Un pirata contra el capital. Steven Johnson

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Un pirata contra el capital - Steven Johnson

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el imaginario colectivo como por su definición jurídica. Una de las primeras veces que se usó en lengua inglesa el vocablo terrorismo fue en una carta remitida en 1795 por James Monroe, entonces embajador estadounidense en Francia, al presidente Thomas Jefferson. Escribiendo desde París el año anterior a la ejecución de Robespierre, Monroe se refería al intento jacobino de reinstaurar “el terrorismo y no la realeza”.9 El término al parecer se propagó rápidamente entre la élite política estadounidense. En efecto, en una carta escrita apenas unas semanas después de la de Monroe, John Quincy Adams tildaba a los “partisanos a cargo de Robespierre” de “terroristas”.10

      El sentido del terrorismo como herramienta para llevar a la práctica valores políticos radicales a través de la aplicación de la violencia sobre objetivos públicos específicos corresponde tanto a su uso original como a la realidad del terrorismo hoy. En un sentido también vital, sin embargo, la definición contemporánea no se ajusta ya al sentido original. Hasta el siglo xx, la idea de terrorismo viene determinada por las acciones del llamado Comité de Salvación Pública y otras ramas del gobierno revolucionario francés. El terror, en otras palabras, era una táctica política que se adscribía al aparato estatal. No fue hasta la aparición del anarquismo, un siglo más tarde, cuando la idea de terrorismo quedaría asociada a actores no estatales, fundamentalmente pequeños grupos que irrumpieron en la vida pública con bombas y pistolas; una guerra intermediaria contra el gigantesco poder gubernamental y militar. El terror de Robespierre llevó el monopolio de la violencia, legalmente ejercido por el Estado, hasta extremos devastadores. El terrorismo contemporáneo hace lo contrario: dota de un poder desproporcionado a pequeños grupos y redes insurgentes en la sombra. La noción de “guerra asimétrica” que caracteriza a tantos conflictos militares actuales –en ella, la superpotencia se ve enfrentada sobre el campo de batalla a un enemigo mil veces menor en lo referido a efectivos y poderío militar– se enraíza en este sentido inverso de “terrorismo”. El terrorismo moderno es un multiplicador de fuerzas. No es necesario un ejército enorme ni tampoco una flota completa de portaviones para infundir un pánico cerval en el corazón de millones de personas. Bastan dos explosivos estratégicamente colocados –o incluso un par de cúteres, sin más– y unas cuantas cadenas de noticias dispuestas a amplificar el alcance del atentado.

      Si bien el término como tal se retrotrae al mandato de Robespierre, los primeros practicantes del terrorismo como lo entendemos hoy –una violencia extrema ejercida por actores no gubernamentales que ejerce un impacto desproporcionado gracias a la difusión por parte de los medios– fueron los piratas. La primera prueba convincente de que tal estrategia podía funcionar –que un puñado de hombres tomara como rehén a toda una nación gracias a unos pocos actos de dantesca barbarie– se materializa en 1695, en el choque entre el Fancy y aquel barco tesorero mogol.

      Existen precedentes de terror estratégico, desde luego, empezando por la legendaria brutalidad de los Pueblos del Mar. Otra de las pioneras de esa sangrienta tradición fue una noble francesa, Juana de Belleville, también conocida como Jeanne de Clisson, nacida el primer año del siglo xiv. Mediada la guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia, el segundo marido de Belleville, Olivier de Clisson, fue ejecutado por orden del rey francés Felipe IV acusado de traición. Su cabeza se ensartó en una pica y fue públicamente expuesta en Nantes, capital de la región de Bretaña, en cuyas inmediaciones se encontraban las tierras de De Clisson. Ultrajada por el proceder del rey, su viuda, Juana, vendió estas tierras, organizó una flotilla de tres barcos y planeó una venganza. Para añadir dramatismo al asunto, pintó los barcos de negro y tiñó las velas de rojo sangre. Según la leyenda, surcó durante trece años el canal de la Mancha, con sus dos hijos como grumetes, atacando cualquier barco francés y pasando a cuchillo a los súbditos de Felipe, asegurándose de dejar siempre un puñado de supervivientes que diesen noticia en tierra de la Leona de Bretaña.

      “Los muertos no cuentan cuentos” es uno de los mantras piratas, a menudo invocado para justificar el asesinato de los enemigos. Para piratas como Belleville y sus descendientes, el proverbio tiene un sentido alternativo: los muertos no pueden amplificar la reputación del pirata carnicero y sediento de sangre si se les tira por la borda. Llegada la llamada edad de oro de la piratería, a saber, la generación de piratas que siguió a Henry Every, se había generalizado la práctica de ofrecer misericordia a unos pocos supervivientes para que pudieran regresar a casa a contar lo terrorífico que resultaba toparte con piratas en el mar. En la época anterior a la imprenta, la Leona de Bretaña no podía enviar su mensaje más que a través del boca a boca en los pasillos de los palacios, que quizá pudiera saltar, si acaso, a la correspondencia escrita entre particulares. No obstante, Every y sus sucesores contaban con un vibrante aparato mediático a través del cual sus atrocidades podían llegar muy lejos: los panfletos, gacetas, boletines y libros que modelaban ya en su época la opinión pública en Europa y en las colonias americanas. Muchas de las convenciones que asociamos a la prensa amarillista –redacción apresurada, historias reiteradamente inventadas de violencia sensacionalista– se idearon originalmente para sacar tajada de los hechos protagonizados a miles de millas por hombres como Henry Every y los piratas que lo emularon en el siglo xviii. Every se veía como descendiente de otros navegantes míticos como Odiseo, pero también auguró la llegada de una figura que trascendería la historia: el asesino que cautiva a una nación con sus grotescos crímenes, como Jack el Destripador o Charles Manson.

      Solemos pensar que los panfletistas y los primeros periodistas de la Ilustración eran intelectuales refinados, que redactaban ingeniosos contenidos para publicaciones como Tatler en las mesas de un café de la Strand londinense. Sin embargo, en esos primeros años del medio impreso, el sensacionalismo estaba ya muy presente. Los propietarios de periódicos vendían ediciones especiales cuando había una ejecución pública en los que contaban los detalles más morbosos del delito. Casi dos siglos antes de que Jack el Destripador se convirtiese en el primer asesino en serie famoso, los panfletistas hacían ya dinero celebrando al criminal violento. Y no había ningún tipo de criminal que cautivase el imaginario popular como el pirata.

      El sadismo no le salió a cuenta al capitán Jeane. Fue condenado a muerte y ahorcado de la forma acostumbrada: colgado del cuello durante dieciocho minutos antes de morir. En muchos casos, no obstante, la mitología de la brutalidad pirata no era únicamente símbolo de un estado mental trastornado. A los panfletistas de Londres o Boston les interesaba, económicamente hablando, la violencia de los bucaneros y también les convenía a los propios piratas, pues la fama de brutales y sedientos

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