Un pirata contra el capital. Steven Johnson
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Este comercio global enriqueció tanto a la India que el islam no supo contener sus ambiciones imperiales. Entre el año 1 y el 1500 d. C., ninguna región del mundo –ni siquiera China– tuvo una cuota mayor del PIB mundial.16 Las copiosas reservas de perlas, diamantes, marfil, ébano y especias garantizaron superávits comerciales durante todo el siguiente milenio. En cualquier caso, no había otro producto que encendiera la imaginación del resto del mundo –vaciando además sus bolsas de dinero– como los tejidos de algodón teñido, que desempeñarían un papel crucial en la historia de la India. El vínculo entre el algodón y el subcontinente indio es muy antiguo. En excavaciones arqueológicas a lo largo del valle del Indo se descubrió una jarra de plata a la que se habían fijado hebras de algodón tejido y teñido; se cree que este tejido data del 2300 a. C., lo que lo convertiría en uno de los ejemplos más antiguos de fibras de algodón procesadas en todo el mundo. En el 400 a. C., Heródoto da cuenta de unos árboles silvestres de la India “que producen una especie de lana mejor que la lana de oveja en belleza y calidad que los indios utilizan para tejer sus atuendos”.17 Desde el principio, el algodón ha sido una inspiración para la innovación tecnológica. En las pinturas rupestres de las legendarias cuevas de Ajanta, fechadas aproximadamente en ese mismo periodo, aparecen personas trabajando con un almarrá, un artilugio para separar la fibra del algodón o borra de las semillas de la planta, antecesor primitivo del que Eli Whitney diseñaría en el siglo xviii.
Sin embargo, el invento que más profundamente transformaría el subcontinente indio –y, por ende, su relación económica con el resto del mundo– no tuvo que ver con la separación de la fibra y las semillas en el algodón; en efecto, todas las sociedades que domesticaron el algodón para su aprovechamiento textil terminaron desarrollando algún tipo de aparato similar al almarrá. Lo que hacía único al algodón indio no era la fibra en sí, sino su color.18 Que la fibra pudiera teñirse de los vívidos colores de la rubia, la alheña o la cúrcuma no dependía tanto de la invención de artilugios mecánicos como de una audaz experimentación química. La celulosa de la fibra de algodón, rica en ceras, repele de forma natural los tintes vegetales. (Solo del azul intenso del índigo –cuyo nombre deriva del valle del Indo, donde por primera vez se usó como tinte– se fija en el algodón sin necesidad de productos catalizadores adicionales). El proceso de transformación del algodón en un tejido que pueda teñirse con colores distintos al índigo se conoce como “animalización” de la fibra, supuestamente porque es necesario utilizar excrementos de animales de granja en el proceso. En primer lugar, los tintoreros blanqueaban la fibra con leche agria, a continuación, la atacan con diversas sustancias de alto contenido proteico: orina de cabra, estiércol de camello, sangre. Las sales metálicas se combinan entonces con los tintes para crear un mordiente que permea la fibra. El resultado es un tejido de color vivo que no se desvanece tras los lavados.19
Se desconoce cuándo fue inventada esta técnica. Muy probablemente no fue descubierta por un único tintorero de gran ingenio, sino que evolucionó a través de siglos de experimentación. En el año 327 a. C., cuando Alejandro Magno lanzó su campaña contra el Indostán, los tejidos teñidos llamaban tanto la atención que varios de sus generales les dieron un gran protagonismo en sus relatos sobre la guerra: “En la India había árboles que daban borras o puñados de lana –cuenta el historiador griego Estrabón, citando a los generales alejandrinos–. El lino que se fabrica a partir de esta lana es más fino y blanco que ningún otro. […] Este país produce colores de gran belleza”.20
Las fuerzas de Alejandro regresaban de la India con noticias sobre ese tejido milagroso, plantando así la semilla de la obsesión por el algodón indio. Esa obsesión, que acabaría extendiéndose por todo el orbe, nace por la confluencia de tres propiedades que no reunía hasta entonces ningún otro tejido: era suave, podía teñirse de colores muy vivos y el color no se desvaía con los lavados. Durante los dos milenios que separan la invasión de Alejandro y la batalla naval entre el Fancy y el barco mogol, se hicieron muchas fortunas desenterrando y comerciando con metales raros, o cultivando y vendiendo valiosos productos alimentarios como el azúcar o la pimienta. Sin embargo, ningún otro producto manufacturado u obra de arte creados en ese tiempo generaron tantos beneficios económicos como los tejidos indios teñidos.
La India fue una potencia clave en el comercio global entre los tiempos romanos y la era de los descubrimientos, pero su papel en el movimiento de sus productos a lo largo y ancho del planeta fue marginal. Estrabón afirma que cada año navegaban hasta la costa sudoccidental de la India unos ciento veinte barcos romanos, gobernados por griegos de Egipto, para intercambiar oro y plata por algodón, piedras preciosas y especias.21 Finalizado el primer milenio, esa red comercial era administrada casi exclusivamente por mercaderes musulmanes. El resultado fue un sistema geoeconómico en el que los artesanos hindúes creaban productos de valor y en el que una capa de comerciantes y marinos musulmanes, concentrados en las ciudades portuarias, hacían circular dichos productos en el mercado global.
Por qué la India nunca desarrolló sus propias redes comerciales nos conduce a uno de los grandes experimentos de especulación de la historia universal. De haber combinado las sociedades del subcontinente indio sus abundantísimos recursos naturales e ingenio técnico con el apetito por el comercio marítimo, la India muy bien podría haber seguido el camino de la industrialización y el dominio global antes de que Inglaterra diera su gran salto adelante a principios del siglo xviii. El motivo de la reticencia de los indios a comerciar a través del mar podría residir en una cuestión religiosa: el hinduismo prohíbe, en efecto, las travesías oceánicas. Según el sutra escrito por Baudhāyana, cualquiera que “haga viajes por mar” perderá su estatus en el sistema de castas, castigo que solo podía levantarse siguiendo una elaborada penitencia: “Comerá una refacción muy ligera cada cuatro comidas, se bañará a la hora de las tres libaciones (mañana, mediodía y tarde) y pasará el día de pie y la noche sentado. Después de tres años, se habrá liberado de la culpa”.22 La prohibición solo ocupaba tres líneas, pero su sombra era alargada.
Algunos historiadores han argumentado que, prohibiciones aparte, la India de los primeros siglos de nuestra era tenía más conocimientos náuticos de lo que creemos. Por alguna razón, finalizado el primer milenio después de Cristo, las flotas comerciales musulmanas dominaban completamente el flujo de bienes y mercancías que entraban y salían del subcontinente indio. En esos años el islam mostraba una extraversión comercial inversamente proporcional a la introversión de los indios. El propio Mahoma había sido comerciante y sus discípulos reconocían que vender productos codiciados era una manera especialmente eficaz de entablar una relación que podía desembocar en la conversión religiosa del cliente. (En el mapa del islam moderno aparecen casi todas las regiones del mundo en que sus comerciantes hicieron negocios hace mil años; la mayor parte de los territorios conquistados militarmente por el islam en ese periodo rechazaron la nueva religión cuando los ejércitos enemigos se marcharon). En el año 1000, de todas las religiones del mundo, el islam era de lejos la más cosmopolita, la más abierta al encuentro –a menudo gracias al comercio– con otras culturas y creencias religiosas. A los musulmanes les sorprendía mucho la cultura insular de los artesanos con quienes interactuaban en los puertos indios: “Los hindúes creen que no hay país como el suyo, que no hay nación como la suya, ni reyes como los suyos, ni religión como la suya, ni ciencia como la suya –señalaba el erudito persa Al-Biruni en el siglo xi–. Es tal su altivez que si uno hace mención de cualquier científico o erudito del Jorasán o de Persia, te tachan o bien de ignorante, o bien de embustero. Si viajasen y se mezclaran con otras naciones, no tardarían en cambiar de opinión”.23
Pese a sus diferencias, las culturas hindú y musulmana coexistieron de manera bastante armoniosa hasta los albores del segundo milenio. En efecto, las buenas