Un pirata contra el capital. Steven Johnson

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Un pirata contra el capital - Steven Johnson

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El cañón, no obstante, era al parecer consecuencia natural del descubrimiento de la fuerza propulsiva de la pólvora. En cuanto supimos cómo hacer explotar cosas, se nos ocurrió cómo aprovechar esa energía para lanzar por los aires un proyectil pesado a gran velocidad.1

      El cañón es un artilugio tan sencillo y efectivo que su diseño básico permaneció inalterado durante cientos de años: se introduce pólvora por el ánima del cañón hasta la recámara –es lo que se denomina cebar el cañón–, luego se mete un taco de estopa o papel y, finalmente, se introduce la bala de cañón, que se encaja entre el ánima y el taco. En la recámara hay un estrecho orificio, el llamado oído, que comunica con el exterior del cañón en su parte superior y por el que se introduce la mecha. En la mayor parte de los casos, el artillero prende esta y, unos instantes después, la pólvora se enciende, desencadenando una enorme cantidad de energía que se ve contenida por las robustas piezas de aleación hierro-carbono llamadas faja, escocia y lámpara. Casi toda la energía de la explosión se canaliza por tanto a lo largo del ánima en dirección a la abertura, impulsando la bala.

      Sin embargo, pese a su solidez, la estructura cristalina del hierro fundido puede en ocasiones verse deteriorada por impurezas invisibles, especialmente cuando la proporción de hierro y carbono no es la adecuada, lo que puede provocar fallos catastróficos. Cuando las piezas en que se aloja la recámara ceden, un cañón deja de ser un cañón y se convierte en una bomba.

      Los cuatro tripulantes que manejan ese cañón cuando estalla en miles de esquirlas mueren antes de que la explosión llegue a sus oídos. Y esos son los que tienen suerte. La ignición de la pólvora crea un repentino incremento en la presión del aire que contiene la recámara: desde los habituales 101.325 pascales a los casi 6.000.000 de pascales en milésimas de segundo. La onda se expande en todas direcciones a unos veintidós mil kilómetros por hora, dieciocho veces la velocidad del sonido. La onda expansiva secciona brazos y piernas a los artilleros, hace estallar las entrañas. La combinación de calor y presión les licúa los ojos. Cuando llega la segunda ola de energía –la llamada onda de choque– transportando con ella los fragmentos de hierro fundido del cañón a velocidad supersónica, los tripulantes ya no existen. Las ondas de choque y los fragmentos del cañón simulan los efectos de las modernas bombas de metralla, enterrándose en la carne y los huesos del resto de la tripulación, a la que arranca orejas, manos y piernas o perfora órganos vitales. En cuestión de segundos, la cubierta de artillería del barco está regada de sangre y carne humana. Y, entonces, un golpe de viento entra a llenar el vacío creado por la explosión y los tablones de madera del barco se prenden.

      A unos cientos de metros, en la cubierta del barco inglés, los pajes de la pólvora llevan proyectiles a los artilleros apostados en torno a sus cañones. En el caos de la escena subyace un orden mecánico, rítmico. Un oficial pasa revista ladrando órdenes a intervalos regulares. “¡Destrinquen cañones!”, grita, y la tripulación deshace los nudos que hacían firme la pieza. “¡Nivelen piezas! ¡Retiren tapabocas! ¡En batería!”. Con cada orden, los artilleros empujan, tiran y equilibran siguiendo una pauta sincronizada; el ballet mortífero que se baila en un barco en son de combate. El oficial ordena “¡Ceben!”, y entonces se vierte por el oído del cañón un fino hilo de pólvora rápida. Los sirvientes del cañón no prestan atención al disparo anterior que ha explotado en la cubierta del barco indio, causando no pocos estragos. Tienen la atención puesta en la más exigente de las órdenes del oficial, la última antes del disparo: “¡Apunten!”.

      Pese a la poca precisión de estas armas, cada tanto la física intervenía de algún modo y regalaba un tiro perfecto. Apenas instantes después de la explosión producida en el barco indio, una de las balas disparadas en la andanada anterior silba por el aire salvando la distancia entre un barco y otro y se empotra contra la base del palo mayor del indio: ese es el mayor daño que se puede infligir de un solo cañonazo. El mástil cae, y los aparejos se derraman sobre la cubierta en un amasijo de lienzo y cabos. Desprovisto de la vela mayor, el barco podrá aprovechar una mínima parte de la energía del viento para desplazarse. Además, en la cubierta de artillería india ha reventado un cañón; la sangre y el fuego campan por el barco tesorero, que se encuentra totalmente indefenso en apenas un instante. En cuestión de minutos, los británicos lo han abordado.

      ¿Qué probabilidades hay de que estos dos acontecimientos –el mal funcionamiento del cañón indio y el acierto de los artilleros británicos– se produzcan en un mismo instante? Los reventones eran la principal flaqueza del diseño de cañones desde sus mismos orígenes, y siguieron planteando un problema durante la Edad Moderna. (Una explosión acaecida en 1844 durante una demostración mató al secretario de la Armada y al secretario de Estado estadounidenses y a punto estuvo de matar al presidente John Tyler). La posibilidad de que un cañón explotara durante un disparo era muy pequeña, estaría quizá por debajo de una de cada quinientas. Las posibilidades de acertarle a la base del palo mayor y derribarlo de un solo disparo no eran mucho mayores: el objetivo tenía apenas sesenta centímetros de ancho en un barco de más de sesenta metros de eslora. Si se apuntaba demasiado bajo, la bala terminaría en el agua o golpearía contra la cubierta de artillería. Se trataba de un tiro entre cien. Gracias a las leyes de la probabilidad diseñadas por Blaise Pascal más o menos en ese mismo periodo, sabemos que las posibilidades de que dos acontecimientos inconexos ocurran a la vez pueden calcularse multiplicando entre sí las posibilidades de que se produzcan cada uno de los dos acontecimientos. Si pudieran volver a reproducirse esos cinco segundos de tiempo cinco mil veces, esa concatenación –la de la explosión del cañón y el derribo del palo mayor– podría perfectamente no volver a darse.

      Se puede medir la diferencia entre la posibilidad de que estos dos acontecimientos se hubieran dado y no de manera muy precisa. Si retirásemos esa pequeña imperfección de los refuerzos de hierro forjado y alguien moviera el cañón una pulgada hacia un lado en el momento de disparar, el barco indio no tendría nada que temer de su endeble atacante. Sin embargo, como la explosión del cañón en sí, una diferencia casi imperceptible –unas libras de pólvora de más– puede desen­cadenar resultados no lineales. En el caso de que estos dos barcos se enfrentaran en mitad del océano Índico, esas causas casi microscópicas provocarán una oleada de efectos que resonarán en el mundo entero. Casi todos los enfrentamientos como este, vistos a través del gran angular de la historia, son disputas menores, chispas que no tardan en extinguirse. Pero cada tanto, alguien enciende una cerilla que provoca un incendio en el planeta entero. Esta es la historia de una de esas cerillas.

      Uno puede imaginar el relato que sigue como si fuera una especie de reloj de arena. En el estrechamiento –su punto central– se hallarían esos pocos segundos vividos en pleno océano Índico en 1695; el cañón que revienta y el palo mayor destruido. Antes de ese estrechamiento se acumularían capas y más capas de acontecimientos históricos que habrían hecho posibles aquellos extraordinarios instantes. Tras él, la cadena de sucesos –incontenible y verdaderamente global– que puso en marcha lo ocurrido en ese breve lapso.

      Para hacer justicia a esa historia –especialmente a la parte prehistórica del reloj de arena– las cadenas de causas

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