Un pirata contra el capital. Steven Johnson

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Un pirata contra el capital - Steven Johnson

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empresa recaudaba fondos para una travesía a, por ejemplo, las islas de las Especias. Si el viaje tenía éxito, los beneficios se repartían entre los accionistas dependiendo del importe invertido inicialmente. Sin embargo, a mediados del siglo xvii, la empresa había ya hecho evolucionar el modelo a otro ya similar al actual: las acciones eran permanentes y reflejaban una inversión hecha en las empresas en curso o futuras de la compañía. Esta innovación tenía dos ventajas cruciales y provocó un interesante efecto colateral. La recaudación de fondos a partir de un gran colectivo de inversores permitía planear, por primera vez, empresas de negocios con elevados costes fijos –en este caso, la construcción de navíos y el viaje de estos al otro lado del mundo para comprar bienes que después se venderían a los consumidores británicos–. Se reunía tanto dinero a partir de ciudadanos particulares que, en efecto, la compañía podía operar sin el respaldo ni la supervisión directos del Estado. (En el culmen de su poder, fechado a lo largo del siglo xviii, la Compañía de las Indias Orientales tuvo en la India un aparato estatal, dotado de un ejército y funcionarios que controlaban grandes extensiones de territorio en todo el subcontinente indio). Además, al distribuir la inversión en varios individuos, se minimizaban los riesgos de las empresas futuras. Si un barco se hundía de regreso de la India, resentiría la pérdida todo el colectivo de inversores en la metrópoli. Sin embargo, como el viaje se había financiado con muchas aportaciones grandes –en lugar de contar con un único auspiciador, como la Corona– el impacto era menos catastrófico.

      El efecto colateral fue que la emisión pública de acciones provocó la aparición de un mercado secundario en el que las propias acciones se vendían y compraban entre particulares. El precio de estas acciones subía y bajaba según los hados sonrieran o no a la Compañía de las Indias Orientales (la mayoría de las veces, sonreían). Entre 1660 y 1680, las acciones de la compañía cuadruplicaron su valor, impulsado este incremento en gran parte porque las élites londinenses perdieron la cabeza por el calicó y el chintz. (Para finales de la década de 1680, la Compañía de las Indias Orientales importaba unos dos millones de piezas de tejido al año, un tráfico muchísimo mayor que el de especias, que era el que la reina Isabel había querido potenciar originalmente dando su beneplácito a la compañía). El aumento del valor de las acciones creó un tipo de riqueza auténticamente nuevo. La propia compañía ganaba dinero en la tradición comercial que se remontaba a los mercaderes musulmanes y más allá: compraban barato, vendían caro y sus beneficios reflejaban el delta entre ambos precios, regresando algunos de ellos a los inversores en forma de dividendos. No obstante, el comercio de acciones creó una segunda forma de riqueza que, a la larga, resultó aún más lucrativa. Ganabas dinero invirtiendo en la Compañía de las Indias Orientales no solo porque esta obtuviera beneficios, sino porque otros inversores en algún momento pensaban que tus acciones valían más de lo que tú habías pagado por ellas.

      Fue así como aquel encuentro entre esos dos hombres en Agra durante la primavera de 1609 marcó un primer hito en la transición de un régimen de acumulación de riqueza a otro. Esta transición se propagaba desde Londres y, en última instancia, se extendería a todo el planeta, pues la sociedad anónima se convertiría en el siglo xx en la forma preeminente de organización de la actividad económica, al menos en el sector privado. Hawkins quizá no estaba tan deslumbrante enfundado en su harapiento tafetán como Jahangir con sus “cadenas de esmeraldas y rubíes”, pero el futuro estaba de su lado.

      Pese al aparente cariño de Jahangir por Hawkins, los portugueses terminaron interviniendo para mantener a los ingleses a raya y lograron impedir que comerciaran con la India durante varios años. Hawkins dejó Agra en 1611 y murió durante una travesía marítima poco después. No fue hasta 1612 cuando el Gran Mogol concedió a la Compañía de las Indias Orientales un permiso para abrir una factoría en Surat. El sucesor de Hawkins, Thomas Roe, hizo llegar al rey Jaime una misiva de Jahangir en la que se explicitaban las condiciones:

      He dado orden general a todos los reinos y puertos de mis dominios de recibir a cualesquiera mercaderes de la nación inglesa como súbditos de mi amigo; para que en el lugar que elijan para vivir disfruten de libertad sin restricción; y para que, con independencia del puerto en que arribaren, ni Portugal ni ningún otro reino ose perturbar su tranquilidad; en la ciudad que eligieren como residencia, mis gobernadores y capitanes les dejarán actuar libremente, según sus propios deseos, para vender, comprar y transportar mercancías de vuelta a su país a su antojo.

      La fábrica de Surat fue el primer puesto de avanzadilla en suelo indio para la nueva compañía. A partir de aquella pequeña ciudad portuaria, donde las víctimas de las depredaciones de Henry Every buscarían su venganza casi un siglo después, los británicos harían crecer sin descanso sus dominios, destacando entre todos ellos sus asentamientos en Bombay y Madrás. En poco tiempo, todo el subcontinente estaría bajo el control de la Compañía de las Indias Orientales.

      32 Foster, 1921, p. 61.

      33 Ibíd., p. 82.

      34 Ibíd., p. 102.

      35 Ibíd., p. 104.

      36 Keay, 2010, pp. 6.673-6.684.

      37 Baladouni, 1983, p. 66.

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