, pero que debía ser tema ordinario en las conversaciones de la época: las enfermedades venéreas. La referencia, aun siendo marginal y cuando se está tratando otro asunto, no deja de sorprender por su audacia, siendo algo verdaderamente insólito en la pluma de una mujer:
Rara vez escriben las mujeres, y ya es asunto de moda entre los modernos eruditos escribir sobre la crianza física de los niños, sacando siempre la grave falta de las mujeres que no dan de mamar a sus hijos; pero ninguno he visto que toque la inhumanidad de los hombres que, habiendo vivido una vida desenfrenadamente viciosa, pasan sin escrúpulo a contraer matrimonio con una sencilla paloma, cuyo semblante a muy pocas semanas manifiesta la impiedad del que la ha contaminado y de resultas a todos sus descendientes.52
Mónica Bolufer nos dice al respecto que «hay que remontarse al Siglo de Oro para encontrar por escrito, en la obra de la noble María de Guevara, una denuncia similar contra la irresponsabilidad de muchos maridos que echan a perder a sus mujeres con enfermedades sucias».53
Las mujeres no escriben, ya lo hemos dicho, de sus cuerpos más que de una forma marginal o elusiva. Aquí actúan las leyes de un pudor que se tiene por la virtud femenina por excelencia. Y no tanto porque no existan, en textos contemporáneos, referencias a los cuerpos de las mujeres extraordinariamente explícitas. Textos, lo hemos adelantado más arriba, de diversos géneros que escriben el cuerpo femenino. Escriben el cuerpo, nombrando las partes más relevantes desde el punto de vista erótico, fragmentando ese cuerpo, troceándolo para ofrecer el fragmento más jugoso al lector. O bien aludiendo a cualidades genéricas de belleza o lozanía, que actúan potenciadoras del deseo masculino.
Este es el caso de la novela erótica, cuyo paroxismo (y un punto de no retorno también) lo representa, en el ámbito francés, la obra del marqués de Sade. O en textos como Teresa filósofa 54 o las novelas de Restif de la Bretonne, menos explícitas, como por ejemplo Sara. Formas de alusión veladas aparecen también en el propio Casanova. Así describe el cuerpo de una de sus amantes:
Se quitó entonces la cofia, dejó caer sus cabellos, se liberó del corsé y al sacar los brazos de la camisa se mostró a mis enamorados ojos igual que vemos a las sirenas en el cuadro más hermoso del Correggio.55
En el caso español no existe una narrativa de esta entidad, pero sí una poesía erótica bastante llamativa. Es cierto que muchas de esas obras solo se difunden de forma restringida y solo más tarde se imprimirán.56 Pero son algo más que un pasatiempo: funcionan como espacios de disenso crítico y revelan, a la vez, parcelas de lo íntimo que de otra forma (en su vocabulario, en los modos que adopta) nos serían desconocidas.
En esta poesía se alude al cuerpo de las mujeres, no solo a los órganos sexuales, sino también a sus proporciones y sus cualidades estéticas. Así en El Jardín de Venus, de Félix de Samaniego,57 se pinta el cuerpo femenino, deteniéndose sobre todo en los senos: «redondas tetas de brillante blancura» (poema El conjuro), y el pubis y la vulva, «crespo vello en hebras mil rizado/ a cuyo centro daba colorido/ un breve ojal, de rosas guarnecido», o «el bosque y el arroyo femenino» (El cuervo). Meléndez Valdés, autor asimismo de poesía erótica, alaba también esta parte de la anatomía femenina:
Culo fresco, suavísimo, lozano
culo, en fin, que nació ¡fuego de Cristo!
para el mismo Pontífice romano58
En Arte de las putas59, Nicolás Fernández de Moratín hace un elogio del amor carnal, con una reiterada apelación a la naturaleza. Se hace referencia a una «ley natural» anterior a la propia ley escrita, a la propia moral de su tiempo, una edad que entronca con el mito de la Edad de Oro. Y más abajo se lee: «Es licito lo que es naturaleza» (verso 568). Pero para atisbar la verdadera naturaleza de ese impulso irrefrenable hay que fijarse en la expresión formal. Pues al hablarse de las relaciones sexuales se dice que la mujer ha de ser «ejercitada», es decir «usada» (¡qué ha de ser la mujer, como la espada, /solo por precisión ejercitada!, versos 579-580). Aquí aparece, sin ambages, la mujer como objeto sexual: la mujer utilizada para el placer masculino, no importando que sea la venalidad la forma de acceso al mismo. Paradójicamente, ese placer está sometido a un pacto contractual (un pago pecuniario), es decir, un pacto cultural, para satisfacer una necesidad natural. La falacia queda bien patente: no hay parcela de lo humano que no esté tamizada por la cultura. No obstante, el siglo xviii usa la idea de naturaleza como un fetiche; es la idea clave del siglo, escribirá Paul Hazard. Se utiliza como un talismán que le permite lo mismo derribar barreras («todos los hombres nacen libres e iguales»), que legitimar prácticas sociales.60 Y también sirve para elaborar un ideal normativo con un componente ético determinante. Así Mary Wollstonecraft escribirá: «La Naturaleza siempre debe ser el patrón del gusto, la norma del apetito, pero los voluptuosos la insultan groseramente».61
Apelando a la naturaleza, como hemos visto, el discurso erótico dieciochesco (escrito siempre por hombres) se erige en instrumento de poder. Como señaló Iris M. Zavala, lo erótico y lo pornográfico, son discursos monológicos y autoritarios «que ponen el acento en el dominio [...] sobre los cuerpos y los destinos».62
Tal vez exprese la identificación perfecta entre mujer-naturaleza-sexo una estrofa popular en la que se identifica «naturaleza» (aquí «natura» para que rime con «sepultura») con los órganos genitales femeninos:
Una vieja se sentó
encima de una sepultura