Un pirata contra el capital. Steven Johnson

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Un pirata contra el capital - Steven Johnson

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no sabía siquiera qué tipo hogar debían buscar.

      En 1597, el Parlamento aprobó una ley contra la vagancia cuyo objetivo era combatir la lacra de las personas sin hogar. El texto de la ley incluye un catálogo casi jocoso de los distintos tipos de vagabundos que merodeaban los caminos públicos y las plazas de los pueblos y ciudades de Inglaterra:

      La Ley de Vagabundos transmitía un claro mensaje a las autoridades locales: a todos estos personajes se les debería “desnudar de cintura para arriba y azotar hasta que sangraran, para luego enviarlos a su lugar de nacimiento o de última residencia”. La ley también dio poder a las press-gangs. Si los eruditos vagabundos y los malabaristas no querían terminar siendo azotados en público medio desnudos, deberían unirse a las filas de la Marina Real. ¿Qué mejor manera de limpiar las calles de los refugiados de un orden feudal caído en desgracia que enviándolos al mar?

      Ya se uniera a la marina motu proprio, ya se viera obligado por las cuadrillas de leva, ese marinero de Devonshire habría crecido en una cultura muy marcada por las historias de la vida marinera. Ninguna otra región británica está más íntimamente relacionada con la aventura marítima que el Sudoeste de Inglaterra, la aguda península de tierra sembrada de abruptos páramos que incursiona en el Atlántico encajada entre los canales de la Mancha y de Brístol. Casi todos los lobos marinos legendarios de la era isabelina procedían de esa región. Tanto Walter Raleigh como Francis Drake nacieron en Devon. Los marinos del Sudoeste inglés encabezaron muchas batallas navales en nombre de la Corona –incluida la batalla contra la Armada Invencible española en 1588– y muchos de ellos también se pasaron a la piratería. (Los dos piratas más infames del siglo xviii, “Black Sam” Bellamy y Barbanegra, también nacieron en el Sudoeste). La prominencia del estilo de vida corsario tenía raíces geológicas: la situación del Sudoeste dio a sus capitanes un acceso sin parangón a las redes navales europeas y las muchas calas e islotes que salpican esa costa la hacían ideal para los contrabandistas. El vínculo entre la piratería y el condado de Devonshire sigue vivo en el habla inglesa más de trescientos años después de que ese chico del condado subiera a aquel barco de la marina: cuando los angloparlantes imitan el estereotípico acento de pirata, con la característica onomatopeya –¡arr!– están, de manera inconsciente, emulando el acento y la gramática propios del inglés que se habla en el Sudoeste.

      El misterio que rodea la vida del marino de Devonshire comienza con su nombre. En la primera referencia biográfica de sus hechos, publicada en 1709, se le llama capitán John Avery. De joven al parecer adoptó brevemente el alias de Benjamin Bridgeman, aunque su apodo, Long Ben, ha llevado a algunos historiadores a especular que su verdadero apellido era Bridgeman y Avery era el alias. La mayoría de los especialistas opinan que nació cerca de Plymouth, en Devon­shire, en la costa sudoccidental inglesa. Un conocido testificó bajo juramento en 1696 que el marino era un hombre de unos cuarenta años, lo que dataría su nacimiento a finales de la década de 1650. Los registros parroquiales en Newton Ferrers, una localidad situada sobre la desembocadura del río Yealm, al sudoeste de Plymouth, dan fe del nacimiento de un niño, hijo de John y Anne Avery, el 20 de agosto de 1659. Quizá ese niño creció para convertirse en el infame Henry Avery, el delincuente más buscado del planeta. O quizá el auténtico Avery nació en alguna otra localidad del Sudoeste durante ese mismo periodo. En parte porque una familia de apellido Every había sido terrateniente de prestancia en Devon­shire desde hacía siglos cuando él nació, muchos se refieren a él como Henry Every. Casi todos los documentos legales escritos en inglés deletrearían su apellido como “Every” y la única carta que se conserva de su puño y letra está firmada como “Henry Every”. Every era el apellido más utilizado en general cuando se convirtió en uno de los hombres más infames del mundo. Este último motivo bastaría para llamarlo efectivamente Henry Every.

      Sin duda, el joven Henry Every (o Avery o Bridgeman) creció escuchando cuentos populares sobre las hazañas de exploradores como Drake o Raleigh, quienes durante su carrera como marinos pasearon cómodamente por la frontera entre el corso y la piratería. (Como veremos, las convenciones legales de la era desdibujaron deliberadamente esa frontera). Esas falsas memorias afirman que su padre había servido en la Marina Real como capitán mercante; en efecto, en el árbol genealógico de los Every de Devonshire había unos cuantos capitanes de barco. Independientemente de los detalles reales, parece que Every, como también afirman las memorias ficticias, “se crio en el mar desde la juventud”. No en vano, el primer detalle biográfico real que conocemos de Every –más allá del registro parroquial de Newton Ferrers– es que, en efecto, se alistó en la Marina Real, probablemente durante su adolescencia.

      Las neblinas que empañan el nacimiento del marino de Devonshire son casi tan espesas como las que rodean su muerte. Lo cierto es que no sabemos a ciencia cierta dónde ni cuándo nació, ni tampoco su nombre real. Viene muy al caso que las raíces de Henry Every se hundan en el misterio. Las vidas de las grandes leyendas de la historia son un palimpsesto, múltiples capas de relatos que se entretejen con los rumores y con las sutiles alteraciones que aparecen en cualquier historia contada de generación en generación. Durante un tiempo, Henry Every fue una leyenda tan conocida como cualquier otra del repertorio; héroe inspirador para algunos, asesino despiadado para otros. Fue un amotinado, un líder de la clase trabajadora, un enemigo del Estado y un rey pirata.

      Y, al final, se convirtió en un fantasma.

      3 Turley, 1999, p. 23.

      4 Dean, 2013, p. 60.

      5 Defoe, 2015, pp. 65-67.

      ii

      Los caminos del terror

      delta del nilo

      1179 a. c.

      A ojos modernos, los jeroglíficos que cubren el muro exterior noroccidental de Medinet Habu, el templo funerario de Ramsés III, son inescrutables, pues están escritos en un idioma que solo comprende un reducido grupo de egiptólogos. Sin embargo, los bajorrelieves del templo son fáciles de entender: describen una escena sangrienta con guerreros blandiendo jabalinas y dagas, protegiéndose con escudos y corazas egeas de una lluvia de flechas. Un oficial que se distingue por su tocado egipcio parece estar a punto de decapitar a un enemigo caído; por fin, una pila sangrienta de cadáveres indica la aniquilación total de las fuerzas invasoras. Estas imágenes –y los jeroglíficos que las subtitulan– narran una de las mayores batallas navales de la historia, un choque entre las fuerzas egipcias y una flota de incursores itinerantes adscritos a lo que hoy los historiadores

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